Mary Balogh - Simplemente Perfecto

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Alto, moreno y exquisitamente sensual, él es la personificación de la perfección masculina. No es que Claudia Martin esté buscando un amante. Ni un esposo. Como propietaria y directora de la academia de la señorita Martin en Bath, hace mucho que se resignó a vivir sin amor. Hasta que Joseph, marqués de Attingsborough, llega sin previo aviso y la tienta a arrojar por la borda toda una vida de decencia por una aventura que sólo puede conducirle a la ruina.
Joseph tiene sus propias razones para buscar a Claudia. Inmediata e irresistiblemente atraído por la delicada profesora, se embarca en un plan de seducción que los llevará a ambos a anhelar algo más. Pero, como heredero de un prestigioso ducado, se espera que Joseph continúe con el legado de la familia. Y Claudia sabe que no hay lugar para ella en su mundo.
Ahora, dicho mundo está a punto de verse sacudido por el escándalo. Un matrimonio concertado, un secreto que conmocionará a la sociedad y un hombre proveniente del pasado de Claudia, conspiran para separar a los amantes. Pero Joseph está decidido a hacer suya a Claudia a toda costa. Aunque ello signifique desafiar toda convención y romper toda regla por un amor que representa todo cuanto siempre ha deseado; un amor que es perfecto tal como es…

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– Claudia -dijo, apartando un poquito la boca-, quiero que sepas que eres hermosa. Te crees fea porque una vez las circunstancias obligaron a un hombre fundamentalmente débil a abandonarte, y porque tienes treinta y cinco años, estás soltera y eres maestra de escuela. Crees que es imposible que un hombre te encuentre sexualmente atractiva a esa edad. Es incluso probable que te digas que lo de anoche ocurrió solamente porque yo suponía que hoy no estaría libre para proseguir nuestra relación. Estás equivocada en todo eso. Quiero que sepas que eres increíblemente hermosa, porque eres el producto de quien has sido y llegado a ser a lo largo de treinta años de vivir. No serías tan hermosa para mí si fueras más joven, ¿sabes? Y quiero que sepas que eres infinitamente atractiva sexualmente.

Ella simplemente lo miró.

Él le cogió una mano, se la abrió y le puso la palma sobre el bulto de su miembro erecto.

– «Así» de atractiva -dijo.

– Ah -contestó ella.

– Infinitamente atractiva -dijo él.

Ella bajó la mano a su falda y él comenzó a quitarle todas las horquillas del pelo con las dos manos. Iba a tener que rehacerse el peinado después, pensó, sin tener ni cepillo ni espejo. Pero ya pensaría después en eso.

– Es un crimen el que cometes -dijo él cuando el pelo le cayó abundante y ondulado sobre los hombros- al peinar este pelo estirándolo tan cruelmente, Claudia. -Le cogió las manos y la puso de pie-. No eres la mujer de mis sueños. Tienes la razón en eso. Nunca habría soñado contigo, Claudia. Eres única. Me impresionas, me haces sentir humilde.

Ella lo miró a los ojos para ver si había ironía o por lo menos humor en ellos, pero no vio ninguna de las dos cosas. Y entonces dejó de ver con claridad. Pestañeó para desempañar los ojos de las lágrimas. Él se le acercó a quitárselas de la cara con la lengua, después la estrechó en los brazos y la besó, profundo, profundo.

Era hermosa, se repetía ella mientras se desvestían mutuamente, lento, muy lento, interrumpiéndose con frecuencia para acariciarse o abrazarse. Era hermosa. Cuando le hubo quitado la chaqueta, el chaleco, la corbata con su complicado lazo y la camisa, pasó las palmas por los músculos y el ligero vello de su pecho. Él le recorrió todo el cuerpo con las dos manos hasta dejarlas ahuecadas en sus pechos, frotándole los pezones con los pulgares; después bajó la cabeza y se los cogió con la boca, primero uno, luego el otro, succionándoselos de una manera que le hizo bajar un crudo deseo por el vientre hasta la entrepierna.

No se sentía cohibida ni inepta. Era hermosa.

Y deseable.

De lo último no le quedó ninguna duda cuando le quitó los elegantes pantalones de seda, la prenda interior y las calcetas.

Y era hermoso.

Le echó los brazos al cuello, apretando el cuerpo totalmente desnudo al de él, y le buscó la boca con la suya. Él le presionó entre los labios con la lengua y ella suspiró. Él tenía razón, sí que había momentos perfectos, aun cuando los dos estaban palpitantes de deseo y necesidad.

Él echó atrás la cabeza para sonreírle.

– Creo que será mejor que usemos esa cama -dijo-. Será más cómoda de lo que fue el suelo anoche.

– Pero más estrecha.

