Georgeanne se enderezó y negó con la cabeza.
– Pero no vas vestida de novia. -Se sentía estafado y la apuntó con un dedo acusador-. ¿Qué clase de novia no lleva puesto un maldito vestido de novia?
– Éste es un vestido de novia -cogió el dobladillo y, con modestia, trató de tirar de él hacia abajo. Pero el vestido no había sido creado para ser modesto. Cuanto más tiraba hacia las rodillas, más se deslizada sobre sus senos-. Sólo que no es un vestido de novia tradicional -explicó mientras agarraba el lazo blanco y tiraba del corpiño hacia arriba otra vez-. Después de todo, Virgil ha estado casado cinco veces y pensó que un traje blanco sería de mal gusto.
Aspirando profundamente, John cerró los ojos y se pasó una mano por la cara. Tenía que deshacerse de ella, y rápido.
– Vives al sur de Tacoma, ¿no?
– No. Soy de McKinney, McKinney, Texas. Hasta hace tres días no conocía Oklahoma City.
– Esto se pone cada vez mejor -se rió sin humor y empezó a considerarla como un paquete bomba a punto de estallarle en la cara-. Tu familia está aquí para la boda, ¿no?
De nuevo ella negó con la cabeza.
John frunció el ceño.
– Naturalmente.
– Creo que sí que estoy mareada.
John saltó del coche y corrió al otro lado. Si iba a vomitar, prefería que no lo hiciera en su Corvette nuevo. Abrió la puerta y la agarró por la cintura, y si bien John medía uno noventa, pesaba noventa y cinco kilos y placaba fácilmente a cualquier jugador contra la barrera, transportar a Georgeanne Howard desde el coche no fue tarea fácil. Era más pesada de lo que parecía y, al sentirla bajo las manos, le dio la impresión de que la habían metido a presión en una lata de sopa.
– ¿Vas a vomitar? -le preguntó por encima de la cabeza.
– Creo que no -contestó, y lo contempló con ojos suplicantes. Había estado con las suficientes mujeres para saber cuándo tenía la rabia en casa. Reconoció la casta «ámame-aliméntame-encárgate de mí». Ronroneaban y se rozaban como gatas en celo y, aparte de hacer aullar a un hombre, no eran buenas para nada más. La ayudaría a llegar a donde quisiera ir, pero lo último que deseaba era cuidar y alimentar a la mujer que había dejado plantado a Virgil Duffy.
– ¿Dónde puedo dejarte?
Georgeanne se sentía como si hubiera tragado docenas de mariposas y tuviese dificultad para respirar. Se había embutido en un vestido dos tallas menor y apenas conseguía que le llegara aire a los pulmones. Levantó la vista y vio unos ojos azul oscuro enmarcados por largas y gruesas pestañas y supo que prefería cortarse las venas antes que vomitar delante de un hombre tan escandalosamente guapo. Las espesas pestañas y la boca llena deberían haberlo hecho parecer algo femenino, pero no era así. Aquel hombre era demasiado viril para ser confundido con otra cosa que no fuera un varón cien por cien heterosexual. Georgeanne, que medía uno setenta y cinco y pesaba casi sesenta y cinco kilos -los días buenos que no retenía líquido- se sentía pequeña a su lado.
– ¿Dónde te dejo, Georgie? -preguntó otra vez. Un mechón del espeso pelo castaño le caía sobre la frente, desviando la atención de la delgada cicatriz blanca que le atravesaba la ceja izquierda.
– No sé -susurró. Durante meses había vivido con un horrible peso en el pecho. Un peso que había estado segura que un hombre como Virgil podría hacer desaparecer. Con Virgil nunca habría tenido que capear acreedores o arrendadores enfadados otra vez. Tenía veintidós años y había tratado de ocuparse de sí misma, pero, como siempre, había fallado miserablemente. Siempre había sido un fracaso. Había fracasado en la escuela y en cada trabajo que había tenido, y había estado convencida que podría amar a Virgil Duffy. Hasta ese día. Mientras miraba su reflejo en el espejo y examinaba el vestido de novia que él había escogido para ella, el dolor en el pecho amenazaba con ahogarla y supo que no podía casarse con Virgil. Ni siquiera todo ese maravilloso dinero podía conseguir que ella se acostara con un hombre que le recordaba a H. Ross Perot.
