Mary Balogh - Simplemente Perfecto

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Alto, moreno y exquisitamente sensual, él es la personificación de la perfección masculina. No es que Claudia Martin esté buscando un amante. Ni un esposo. Como propietaria y directora de la academia de la señorita Martin en Bath, hace mucho que se resignó a vivir sin amor. Hasta que Joseph, marqués de Attingsborough, llega sin previo aviso y la tienta a arrojar por la borda toda una vida de decencia por una aventura que sólo puede conducirle a la ruina.
Joseph tiene sus propias razones para buscar a Claudia. Inmediata e irresistiblemente atraído por la delicada profesora, se embarca en un plan de seducción que los llevará a ambos a anhelar algo más. Pero, como heredero de un prestigioso ducado, se espera que Joseph continúe con el legado de la familia. Y Claudia sabe que no hay lugar para ella en su mundo.
Ahora, dicho mundo está a punto de verse sacudido por el escándalo. Un matrimonio concertado, un secreto que conmocionará a la sociedad y un hombre proveniente del pasado de Claudia, conspiran para separar a los amantes. Pero Joseph está decidido a hacer suya a Claudia a toda costa. Aunque ello signifique desafiar toda convención y romper toda regla por un amor que representa todo cuanto siempre ha deseado; un amor que es perfecto tal como es…

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– Va a tener a un «duque» por suegro -dijo Frances.

– Y al heredero de un duque por marido -añadió Anne.

Todas se miraron muy serias, con las caras impasibles, y luego se desternillaron de risa.

– Es de lo más divertido -convino Frances-, nuestra Claudia va a ser «duquesa» algún día.

– Es un justo castigo por todos mis pecados -dijo ella.

Recuperó la seriedad al volver la atención a su imagen en el espejo y ver el esplendor de su vestido nuevo color albaricoque y la frívola pamela nueva de paja que la doncella le estaba prendiendo con horquillas sobre el exquisito moño de rizos en la nuca. ¡Una pamela de paja a comienzos de octubre!

¡Buen Dios! ¿De veras se veía diez años más joven que sólo unos meses atrás? Tenía que ser sólo su imaginación, seguro. Pero los ojos se le veían más grandes de lo que los recordaba, y los labios más llenos. Y tenía más color en las mejillas.

– Pero ¿quién podría haberse resistido a los encantos de Joseph? -Dijo Susanna-. Siempre le he tenido muchísimo cariño, desde que Lauren me lo presentó, pero se ha elevado inconmensurablemente en mi estima desde que tuvo la sensatez de enamorarse de ti, Claudia.

– ¿Y quién podía resistirse a un hombre que quiere tanto a su hija? ¿Sobre todo siendo ciega e ilegítima?

– Menos mal que nosotras tenemos a Lucius, Sydnam y Peter -añadió Frances-. Si no, podríamos tenerte una envidia de muerte, Claudia.

Claudia se giró en la banqueta. La doncella ordenó las cosas en el tocador y salió de la habitación.

– ¿Es natural que el día de una boda suscite emociones tan opuestas? -Preguntó Claudia-. Me siento tan feliz que podría reventar, y tan triste que podría llorar.

– No llores -dijo Susanna-. Se te pondrán los ojos rojos y los párpados hinchados.

Como le quedaron la noche pasada, pensó Claudia. El llanto comenzó con la cena de despedida en el comedor de la escuela, a la que se quedaron las alumnas externas, y continuó con el concierto sorpresa y los discursos que la siguieron. Continuó mientras abrazaba e intercambiaba unas últimas palabras con cada uno de los profesores y las alumnas. Y el broche final llegó un par de horas después, cuando se reunió en su sala de estar particular, que pronto sería la de Eleanor, con estas tres amigas, Lila y Eleanor, a hablar de recuerdos.

– Yo fui feliz enseñando aquí -dijo Anne en ese momento, interrumpiendo sus pensamientos-, y cuando me casé con Sydnam no estaba muy segura de si sería feliz con él. Pero lo soy, y tú lo serás con Joseph, Claudia. Aunque eso ya lo sabes.

– Es de lo más natural sentirse triste -dijo Frances-. Cuando me casé, tenía a Lucius y la promesa de iniciar una carrera como cantante, pero había sido feliz aquí. La escuela era mi hogar, y aquí estaban mis más queridas amigas.

Susanna se levantó y fue a darle un abrazo, con mucho cuidado para no estropearle el peinado ni la caída de la pamela.

– Esta escuela ha sido un hogar y una familia para mí -dijo-. Me trajeron aquí a los doce años, cuando no tenía adonde ir, y recibí educación y cariño. No me habría marchado si no hubiera conocido a Peter. Pero me alegro de haberme marchado, por el motivo obvio, por supuesto, pero también porque ahora no soportaría ser la última de nosotras que se queda aquí. Soy así de egoísta, ¿sabes? Pero no sé decirte lo feliz que me siento por ti, Claudia.

