«Supongo -le dijo finalmente-, que sería muy manido y simplificar demasiado aconsejarte que sigas los dictados de tu corazón, Claudia, y no estoy en absoluto cualificada para darte ese consejo, ¿verdad? Pero… Bueno, en realidad no es asunto mío y ya hace rato que debería haberme ido a acostar. Buenas noches.»
Pero no bien acababa de salir de la habitación y cerrar la puerta, cuando volvió a abrirla y asomó la cabeza.
«Te lo voy a decir de todos modos. Haz lo que te dice tu corazón, por el amor de Dios, Claudia, tontita.»
Esa mañana, al parecer, ya todos «lo sabían».
Era atrozmente embarazoso, por decirlo suave.
– Me siento -dijo a Joseph cuando iban en dirección al lago- como si estuviera en un escenario, totalmente rodeada de público.
– ¿Esperando en suspenso, con el aliento retenido, tus palabras finales? No puedo saber si soy parte del público o tu compañero actor, Claudia. Pero si soy el actor, no puedo haber ensayado contigo la obra porque si la hubiera ensayado sabría cuáles son esas palabras.
Continuaron en silencio hasta llegar a la orilla del lago.
– Es imposible -dijo ella, observando que el viento levantaba olas con crestas blancas en el agua.
– No, no es imposible. Ni siquiera improbable. Yo diría que es probable, aunque de ninguna manera seguro. Es esa pequeña incertidumbre la que me tiene con el corazón golpeándome las costillas, las rodillas tan débiles que no son capaces de mantenerme erguido y el estómago con ganas de dar saltos mortales.
– Tu familia no me aceptaría jamás -dijo ella.
– Mi madre y mi hermana ya te han aceptado, y mi padre no me ha desheredado.
– ¿Podría?
– No -sonrió él-. Pero podría hacerme la vida tremendamente desagradable. Pero no lo hará. Quiere más a sus hijos de lo que estaría dispuesto a reconocer. Y está mucho más dominado por mi madre de lo que pretende.
– No puedo darte hijos.
– ¿Estás segura?
– No.
– Cualquier chica recién salida del aula podría no darme hijos si me casara con ella. Sabes que muchas mujeres no pueden concebir. Tal vez tú puedes. Espero que puedas, debo confesar. Está todo ese aburrido asunto de asegurar la sucesión, por supuesto, pero, más importante que eso, me gustaría tener hijos contigo, Claudia. Pero lo que verdaderamente deseo es pasar el resto de mi vida contigo. Y no estaríamos solos. Tendríamos a Lizzie.
– No puedo ser marquesa -dijo ella-, ni duquesa. No sé nada de lo que se esperaría de mí, y ya soy demasiado mayor para aprender. En todo caso no sé si desearía aprender. Me gusto tal como soy. Decir eso es engreimiento tal vez, y sugiere una mala disposición a cambiar y a crecer. Estoy dispuesta a hacer ambas cosas, pero preferiría elegir las maneras de crecer.
– Elige cambiar lo suficiente para dejarme entrar en tu vida, entonces -dijo él-. Por favor, Claudia, eso es todo lo que te pido. Si no quieres que Lizzie y yo vivamos en Bath contigo, pues vente a vivir con nosotros a Willowgreen. Hazla tu casa, tu hogar. Hazla tu vida. Haz lo que desees. Pero ven, por favor, ven.
De repente ella sintió la irrealidad de la situación. Era como si hubiera retrocedido un paso, saliendo de sí misma, y lo viera a él como a un desconocido otra vez, como cuando lo vio por primera vez en el salón para visitas de la escuela. Vio lo elegante, aristocrático y seguro de sí mismo que era. ¿Cómo podía ser posible que le estuviera suplicando que se casara con él? ¿Cómo era posible que la amara? Pero sabía que la amaba. Y sabía que esa imagen de él no podría retenerla en la mente más de unos segundos. Al mirarlo otra vez sólo vio a su amado Joseph.