– Si nuestra idea es dormir, tal vez -concedió él, sonriéndole de una manera que le enroscó los dedos de los pies sobre el duro suelo-. Pero no es dormir lo que queremos, ¿verdad? Es suficientemente ancha para nuestros fines.

Diciendo eso echó atrás las mantas y ella se acostó sobre la sábana y le tendió los brazos.

– Ven.

Él bajó el cuerpo hasta quedar encima y ella abrió las piernas y le rodeó los muslos con ellas. Los dos estaban muy excitados, listos. Él la besó en la boca y en la cara, susurrándole palabras de amor al oído. Ella le correspondía los besos, con los dedos introducidos en su pelo. Entonces él pasó las manos por debajo, ella se arqueó, y la penetró.

Seguía asombrándola el tamaño de su pene. Hizo una lenta inspiración mientras modificaba la posición para facilitarle la penetración hasta el fondo, y entonces apretó los músculos interiores, apresándoselo. No podía haber una sensación más maravillosa en el mundo.

Aunque tal vez sí. Él retiró el miembro, volvió a embestir, y repitió una y otra vez las retiradas y penetraciones hasta que ella captó su ritmo y adaptó el suyo, sintiendo intensamente el deleite carnal del apareamiento. No podía existir un placer más maravilloso que «ese», tanto durante los primeros minutos de deliciosas embestidas mutuas controladas, como durante los últimos minutos de excitación y placer más intensos y movimientos más urgentes cuando se acercaba el orgasmo.

Y entonces este llegó, para los dos, exactamente en el mismo momento, y ella se abrió a la efusión del amor, dando en igual medida, y ese fue el placer más maravilloso de todos, aunque trascendía toda sensación y todo pensamiento racional o palabras.

Era hermosa. Era deseable.

Y finalmente… Ah.

Finalmente era simplemente una mujer. Simplemente perfecta.

No, pensó, cuando comenzaba a volver lentamente en sí, no retrocedería para cambiar ni un sólo detalle de su vida ni aunque pudiera. Cuando volviera totalmente en sí y recuperara la cordura, tendría que afrontar todo tipo de complejidades, complicaciones e imposibilidades, pero aún no había llegado ese momento. Todavía tenía ese momento presente por vivir.

Él hizo una profunda y audible inspiración y expulsó el aliento en un soplido.

– Ah, Claudia, mi amor -musitó.

Dos palabras que ella guardaría como un tesoro toda una vida. No la tentaría ni la joya más cara si le ofrecieran cambiarlas por ella.

«Mi amor.»

Dichas a ella, Claudia Martin. Era el amor de un hombre. Sólo unas semanas antes eso habría estado fuera de los límites de la credibilidad. Pero ya no. Era hermosa, era deseable y era… Sonrió.

Él había levantado la cabeza y la estaba mirando con los párpados entornados, apartándole el pelo de la cara con una mano.

– Dime qué piensas -le dijo.

Ella abrió los ojos.

– Que soy una mujer.

– Por mucho que cueste creerlo -dijo él, con los ojos risueños-. Lo había notado.

Ella se rió. Él le besó un párpado, luego el otro, y volvió a besarla en los labios.

– Lo que me asombra -dijo-, es que al parecer esa es una idea nueva para ti.

Ella volvió a reírse.

– No tienes ni idea de cómo en una mujer se puede identificar la feminidad con un matrimonio a edad temprana, la producción de un buen número de hijos y el ordenado gobierno de una casa.

– Seguro que podrías haber tenido esas cosas si hubieras querido. McLeith no puede haber sido el único hombre que demostró interés en ti cuando eras jovencita.

– Tuve otras oportunidades.

– ¿Por qué no aceptaste a ninguno de ellos? ¿Por el amor que le profesabas a él?

– En parte por eso, y en parte por no estar dispuesta a decidirme por la comodidad… por encima de la integridad. Deseaba ser una persona además de mujer. Sé que eso podría parecer raro. Sé que a la mayoría de las personas les cuesta entenderlo. Pero era lo que yo deseaba, ser una «persona». Pero comprendí que no podía ser las dos cosas, una persona «y» una mujer. Tuve que sacrificar mi feminidad.

– ¿Lo lamentas? -preguntó él-. Aunque no tuviste mucho éxito, podría añadir.

Ella negó con la cabeza.

– La volvería a sacrificar si pudiera retroceder. Pero fue un sacrificio.

– Me alegra que lo hicieras -dijo él, deslizándole suavemente los labios por el contorno de la mandíbula y el cuello; al levantar la cabeza vio que ella tenía arqueadas las cejas-. Si no la hubieras sacrificado no habrías estado en la escuela para visitarte cuando estuve en Bath. Y si te hubiera conocido en otra parte, no habrías estado libre. Y es posible, además, que yo no te hubiera reconocido.

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