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Susan Mallery: Simplemente perfecto

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Susan Mallery Simplemente perfecto

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Cuando la mejor amiga de Pia O’Brian murió, ésta esperaba heredar a su querido gato, pero, en lugar de eso, Crystal le dejó tres embriones congelados. Pia no creía que estuviera preparada para la maternidad. Sin embargo, dispuesta a cumplir el sueño de su amiga, decidió convertirse en madre soltera… y ese mismo día conoció a un hombre guapísimo y sexy. Raúl Moreno, un famoso ex jugador de fútbol americano que se había criado en una casa de acogida, era ahora más rico de lo que podría haber imaginado nunca y dirigía un campamento para los niños necesitados de Fool’s Gold. Aunque después de su última relación había decidido olvidarse de las mujeres, no podía sacarse de la cabeza a la dulce y sexy Pia… y le propuso un descabellado plan.

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Susan Mallery Simplemente perfecto Amor en Fools Gold3 Las hermanas Keyes - фото 1

Susan Mallery

Simplemente perfecto

Amor en Fool's Gold,3 – Las hermanas Keyes, 4

Título original: Finding perfect

Traducido por: Esther Mendía Picazo

A Jenel;

igual que Pia, eres organizada, entregada y encantadora.

Fool’s Gold estaría perdido sin ella

y yo estaría perdida sin ti.

Mil gracias por todo lo que haces

Capítulo 1

– ¿Cómo que me ha dejado los embriones? Se supone que yo me quedo con el gato -Pia O’Brian se detuvo lo suficiente como para llevarse la mano al pecho. El impacto de oír los detalles del testamento de Crystal había sido suficiente como para detener el más fuerte de los corazones y el de Pia estaba dañado por la pérdida de su amiga.

Se sintió aliviada al ver que su corazón aún latía, aunque la velocidad a la que bombeaba era de lo más desconcertante.

– Es el gato -repitió, hablando lo más claramente posible para que la bien vestida abogada que tenía sentada en frente la comprendiera-. Se llama Jake . No soy una persona que le gusten los animales, pero hemos hecho las paces. Creo que le caigo bien, aunque cuesta saberlo porque es muy reservado. Supongo que igual que la mayoría de los gatos.

Pia pensó en llevar al gato para que la abogada lo viera con sus propios ojos, pero no estaba segura de que eso fuera a servir de algo.

– Crystal jamás me dejaría a sus bebés -añadió con un susurro, principalmente porque era verdad. Ella no había tenido instinto maternal en toda su vida. Ocuparse del gato ya había sido un gran paso para ella.

– Señorita O’Brian -dijo la abogada con una breve sonrisa-, Crystal fue muy clara en su testamento. Ella y yo hablamos en varias ocasiones durante el avance de su enfermedad. Quería que usted se quedara con sus embriones. Solo usted.

– Pero yo… -Pia tragó saliva.

Embriones. En alguna parte de un laboratorio habría tubos de ensayo congelados u otros contenedores y dentro de ellos se encontrarían esos potenciales bebés que su amiga tanto había anhelado.

– Sé que es un impacto -dijo la abogada, una elegante mujer de unos cuarenta años ataviada con un traje de chaqueta-. Crystal dudaba si decirle o no lo que había hecho. Al parecer, decidió no decírselo antes de tiempo.

– Probablemente porque sabía que intentaría convencerla de lo contrario -murmuró Pia.

– Por ahora, no tiene que hacer nada. Las tarifas de conservación están pagadas durante los próximos tres años. Hay algunos documentos que rellenar, pero podemos ocupamos de ello más adelante.

Pia asintió.

– Gracias -dijo y se levantó. Una breve mirada a su reloj le dijo que iba a tener que darse prisa o llegaría tarde a su cita de las diez y media en la oficina.

– Crystal la eligió por una razón -dijo la abogada mientras Pia caminaba hacia la puerta.

Pia le lanzó a la mujer una tensa sonrisa y fue hacía las escaleras. Unos segundos después, ya estaba fuera, respirando hondo y preguntándose cuándo dejaría de girar el mundo.

Eso no podía estar pasando, se dijo cuando echó a andar. No podía ser. ¿En qué había estado pensando Crystal? Había docenas de otras mujeres a las que podía haberles dejado los embriones. Cientos, probablemente. Mujeres a las que se les daban bien los niños, que sabían cocinar, reconfortarlos y tomarles la temperatura con el dorso de la mano.

