– ¿No ha dicho «mejores» cosas, por una casualidad?
– Sí, eso dijo.
Daba la impresión de que Claudia Martin estaba más espinosa que un erizo esa mañana. Había tenido una noche, bueno, unas cuantas horas en todo caso, para consultar sus recuerdos de esa noche con la almohada.
– Estoy pensando en vender la casa de Londres -dijo-. Estoy haciendo planes para llevarte a vivir en Willowgreen. Es una casa grande en el campo, toda rodeada de jardines. Ahí habrá espacio para ti, y aire fresco, flores y pájaros, instrumentos musicales y…
– ¿Y tú, papá?
– Y yo. Podremos vivir en la misma casa todo el tiempo, Lizzie. Ya no tendrás que esperar mis visitas, y yo no tendré que esperar hasta que no haya ninguna otra obligación para poder ir por fin a visitarte. Estaremos juntos todos los días. Yo estaré en casa, y será tu casa también.
– ¿Y la señorita Martin?
– ¿Te gustaría eso?
– Me gustaría «sobremanera», papá. Ella me enseña cosas, y es divertido. Y me gusta su voz. Me siento segura con ella. Y yo creo que le caigo bien. No, creo que me quiere.
– ¿Incluso cuando está enfadada?
– Yo creo que esta mañana estaba enfadada porque desea casarse contigo, papá.
Lo cual tenía que ser perfecta lógica femenina, supuso él.
– ¿No te molestaría, entonces, que yo me casara con ella?
Ella chasqueó la lengua.
– Tonto. Si te casas con ella, ella será para mí una especie de mamá, ¿verdad? Yo quería a mi madre, papá, de verdad. La echo terriblemente de menos, pero me gustaría tener una nueva mamá, si es la señorita Martin.
– No una especie de mamá -dijo él-. Sería tu madrastra.
– Una especie de madrastra. Soy bast… soy tu hija del amor. No soy tu hija de verdad, de verdad. Mi madre me explicó eso.
Él chasqueó la lengua, la cogió firmemente de la mano, abrió la puerta y la llevó en dirección a la escalera. El perro los siguió al trote.
Claudia seguía en el aula. Julia Jones, no; había terminado de tocar su pieza en la espineta y se había ido a hacer otras cosas.
– Necesito tu opinión sobre una cosa -dijo, cerrando firmemente la puerta, mientras Claudia se levantaba y juntaba las manos junto a la cintura, con la espalda recta como una vara y los labios apretados en una delgada línea-. Lizzie acaba de informarme de que si te casaras conmigo serías para ella una especie de madrastra. No su madrastra de pleno derecho porque ella no es mi hija de pleno derecho. Es mi hija del amor, y ella entiende que eso es un amable eufemismo para no decir hija bastarda. ¿Tiene razón? ¿O está equivocada?
Lizzie, que había retirado la mano de la de él, volvía la cara del uno al otro como si realmente los viera.
– Uy, Lizzie -dijo Claudia, suspirando, relajando la postura y transformándose totalmente, pasando en un segundo de ser una maestra de escuela severa y almidonada a una mujer cariñosa-: Yo no sería tu «especie» de madrastra, y ni siquiera tu madrastra, a no ser en términos estrictamente jurídicos. Ni siquiera sería tu especie de madre. Sería tu mamá. Te querría tan tiernamente como cualquier mamá ama a su hija. Eres una hija del amor en todos los mejores sentidos de la palabra.
– ¿Y qué pasaría si…? -Preguntó Lizzie, mientras él miraba a Claudia sin pestañear y ella miraba sin pestañear cualquier cosa que no fuera él; no eso era injusto, estaba mirando fijamente a su hija-. ¿Y si usted y mi papá tuvieran hijos? ¿Hijos «legítimos»?
– Pues los querría a ellos también -dijo Claudia, con un interesante tinte rosa en las mejillas-. Igual. Ni más, ni menos. El amor no tiene por qué dividirse en partes, Lizzie. Es lo único que nunca disminuye cuando uno lo da. En realidad, sólo aumenta. A los ojos del mundo, es cierto, siempre serías diferente de cualquier hijo que pudiéramos tener tu padre y yo si nos casáramos. Pero a mis ojos no habría ninguna diferencia.
