– ¿Reconocido?
– Como los latidos de mi corazón.
A ella se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas. En su mente resonó lo que él dijo ese día en el coche durante el viaje a Londres, cuando Edna y Flora le preguntaron cuál era su sueño.
«Sueño con el amor, con una familia, con una esposa e hijos que estén tan cerca de mí y me sean tan queridos como los latidos de mi corazón.»
En el momento ella lo juzgó muy insincero.
– No digas esas cosas.
– ¿De qué ha ido esto, entonces? -preguntó él, arreglándoselas para cambiar la posición de los dos de forma que él quedó en el lado interior, con la espalda pegada a la pared, y ella de cara a él, sujeta por sus brazos, no fuera que se cayera de la cama-. ¿De sexo?
Ella lo pensó un momento.
– Buen sexo -dijo al fin.
– Concedido. Pero no te he traído aquí para una buena relación sexual, Claudia. Ni siquiera sólo o principalmente para eso.
Ella no le preguntó para qué la había traído, pero él le contestó la pregunta tácita de todos modos.
– Te he traído aquí porque te quiero, te amo, y creo que tú también me amas. Porque estoy libre y tú estás libre. Porque…
Ella le puso las yemas de los dedos sobre los labios. Él se las besó y sonrió.
– No estoy libre. Tengo una escuela de la que soy la directora. Tengo niñas y profesores que dependen de mí.
– ¿Y tú dependes de ellos?
Ella frunció el ceño.
– Es una pregunta válida. ¿Dependes de ellos? ¿Tu felicidad, tu identidad, dependen de continuar con tu escuela? Si dependen, tienes un verdadero argumento. Tienes tanto derecho a buscar tu felicidad como yo a buscar la mía. Por suerte, es posible administrar Willowgreen desde la distancia, como lo ha sido los últimos años. Me iré a vivir a Bath con Lizzie. Viviremos ahí contigo.
– No seas tonto.
– Seré todo lo tonto que haga falta para hacer funcionar las cosas entre nosotros, Claudia. Estuve doce años en una relación fundamentalmente árida aun cuando le tenía cariño a la pobre Sonia, al fin y al cabo ella me dio a Lizzie. Este año he estado a un pelo de entrar en un matrimonio que sin duda me habría producido infelicidad todo el resto de mi vida. Ahora, de repente, esta noche, estoy libre. Y deseo elegir la felicidad, por fin. Y el amor.
– Joseph, eres un aristócrata. Algún día serás duque. Mi padre era un caballero del campo. Yo he sido institutriz y profesora durante dieciocho años. Sencillamente no puedes renunciar a todo lo que eres para vivir en la escuela conmigo.
– No tendría que renunciar a nada, y no podría ni aunque quisiera. Pero ninguno de los dos tiene que sacrificar su vida por el otro. Los dos podemos vivir, Claudia, y amar.
– A tu padre le daría una apoplejía.
– Probablemente no. Reconozco, sí, que hay que abordarlo con cautela respecto a este asunto, pero con firmeza. Soy su hijo, pero también soy persona por derecho propio.
– Tu madre…
– Adoraría a cualquiera que me hiciera feliz.
– La condesa de Sutton…
– Wilma puede pensar, decir o hacer lo que quiera. Mi hermana no va a gobernar mi vida, Claudia. Ni la tuya. Tú eres más fuerte que ella.
– La alta sociedad…
– Se puede ir al diablo, por lo que a mí respecta. Pero hay precedentes a mantas. Bewcastle se casó con una maestra de escuela rural y se ha salido con la suya. ¿Por qué yo no puedo casarme con la dueña y directora de una respetada escuela de niñas?
– ¿Me vas a dejar terminar una frase?
– Soy todo oídos.
– Yo no podría de ninguna manera llevar la vida de una marquesa ni de una duquesa. No podría alternar periódicamente con la alta sociedad. Y no podría ser tu esposa. Necesitas herederos. Tengo treinta y cinco años.
– Yo también. Y un heredero bastaría. O ninguno. Prefiero casarme contigo y no tener hijos aparte de Lizzie, que casarme con otra y tener doce hijos varones.
