Pero ese día no lograba imaginarse viajando a otro lugar. Una vez que estuvo sentada sobre el asiento doble de vinilo, colocó las manos en torno al frío volante y clavó los ojos en la insignia de Chevrolet que había en el claxon.
Se le nubló la vista y tensó los puños. Tal vez su madre, Billy Jean, lo había sabido. Tal vez siempre supo que Georgeanne nunca sería demasiado brillante y por eso la había dejado en casa de su abuela para no volver nunca a por ella. La abuela siempre decía que Billy Jean no estaba preparada para ser madre, y Georgeanne se había preguntado qué había hecho para provocar que su madre se fuera. Ahora ya lo sabía.
Mientras miraba al futuro, sus sueños de infancia se fueron diluyendo con las lágrimas que le resbalaban por las mejillas calientes, y se dio cuenta de varias cosas. Nunca conseguiría salir al recreo otra vez ni construir un iglú como el resto de la clase. Sus esperanzas de convertirse en enfermera o astronauta eran aspiraciones demasiado atrevidas, y su madre jamás volvería a por ella. Los niños de la escuela probablemente se enterarían y se reirían de ella.
Y Georgeanne odiaba ser objeto de burla.
Se mofarían de ella como lo habían hecho con Gilbert Whitley. Gilbert mojaba sus pantalones en segundo grado, y nadie le había dejado olvidarlo nunca. Ahora le llamaban Gilbert Wetly [1]. Georgeanne no quiso ni pensar cómo la llamarían a ella.
Pero no iba a permitir que nadie se enterase nunca. Jamás permitiría que alguien descubriese que Georgeanne Howard tenía una disfunción en el cerebro.
1989
La noche anterior a la boda de Virgil Duffy, una tormenta de verano asoló la bahía de Puget Sound, en Seattle, estado de Washington. Pero a la mañana siguiente ya habían desaparecido las nubes grises, dejando paso a la espectacular vista de Elliot Bay y la silueta de la ciudad de Seattle. Algunos de los invitados de Virgil levantaron la mirada hacia el cielo despejado, y se preguntaron si Virgil controlaría a la madre naturaleza de la misma forma que controlaba su imperio naviero. Se preguntaron si podría controlar a su joven prometida o si sería para él otro más de sus juguetes, como el equipo de hockey.
Mientras los invitados esperaban a que diera comienzo la ceremonia, bebían de las copas aflautadas de champán y especulaban sobre si el matrimonio duraría hasta diciembre. La mayoría opinaba que no duraría tanto.
John Kowalsky ignoró los murmullos que había a su alrededor. Tenía preocupaciones más importantes. Se llevó la copa de cristal a los labios y dio cuenta del escocés de cien años como si fuera agua. Sentía un zumbido en la cabeza. Le palpitaban los ojos y le dolían los dientes.
Probablemente había estado en el infierno la noche anterior, aunque no lograba recordarlo.
Desde su posición en la terraza, bajó la mirada hacia el brillante césped verde recién cortado, los macizos de flores inmaculados y las fuentes burbujeantes. Los invitados vestidos de Armani o Donna Karan caminaban sin rumbo entre las sillas blancas adornadas con flores y cintas con algún tipo de capullos rosas.
La mirada de John se movió hacia un grupo de compañeros de equipo que, incómodos con los trajes azul marino y los mocasines, parecían fuera de lugar. Daba la impresión de que no tenían más ganas que él de alternar con la alta sociedad de Seattle.
A su izquierda, una mujer delgada con un elegante vestido color lavanda y zapatos a juego se sentó detrás de un arpa, se apoyó el instrumento en el hombro y comenzó a tocar; los sonidos apenas disimulaban los ruidos provenientes de la bahía de Puget Sound. Lo miró y le dedicó una sonrisa invitadora que él reconoció de inmediato. No le sorprendió el interés de la mujer y, a propósito, dejó vagar la mirada por su cuerpo. A los veintiocho años, John había estado con mujeres de todas las formas y tamaños, de todas las clases sociales y diferentes grados de inteligencia. No era reacio a nadar en todas las aguas, pero no le gustaban demasiado las mujeres huesudas. Aunque la mayoría de sus compañeros de equipo ligaban con modelos, a John le gustaban más las curvas suaves. Cuando tocaba a una mujer, le gustaba palpar carne no hueso.
