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Rachel Gibson: Simplemente Irresistible

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Rachel Gibson Simplemente Irresistible

Simplemente Irresistible: краткое содержание, описание и аннотация

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Georgeanne Howard, una encantadora belleza sureña, deja a su prometido plantado en el altar cuando se da cuenta de que no es capaz de casarse con un hombre que podría ser su abuelo… por mucho dinero que éste tenga. John Kowalsky, inconscientemente, la ayuda a escapar… hasta que se percata de que se está fugando con la novia de su ¡¡¡jefe!!!… pero ya es demasiado tarde para dar marcha atrás. En lo más alto de su carrera, esta rebelde estrella del hockey no quiere ser el salvador de nadie -salvo de sí mismo- y no importa lo bella que la dama en cuestión pueda ser. Lo malo es que les espera una larga noche por delante -una noche demasiado ardiente como para resistirse a la tentación. Años más tarde, Georgeanne y John vuelven a encontrarse. Ella está tratando de convertirse en una encantadora ama de casa de Seattle y él ha dejado atrás sus días de juerga. Pero se queda completamente asombrado cuando se entera de que esa noche inolvidable con ella tuvo como fruto una niña -su hija-, y está decidido a formar parte de su vida. Georgeanne ha amado a John desde el momento en que se metió en su Corvette rojo siete años atrás, pero no quiere volver a arriesgar su corazón en el intento. ¿Realmente se ha convertido en un hombre nuevo? ¿Será capaz de enfrentarse a la furia de su jefe, perdiendo su última oportunidad de alcanzar la gloria, para demostrar que esta vez su amor será para siempre?

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Todas sus pertenencias estaban en cuatro maletas en el Rolls Royce de Virgil, todo excepto el neceser que descansaba sobre el suelo del coche de John. Había llenado la pequeña maleta con cosas esenciales para la noche de bodas con Virgil.

Todo lo que tenía allí era una cartera con siete dólares y tres tarjetas de crédito sin fondos, una cantidad ingente de cosméticos, un cepillo de dientes y otro para el pelo, un peine, un bote de laca Aqua Net, seis pares de braguitas con sujetadores a juego, las píldoras anticonceptivas y una sonrisa.

Se había superado, incluso siendo Georgeanne Howard.

Capítulo 2

Los intermitentes rayos del sol, que arrancaban destellos azules al agitado mar verdoso, y la brisa salada, tan densa que se podía saborear, dieron la bienvenida a Georgeanne a la costa del Pacífico. Se le puso la piel de gallina mientras se estiraba para intentar captar una vislumbre del espumoso océano azul.

El chillido de las gaviotas surcaba el aire mientras John conducía el Corvette por el camino de entrada a una casa gris de difícil descripción con las contraventanas blancas. Un anciano con una camiseta sin mangas, unos pantalones cortos de poliéster gris y un par de chanclas baratas permanecía de pie en el porche.

Tan pronto como el coche se paró, Georgeanne alcanzó la manilla y salió. No esperó a que John la ayudara, aunque de todas formas no creía que fuese a hacerlo. Tras una hora y media sentada en el coche, el papel de «viuda alegre» se había vuelto tan forzado que llegó a pensar que después de todo iba a marearse.

Tiró del dobladillo del vestido rosa hacia abajo y cogió el neceser y los zapatos. Las ballenas del corsé le presionaron las costillas cuando se inclinó para ponerse las sandalias rosas.

– Por Dios, hijo -gruñó el hombre del porche con voz grave-. ¿Otra bailarina?

John frunció el ceño mientras guiaba a Georgeanne a la puerta principal.

– Ernie, me gustaría presentarte a la señorita Georgeanne Howard. Georgie, éste es mi abuelo, Ernest Maxwell.

– ¿Cómo está usted, señor? -Georgeanne le ofreció la mano y observó la cara arrugada increíblemente parecida a la de Burgess Meredith.

– Una sureña… hum. -Se dio la vuelta y entró en la casa.

John mantuvo la puerta de tela metálica abierta para que Georgeanne entrara. La casa estaba amueblada en tonos azules, verdes brillantes y marrones claros, de tal manera, que uno tenía la impresión de que el paisaje exterior, visible a través de la gran ventana panorámica, formaba parte de la sala de estar. Todo parecía haber sido escogido para hacer juego con el océano y la playa arenosa, todo menos la orejera con tapicería Naugahy de de color plata y los dos palos de hockey que formaban una X sobre la parte superior de la estantería repleta de trofeos.

John se quitó las gafas de sol y las tiró sobre la mesita de café de madera y cristal.