– Todo eso suena muy bien, pero no es práctico.
– Buen Dios, claro que no -convino él-. Con todos esos niños no tendría ni un solo momento de paz en mi casa.
– ¡Jo-seph!
– Clau-dia.
Le puso un dedo a lo largo de la nariz y le sonrió. En el hogar crujió un leño, se quebró y cayó. Las llamas comenzaron a apagarse. El interior de la pequeña habitación estaba tan caliente como una tostada, comprobó ella.
– Cierto que hay algunos problemas -dijo él-. Somos de mundos diferentes, y parece que será difícil lograr que encajen. Pero no imposible, me niego a creer eso. Puede que la idea de que el amor lo vence todo parezca tontamente idealista, pero yo creo en ella. ¿Cómo podría creer otra cosa? Si el amor no puede vencerlo todo, ¿qué puede? ¿El odio? ¿La violencia? ¿La desesperación?
– Joseph -suspiró ella-. ¿Y Lizzie?
– Te quiere muchísimo. Y si te casas conmigo y vives con nosotros, ella dejará de temer que le quites el perro.
– Eres desesperante, ¿sabes?
– Pero ya no te queda ni pizca de convicción en la voz. Te estoy ganando. Reconócelo.
A ella volvieron a llenársele los ojos de lágrimas.
– Joseph. Esto no es una competición. «Es» imposible.
– Conversémoslo mañana. Yo iré a Lindsey Hall a ver a Lizzie y entonces podremos hablar. Pero tal vez antes de marcharte de aquí esta noche deberías hablar con mis primos, Neville, Lauren y Gwen. Tal vez sea mejor que no hables con Wilma, aunque ella podría decirte lo mismo. Todos te dirán que yo nunca jugué limpio cuando era un muchacho. Era absolutamente detestable. Y sigo no jugando limpio cuando deseo mucho, mucho, algo.
Mientras hablaba se había ido apretando más a ella, si eso era posible, y le estaba mordisqueando la oreja y el lado del cuello al tiempo que le acariciaba la cadera, la nalga y luego la espalda hacia arriba, hasta que volvieron a enroscársele los dedos de los pies.
– Será mejor que nos vistamos y volvamos a la casa -dijo-. Sería muy vergonzoso si todos estuvieran listos para volver a Lindsey Hall y no me encontraran por ninguna parte.
– Mmm -musitó él en su oído-. Dentro de un momento. O dentro de varios momentos podría ser mejor. -Entonces cambió nuevamente la posición de los dos, esta vez dejándola encima de él a todo lo largo-. Ámame. Deja de lado las cosas prácticas y las imposibles. Ámame, Claudia. Mi amor.
Ella separó las piernas hasta apoyar las rodillas a ambos lados de las caderas de él y se incorporó afirmándose con los brazos para mirarlo. Su pelo cayó formando una especie de cortina alrededor, enmarcándolos.
– Erase una vez -dijo, suspirando de nuevo-, yo creía que era una mujer de fuerte voluntad.
– ¿Soy una mala influencia para ti?
– Malísima -contestó ella, severa.
– Estupendo -dijo él, sonriendo de oreja a oreja-. Ámame.
Ella lo amó.
Era un día de mucho viento. Unas nubes blancas se deslizaban veloces por el cielo, tapando y destapando al sol, de forma que un instante el suelo estaba bañado de luz y al siguiente cubierto de sombras. Los árboles se mecían agitando las ramas, y las flores movían de aquí para allá sus pétalos. Pero hacía calor. Y, en potencia, era el día más hermoso de su vida, pensó Joseph cuando estaba llegando a Lindsey Hall a última hora de la mañana. En potencia.
Hasta el momento no había sido un día fácil.
Su padre ya había temblado de furia sólo con enterarse de la noticia de que Portia se había fugado con McLeith. No justificó ni disculpó su conducta ni por un instante, muy lejos de eso, pero le echó la culpa a él de haberla impulsado a tomar esa medida tan drástica.
«Su deshonra te pesará en la conciencia mientras vivas -le dijo-. Es decir, si tienes conciencia.»
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