La sonrisa de la arpista se hizo más coqueta y John apartó la mirada. No era sólo que la mujer fuera flaca, sino que además odiaba la música de arpa casi tanto como las bodas. Había sufrido el matrimonio dos veces en sus propias carnes y en ninguno de los dos casos había sido una experiencia agradable. De hecho, la última vez que lo había intentado había sido en Las Vegas hacía seis meses, cuando se había despertado en una suite de luna de miel rodeado de terciopelo rojo y casado con una artista de striptease llamada DeeDee Delight. El matrimonio no había durado más que la noche de boda. Y la puta realidad era que no podía recordar si DeeDee había sido encantadora.
– Gracias por venir, hijo. -El dueño de los Seattle Chinooks se acercó a John desde atrás y le palmeó el hombro.
– Creía que no tenía otra elección -respondió, bajando la mirada a la cara arrugada de Virgil Duffy.
Virgil se rió y continuó caminando por el ancho camino de adoquines. Con su esmoquin gris plata era el vivo retrato de la opulencia. Bajo el sol del mediodía Virgil parecía exactamente lo que era: un miembro del «Fortune 500» que podía permitirse el lujo de poseer un equipo profesional de hockey y comprarse una esposa mucho más joven que él.
– ¿Te presentó ayer por la noche a la mujer con la que va a casarse?
John miró por encima del hombro al más novato de sus compañeros de equipo, Hugh Miner. Los cronistas deportivos habían comparado a Hugh con James Dean por su aspecto y por el temerario comportamiento que exhibía sobre el hielo. Era eso último lo que más valoraba John.
– No -contestó mientras sacaba las Ray-Ban del bolsillo de la camisa-. Me fui temprano.
– Pues es bastante joven. Unos veintidós años.
– Es lo que había oído. -Se apartó para dejar paso a un grupo de señoras mayores camino de las escaleras. Siendo como era un mujeriego empedernido, no podía dárselas de moralista arrogante, pero le resultaba patético y enfermizo que un hombre de la edad de Virgil se casara con una mujer a la que le llevaba más de cuarenta años.
Hugh le hincó a John el codo en el costado.
– Y tiene unos pechos que podrían hacer que un hombre mendigara por el suero de su leche.
John se puso las gafas de sol y sonrió a las señoras que volvieron la mirada hacia Hugh. No había sido demasiado discreto al describir a la prometida de Virgil.
– Te criaste en una granja, ¿no?
– Sí, a cincuenta millas de Madison -dijo el joven con orgullo.
– Ya, pues yo no diría esas cosas sobre el suero de la leche si fuera tú. Las mujeres tienden a tomarse bastante mal que las compares con vacas lecheras.
– Sí. -Hugh se rió y negó con la cabeza-. ¿Qué crees que ve esa chica en un hombre lo suficientemente viejo como para ser su abuelo? Quiero decir que no es fea, ni gorda, ni nada parecido. De hecho, está muy buena.
Con veinticuatro años, Hugh no sólo era menor que John, sino que era, obviamente, más ingenuo. Iba camino de ser el mejor portero de la NHL, la Liga Nacional de Hockey, pero tenía la mala costumbre de parar el disco con la cabeza. En vista de la última pregunta estaba claro que necesitaba un casco más grueso.
– Echa un vistazo alrededor -contestó John-. La última noticia que tuve fue que la fortuna de Virgil rondaba los seiscientos millones.
– Sí, pero el dinero no puede comprarlo todo -refunfuñó el portero mientras empezaba a bajar las escaleras. Se detuvo para preguntarle por encima del hombro-: ¿Vienes?
– No -respondió John. Se metió un cubito de hielo en la boca, luego dejó el vaso sobre una maceta, mostrando el mismo desinterés por el caro cristal de Baccará que había mostrado por el whisky. Había hecho acto de presencia en la fiesta de la noche anterior; había dado la cara ese mismo día. Por su parte ya había cumplido, no tenía pensado quedarse durante mucho más tiempo-. Tengo una resaca impresionante -dijo mientras descendía las escaleras.
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