– Creo que en Willowgreen deberíamos hacer algo parecido a mi escuela -dijo-. Aunque diferente. El desafío de educar a Lizzie, cuando pensaba que podría ser alumna, me ha entusiasmado, porque, claro, he visto que es absolutamente posible llenarla de la dicha de aprender. No sé por qué nunca se me había ocurrido introducir entre mis alumnas a niñas con discapacidades. Podría haber algunas en Willowgreen. Podríamos acoger, incluso adoptar, a otras niñas ciegas, a niñas con otras discapacidades, sean físicas o mentales. Anne fue una vez institutriz de la prima del marqués de Hallmere, a la que consideraban simplona. Es la jovencita más encantadora imaginable. Se casó con un pescador, le ha parido dos hijos y le lleva la casa, y es todo lo feliz que se puede ser.
– Adoptaremos a muchas de esas niñas -dijo él dulcemente-, y Willowgreen será su escuela y su hogar. Las amaremos, Claudia.
Ella lo miró y suspiró.
– No resultaría. Es un sueño demasiado ambicioso.
– Pero de eso va la vida. Va de soñar y de hacer realidad esos sueños con esfuerzo y resolución, y amor.
Ella lo miró muda.
Justo en ese momento se presentó una interrupción.
Por entre los árboles, a cierta distancia, aparecieron los marqueses de Hallmere con sus dos hijos mayores y los condes de Rosthorn con sus niños, al parecer de vuelta de una caminata. Todos agitaron alegremente las manos, y no habrían tardado en perderse de vista si la marquesa no se hubiera detenido de repente a mirarlos. Entonces se separó del grupo y echó a andar hacia ellos a largos pasos. El marqués la siguió más lento, mientras los demás continuaban caminando hacia la casa.
Durante esa semana, Claudia había llegado a reconocer, si bien de mala gana, que la ex lady Freyja Bedwyn no era el monstruo que había sido de niña. De todos modos la fastidió inmensamente que viniera a entrometerse durante esa conversación, que era claramente privada.
– Señorita Martin -le dijo esta, después de obsequiar a Joseph con una simple inclinación de cabeza-. He oído decir que está pensando en traspasarle la escuela a Eleanor.
Claudia arqueó Las cejas.
– Me alegra que presuma de saber lo que estoy pensando.
Medio le pareció ver que los dos hombres intercambiaban una mirada, con sus rostros impasibles.
– Encuentro raro que haga eso justo cuando acaba de lograr una independencia total -dijo lady Hallmere-. Pero he de decir que lo apruebo. Siempre la he admirado, después que tuvo el valor de abandonarme, pero nunca me cayó bien hasta esta semana pasada. Se merece la oportunidad de ser feliz.
– Freyja -dijo el marqués, cogiéndole el codo-. Creo que estamos interrumpiendo algo aquí. Y tus palabras sólo van a causar azoramiento.
Pero Claudia ni lo oyó. Estaba mirando fijamente a lady Hallmere.
– ¿Cómo sabe que acabo de conseguir mi independencia? ¿Cómo sabe lo de mi benefactor?
Lady Hallmere abrió la boca como si fuera a contestar y luego la cerró y se encogió de hombros.
– ¿No lo sabe todo el mundo? -preguntó, despreocupadamente.
Tal vez Eleanor dijo algo, pensó Claudia. O Susanna. O Anne. O incluso Joseph.
Pero se sentía como si alguien le hubiera golpeado la cabeza con un enorme mazo. Sólo que esa violencia le habría obnubilado la capacidad para pensar, mientras que en ese momento se sentía con la mente más despejada y clara que nunca. Podía pensar en varias cosas a la vez.
Pensó en Anne, que por una muy extraña coincidencia le solicitó al señor Hatchard un puesto de profesora en su escuela cuando vivía a sólo un tiro de piedra de la casa del marqués de Hallmere en Cornualles.
Pensó en Susanna, a la que le enviaron como alumna de régimen gratuito a los doce años, muy poco después de la coincidencia de que solicitara el puesto de doncella de lady Freyja.
Pensó en la visita que hiciera lady Freyja Bedwyn a la escuela una mañana hacía varios años. ¿Cómo se enteró de la existencia de la escuela y cómo supo dónde encontrarla?
Pensó en Edna, cuando le contó, sólo hacía unas semanas, que lady Freyja supo lo del asesinato de sus padres años atrás, justo antes de que la enviaran a la escuela de Bath.
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