– Será mejor que nos vayamos -dijo Anne-. La novia no debe retrasarse y nosotras tenemos que estar en la iglesia antes que ella llegue. Y qué novia tan hermosa. Ese color te sienta a la perfección, Claudia.

– A mí me encanta la pamela -dijo Susanna.

Claudia contuvo las lágrimas mientras cada una la abrazaba, para luego bajar para subir al coche que las esperaba.

Después que se marcharon se puso los guantes y echó una última mirada a su dormitorio. Ya se veía vacío; esa mañana temprano se habían llevado el baúl y las maletas. Entró en su sala de estar y paseó la mirada por ella. Ya no estaban ahí sus libros. Esa sala ya no era suya.

Durante esa semana la escuela había sido oficialmente de Eleanor. Después de ese día sería la Escuela de Niñas de la Señorita Thompson.

Qué terrible dejar atrás toda una vida. Lo había hecho una vez antes y ahora lo volvía hacer. Era como nacer de nuevo, salir de la cómoda seguridad del útero para enfrentarse a lo desconocido.

Era algo terrible, aun cuando anhelaba comenzar su nueva vida, en el hogar que la aguardaba, con la valiente e inteligente niña ciega que sería su hija, y el otro hijo que haría su aparición dentro de algo más de seis meses (no se lo había dicho a nadie aún, aparte de a Joseph cuando llegó el día anterior de Willowgreen), y con el hombre que había entrado en su escuela casi cuatro meses atrás y en su corazón muy poco después.

¡Joseph!

Entonces bajó al vestíbulo, donde la esperaban las criadas en fila para despedirla. Conservó su aplomo y pudo hablar por última vez con cada una; muchas estaban llorando. El señor Keeble no; estaba muy erguido y envarado junto a la puerta, esperando para abrírsela.

Y por el motivo que fuera, despedirse de él, de su anciano, arisco y leal portero, fue lo que le resultó más difícil. Él le hizo una venia, arreglándoselas para hacer crujir sus botas al mismo tiempo; pero ella no pudo tolerar esa formalidad. Lo abrazó y le dio un beso en la mejilla. Sólo después de eso le hizo un gesto enérgico indicándole que abriera la puerta, y salió a toda prisa. El cochero de Joseph estaba en la acera esperándola para ayudarla a subir al coche.

No lloraría, pensó, cuando se cerró la puerta y el coche se puso en marcha, alejándola por última vez de la escuela y de quince años de su vida. Tuvo que pestañear varias veces.

No lloraría.

Joseph la estaba esperando en la Abadía. También Lizzie.

Así como la multitud de aristócratas que llenaban la iglesia.

Y ese último pensamiento la rescató. Sonrió y luego se rió para sus adentros, en el momento en que el coche entraba en la larga Great Pulteney Street.

Absurdo, desde mego.

¿Una de las bromitas de Dios, tal vez? Si era así, le gustaba su sentido del humor.

No hacía tanto tiempo le parecía a Joseph, que había estado al lado de Neville cerca del altar de una iglesia esperando la llegada de una novia. Él era su padrino entonces y Nev el novio. Ahora estaba invertida la situación, Y él entendía por qué en aquella ocasión su primo no era capaz de sentarse ni de estarse quieto, y por qué se quejaba de que le habían apretado demasiado la corbata.

Sería ridículo imaginarse que Claudia sencillamente no se presentaría. Había aceptado casarse con él y desde julio le había escrito todos los días, como él a ella, a excepción de los diez días de fines de agosto que él pasó en Bath con Lizzie. Además, había quemado sus puentes al venderle la escuela a la señorita Thompson; y había encargado a Hatchard, su agente en Londres, que estuviera atento por si encontraba niñas pequeñas sin hogar y con alguna discapacidad.

Y si todas esas cosas no bastaban para tranquilizarlo, estaba la embriagadora novedad que le había confiado sólo el día anterior: ¡estaba embarazada! Iban a tener un hijo, de los dos. Todavía no lo había asimilado del todo, aunque después que se lo dijo la regañó furioso por no habérselo explicado antes, y luego la estrujó en sus brazos casi asfixiándola. Debería habérselo dicho antes. Buen Dios, si lo hubiera sabido, la habría llevado corriendo a casarse con una licencia especial, y al diablo esa grandiosa boda que el ejército de sus parientas, dirigidas por Wilma, le habían organizado, sin su permiso.

Un par de meses atrás se había celebrado una boda con licencia especial. O bien McLeith o bien Portia, o los dos, habían recobrado la sensatez después de marcharse de Alvesley esa noche del baile de aniversario. En lugar de ir a Escocia fueron a Londres, anunciaron su compromiso a los Balderston y unos días después se casaron, en una ceremonia no muy concurrida pero muy respetable.

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