– Ni a los míos -dijo Joseph con firmeza.
– Vamos a vivir en Willowgreen, los tres -dijo Lizzie, caminando hacia Claudia con las manos extendidas hasta que ella se las cogió-. Y Horace . Es una casa que tiene mi papá en el campo. Y usted me enseñará cosas, y mi papá también, y yo tendré todas mis historias escritas, y haré un libro con ellas, y tal vez a veces vayan a visitarnos mis amigas, y cuando haya un bebé yo lo cogeré en brazos y lo meceré todos los días y…
– Lizzie -dijo Claudia, apretándole las manos; el tinte rosa de sus mejillas ya era rojo subido-, tengo una escuela en Bath, que debo dirigir. Tengo a niñas esperándome ahí, y profesores. Tengo una «vida» esperándome ahí.
Lizzie tenía la cara levantada hacia la de ella. Se le agitaron los párpados y se le movió la boca, ya antes de hablar.
– ¿Esas niñas son más importantes que yo, entonces? -preguntó-. ¿Esos profesores son más importantes que mi papá? ¿Esa escuela es más bonita que Willowgreen?
Joseph ya no pudo seguir callado.
– Lizzie, eso es injusto. La señorita Martin tiene su propia vida para vivir. No podemos esperar que se case conmigo y se vaya a vivir con nosotros a Willowgreen sólo porque nosotros lo deseamos, porque la amamos y no sabemos cómo vivir sin ella.
Estaba mirando a Claudia, que estaba visiblemente afligida, hasta cuando él dijo esas últimas palabras; entonces pareció indignada. Él se arriesgó a sonreír.
Lizzie se soltó las manos.
– ¿No ama a mi papá?
Claudia suspiró.
– Ah, sí que lo amo. Pero la vida no es tan sencilla, Lizzie.
– ¿Por qué no? La gente siempre dice eso. ¿Por qué no es sencilla la vida? Si usted me ama y ama a mi papá, y nosotros la amamos, ¿qué puede ser más sencillo?
– Creo que será mejor que salgamos a dar una caminata -dijo Joseph-. Esta conversación entre tres no es justa para la señorita Martin, Lizzie. Somos dos contra una. Yo ya sacaré el tema otra vez cuando estemos solos. Ten, coge la correa del perro y demuéstranos que sabes encontrar el camino para salir de la casa y llegar hasta el lago sin ayuda de nadie.
– Ah, pues claro que sé. Mírame.
– Eso pretendo.
Pero cuando al cabo de unos minutos los tres salieron de la casa, Lizzie se detuvo y ladeó la cabeza. Al parecer oía otra cosa por encima del sonido del agua al caer en la enorme fuente. Estaban llegando la señorita Thompson con las niñas. Lizzie levantó una mano, saludándolas y gritó:
– ¿Molly? ¿Doris? ¿Agnes?
Todas las niñas del grupo se acercaron y se inclinaron en reverencias.
– Voy a ir con vosotras -les dijo Lizzie-. Mi papá desea estar solo con la señorita Martin. Dice que es injusto para ella que seamos dos contra una.
La señorita Thompson miró a Claudia con los labios fruncidos y los ojos bailando de risa.
– ¿No te vas a marchar hoy, entonces, Claudia? Yo se lo comunicaré a Wulfric. Tú vete, y que disfrutes del paseo.
Diciendo eso hizo entrar a las niñas en la casa, y a Lizzie también.
– Muy bien -dijo Joseph, ofreciéndole el brazo-. Esta será una pelea entre dos, juego limpio. Es decir, si deseas pelear. Yo prefiero con mucho hacer planes para una boda.
Ella se cogió firmemente las manos junto a la cintura y se giró en dirección al lago. El viento le agitaba el ala de la pamela de paja, la misma de siempre.
Eleanor la había estado esperando en su habitación esa noche, o, mejor dicho, esa madrugada. Ella le contó gran parte de lo ocurrido durante la fiesta y posiblemente Eleanor adivinó el resto.
Le repitió el ofrecimiento de asumir la dirección de la escuela e incluso el de comprársela. La instó a pensarlo todo detenidamente, a no tomar una decisión precipitada, a no decidir basándose en lo que «debía» hacer sino en lo que «deseaba».
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