Ella ni siquiera podía mantener viva una planta y se le daba fatal dar abrazos, tanto que su último novio se había quejado de que ella siempre era la que se separaba primero. Probablemente porque el hecho de que la abrazaran demasiado rato hacía que se sintiera atrapada, y ésa no era exactamente una buena cualidad para una madre potencial.

Su estómago estaba cada vez más agitado. ¿En qué había estado pensando Crystal y por qué? ¿Por qué ella? Eso era lo que no podía entender. ¡Cómo había podido su amiga tomar una decisión así sin ni siquiera mencionárselo!

Fool’s Gold era la clase de lugar donde todo el mundo conocía a todo el mundo y era difícil guardar secretos, pero al parecer, Crystal había logrado romper con las convenciones y guardarse una gran cantidad de información.

Pia llegó a su oficina. La primera planta del edificio albergaba varios negocios de ventas al por menor: una tienda de tarjetas, una tienda de regalos y pastelería donde vendían los mejores dulces y Libros Morgan. Su oficina estaba arriba.

Al llegar al segundo piso, vio a un hombre alto de pie junto a la puerta de su despacho.

– Hola -dijo ella-. Siento llegar tarde.

El hombre se giró.

Había una ventana detrás de él, así que no pudo verle la cara, pero sabía las citas que tenía por la mañana y el nombre del hombre al que tenía que ver. Raúl Moreno era alto y tenía unos hombros enormes. A pesar del inusual frío día de septiembre, no se había molestado en ponerse una chaqueta. Por el contrario, llevaba únicamente una camiseta con el cuello en V y unos vaqueros oscuros.

«Menudo hombre», pensó sin darse cuenta. Y tenía sentido. Raúl Moreno era un exjugador de fútbol americano, había jugado con los Cowboys de Dallas. Después de diez años, se había retirado cuando estaba en lo más alto y había desaparecido de la vida pública. El año anterior, había aparecido en Fool’s Gold para participar en un torneo de golf benéfico. Por razones que no lograba entender, él se había quedado allí.

Según se acercaba, pudo ver esos grandes ojos oscuros y ese hermoso rostro. Tenía una cicatriz en la mejilla, probablemente por haber protegido a una anciana durante un asalto callejero. Tenía reputación de ser un tipo simpático y ella tenía la regla de no confiar jamás en la gente simpática.

– Señorita O’Brian -comenzó a decir él-. Gracias por recibirme.

Ella abrió la puerta del despacho y le indicó que entrara.

– Pia, por favor. Ya me van acechando mis años de «señorita O’Brian», pero aún no estoy preparada para que se dirijan a mí de ese modo.

Él era tan guapo que bien podía haberla distraído. Bajo otras circunstancias, probablemente habría sucedido, pero en ese momento estaba demasiado ocupada preguntándose si los tratamientos de quimio le habrían dañado el cerebro a Crystal. Su amiga siempre había parecido muy racional, pero estaba claro que eso no había sido más que una fachada.

Pia le indicó a Raúl que se sentara frente a su escritorio y colgó su chaqueta en el perchero.

Su despacho era pequeño, pero funcional. Tenía una habitación principal de buen tamaño con un calendario de los últimos tres años que cubría la mayor parte de una pared.

Pósteres de distintos festivales celebrados en Fool’s Gold ocupaban el resto de la pared. Tenía un almacén y un aseo en la parte trasera, varios armarios y un archivador compulsivamente organizado. Normalmente seguía la regla de ir a hacer visitas en lugar de recibirlas, pero en esa ocasión había resultado más práctico y había tenido más sentido que Raúl se pasara por su despacho.

Claro que eso había sido antes de descubrir que le habían legado tres posibles hijos congelados.

Fue hacia la pequeña nevera que tenía en una esquina y le dijo:

– Tengo refrescos light y agua, aunque tú no tienes pinta de hacer dietas.

Él enarcó una ceja.

– ¿Estás preguntándomelo o diciéndomelo?

Ella sonrió.

– ¿Me equivoco?

– El agua está bien.

– Lo sabía.

Sacó una botella y una lata de refresco y volvió al escritorio. Después de darle la botella, se sentó y miró el bloc amarillo que tenía delante. Había algo escrito en él; podía distinguir algunas letras, pero no palabras enteras y mucho menos frases.

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