– ¿Dónde vive tu familia?
Pensó en su abuela.
– Tengo unos tíos abuelos que viven en Duncanville, pero Lolly no puede viajar por el lumbago y el tío Clyde tuvo que quedarse en casa para encargarse de ella.
John hizo un gesto de fastidio con la boca.
– ¿Dónde viven tus padres?
– Me crió mi abuela, pero murió hace varios años -contestó Georgeanne, esperando que no indagase acerca del padre que nunca había conocido o la madre a la que sólo había visto una vez en el entierro de su abuela.
– ¿Amigos?
– Mi única amiga está en casa de Virgil. -Sólo con pensar en Sissy comenzaba a palpitarle el corazón. Su amiga se había encargado de que todas las damas de honor vistieran con el mismo tono color lavanda. Los vestidos a juego parecían ahora algo tonto y trivial.
Él frunció los labios.
– Naturalmente. -Le retiró las grandes manos de la cintura y se pasó los dedos por el pelo-. Me da la impresión de que no tienes un plan demasiado firme.
No, no tenía un plan, ni firme ni de ninguna otra manera. Había cogido el neceser de maquillaje y había salido de casa de Virgil sin pensar a dónde iría o cómo llegar.
– Bueno, demonios. -Él dejó caer las manos y miró a la carretera-. Podrías pensar en algo.
Georgeanne tuvo el horrible presentimiento de que si no ideaba algo en los siguientes dos minutos, John volvería al coche y la dejaría plantada allí mismo. Y lo necesitaba, al menos durante unos días, hasta que resolviese qué iba a hacer, así que recurrió a lo que siempre le había funcionado. Le colocó una mano en el brazo y se recostó un poco sobre él, lo justo para hacerle pensar que estaba abierta a cualquier sugerencia que se le ocurriera.
– Tal vez podrías ayudarme tú -dijo con su voz más húmeda y suave, luego lo completó con una sonrisa tipo «tú-eres-un-machote-y-yo-una-dama-indefensa». Georgeanne podía ser un fracaso en todo lo demás, pero era una coqueta consumada y una autentica bomba de relojería cuando se trataba de manipular a los hombres. Bajando las pestañas modestamente, lo miró con sus bellos ojos. Curvó los labios en una sonrisa seductora que prometía algo que no tenía intención de cumplir. Le deslizó las palmas de las manos por los duros brazos en un gesto que parecía una caricia, pero que en realidad era una maniobra táctica para defenderse de las manos rápidas. Georgeanne odiaba que los hombres le sobaran los senos.
– Eres tentadora -dijo él, colocándole un dedo bajo la barbilla para obligarla a mirarlo-, pero no vales un precio tan alto.
– ¿Un precio tan alto? -Una brisa fresca le agitó los rizos, rozándole la cara-. ¿Qué quieres decir?
– Eh… -comenzó, luego recorrió con la mirada los senos que presionaban contra su torso-, quiero decir que tú quieres algo de mí y estás dispuesta a usar tu cuerpo para obtenerlo. Me gusta el sexo tanto como a cualquier hombre, pero, cariño, no vales mi carrera.
Georgeanne lo empujó y se apartó el pelo de los ojos. Había tenido varias relaciones íntimas en su vida y, según ella, el sexo estaba muy sobrevalorado. Los hombres parecían gozar de él, pero para ella sólo era algo demasiado embarazoso. Lo único bueno que podía decir de ello era que no duraba más de tres minutos. Levantó la barbilla y lo miró como si la hubiera lastimado e insultado.
– Estás equivocado. No soy esa clase de chica.
– Ya veo. -La volvió a mirar como si supiera exactamente qué tipo de chica era-. Eres sólo una coqueta.
«Coqueta» era una palabra fea. Ella se consideraba más bien una actriz.
– ¿Por qué no cortas el rollo y me dices lo que quieres?
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