– Hay una habitación de invitados en ese pasillo, es la última puerta a la izquierda. El cuarto de baño está a la derecha -dijo, pasando por detrás de Georgeanne para dirigirse a la cocina. Agarró una botella de cerveza de la nevera y la abrió. Se llevó la botella a los labios, recostando los hombros contra la puerta cerrada de la nevera. Esta vez había metido la pata a base de bien. No debería haber ayudado a Georgeanne y sabía que había sido un error llevarla con él. No había querido hacerlo, pero entonces lo había mirado con aquellos ojos, tan vulnerable y asustada que habría sido incapaz de dejarla tirada en el arcén. Esperaba -como que había infierno- que Virgil no lo averiguase jamás.

Se alejó de la nevera y regresó a la sala de estar. Ernie se había sentado en su orejero favorito con la atención puesta en Georgeanne. Ella estaba de pie al lado de la chimenea con el pelo revuelto por el viento y el pequeño vestido rosa totalmente arrugado. Parecía muy cansada, pero por la mirada de Ernie, éste la encontraba más tentadora que un buffet libre.

– ¿Ocurre algo, Georgie? -preguntó John, llevándose la cerveza a los labios-. ¿Por qué no has ido a cambiarte?

– Existe un pequeño problema -dijo con su acento arrastrado al tiempo que lo miraba-. No tengo nada que ponerme.

Él la apuntó con la botella.

– ¿Qué hay en esa maletita?

– Cosméticos.

– ¿Sólo eso?

– No. -Lanzó una mirada a Ernie-. Tengo alguna otra cosa y la cartera.

– ¿Y dónde está tu ropa?

– En cuatro maletas en la parte de atrás del Rolls Royce de Virgil.

Así que, a fin de cuentas, él tendría que alimentarla, alojarla… y vestirla.

– Ven -dijo, luego colocó la cerveza en la mesita de café y la guió por el pasillo que llevaba al dormitorio. Buscó en el armario y cogió una vieja camiseta negra y un par de pantalones cortos con la cinturilla ajustable de color verde-. Ten -dijo, lanzándolos sobre el edredón azul que cubría la cama antes de volver a la puerta.

– ¿John?

Se detuvo al oír su nombre en sus labios, pero no se dio la vuelta. No quería ver la mirada asustada de esos ojos verdes.

– ¿Qué?-No puedo quitarme este vestido yo sola. Necesito tu ayuda.

Se volvió y la encontró dentro del charco dorado que proyectaba la luz del sol que entraba por la ventana.

– Algunos botones quedan demasiado arriba -señaló con torpeza.

No sólo quería que la vistiera, encima quería que la desnudara.

– Son muy escurridizos -explicó.

– Date la vuelta -ordenó él con voz ruda mientras daba un paso hacia ella.

Sin rechistar, ella le dio la espalda y miró hacia el espejo que había encima del tocador. Entre los suaves omóplatos quedaban los cuatro botones diminutos que cerraban la parte superior del vestido. Se retiró el pelo a un lado, dejando a la vista los pequeños rizos del nacimiento del pelo. Todo en ella era suave: la piel, el pelo, ese acento sureño.

– ¿Cómo te metiste en esta cosa?

– Con ayuda. -Lo miró a través del espejo.

John no podía recordar otro momento en que ayudara a una mujer a quitarse la ropa sin que planeara acostarse con ella después, pero no tenía intención de tocar a la fugitiva novia de Virgil más de lo necesario. Levantó las manos y tiró con fuerza hasta que uno de los pequeños botones se salió del resbaladizo ojal.

– No puedo imaginar lo que estarán pensando todos ahora mismo. Sissy trató de advertirme de que no me casara con Virgil. Pensaba que podría hacerlo, pero al final no fui capaz.

– ¿No crees que deberías haber llegado antes a esa conclusión? -le preguntó él, desplazando los dedos más abajo.

– Lo hice. Traté de decirle a Virgil que tenía dudas. Traté de hablar con él sobre eso ayer por la noche, pero no quiso escucharme. Luego vi la cubertería. -Negó con la cabeza y un suave tirabuzón le cayó sobre la espalda rozándole la piel suave-. Escogí para la lista de bodas una cubertería Francis I, y sus amigos nos regalaron una buena parte -dijo distraída como si él supiera de qué diablos hablaba-. Ah, sólo ver todos esos cubiertos con frutas talladas me produjo escalofríos. Sissy cree que debería haber escogido algo repujado, pero siempre he sido una chica Francis I. Incluso cuando era pequeña…

John no era nada tolerante con la cháchara de las mujeres. En ese momento deseaba tener a mano un radiocasete y otra cinta de Tom Petty. Dado que no tenía esa suerte, se desconectó mentalmente de la conversación. Muy a menudo lo acusaban de ser un malvado insensible, una reputación que consideraba ventajosa. De esa manera, no tenía que preocuparse de que las mujeres consideraran su relación como algo permanente.

– Ya que estás en eso, ¿puedes abrirme la cremallera? De cualquier manera -continuó-, casi lloré de alegría cuando puse los ojos en los tenedores de escabeche y las cucharas de fruta y…

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