Mary Balogh - Simplemente Perfecto

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Alto, moreno y exquisitamente sensual, él es la personificación de la perfección masculina. No es que Claudia Martin esté buscando un amante. Ni un esposo. Como propietaria y directora de la academia de la señorita Martin en Bath, hace mucho que se resignó a vivir sin amor. Hasta que Joseph, marqués de Attingsborough, llega sin previo aviso y la tienta a arrojar por la borda toda una vida de decencia por una aventura que sólo puede conducirle a la ruina.
Joseph tiene sus propias razones para buscar a Claudia. Inmediata e irresistiblemente atraído por la delicada profesora, se embarca en un plan de seducción que los llevará a ambos a anhelar algo más. Pero, como heredero de un prestigioso ducado, se espera que Joseph continúe con el legado de la familia. Y Claudia sabe que no hay lugar para ella en su mundo.
Ahora, dicho mundo está a punto de verse sacudido por el escándalo. Un matrimonio concertado, un secreto que conmocionará a la sociedad y un hombre proveniente del pasado de Claudia, conspiran para separar a los amantes. Pero Joseph está decidido a hacer suya a Claudia a toda costa. Aunque ello signifique desafiar toda convención y romper toda regla por un amor que representa todo cuanto siempre ha deseado; un amor que es perfecto tal como es…

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Recordó todas las veces que, a lo largo de los años, Anne y Susanna habían intentado decirle que tal vez lady Freyja, marquesa de Hallmere, no era tan mala como ella la recordaba.

Pensó en lady Hallmere y en su cuñada, que cuando necesitaron nuevas institutrices para sus hijos las buscaron en su escuela.

Pensó…

Si la verdad fuera un enorme mazo, pensó, seguro que ya hacía años que le habría aplastado la cabeza hundiéndosela entre los hombros.

– Era usted -dijo. Las palabras le salieron apenas en un susurro-. ¡Era usted!

Lady Hallmere arqueó altivamente las cejas.

– Era usted -repitió Claudia-. Usted era la benefactora de la escuela.

– Ah, diablos -dijo Joseph.

– Ahora sí que la has fastidiado -dijo el marqués de Hallmere, como si se sintiera divertido-. Se ha descubierto el proverbial pastel, Free.

– Era usted -repitió Claudia, mirando horrorizada a su ex alumna.

Lady Hallmere se encogió de hombros.

– Soy muy rica.

– Era una niña cuando yo abrí la escuela.

– Wulf fue un tutor de novela gótica en muchos sentidos -dijo lady Hallmere-, pero tratándose de dinero era extraordinariamente progresista. Todos tuvimos acceso a nuestras fortunas cuando éramos muy jóvenes.

– ¿Por qué?

Lady Hallmere se golpeó el costado con la mano y Claudia supuso que se sentiría más cómoda si tuviera una fusta en la mano. Volvió a encogerse de hombros.

– Nadie aparte de usted me plantó cara jamás -dijo-, hasta que conocí a Joshua. Wulfric sí, por supuesto, pero era diferente, era mi hermano. Supongo que me dolía que nuestros padres hubieran muerto, dejándonos abandonados. Deseaba llamar la atención. Deseaba que alguien que no fuera mi hermano me obligara a comportarme. Usted lo hizo abandonándome. Pero no se había muerto, señorita Martin. Y yo podía vengarme de usted aunque no podía vengarme de mi madre. No puede imaginarse la satisfacción que me ha dado a lo largo de los años saber que usted dependía de mí, aun cuando al mismo tiempo me detestaba.

– Yo no…

– Ah, sí que dependía.

– Sí, dependía.

Joseph se aclaró la garganta y el marqués de Hallmere se rascó la cabeza.

– Fue una venganza magnífica -dijo Claudia.

– Siempre lo he pensado -reconoció lady Hallmere.

Se miraron, Claudia con los labios apretados y lady Hallmere fingiendo una altiva despreocupación que no era nada convincente.

– ¿Qué puedo decir? -dijo Claudia al fin.

Se sentía horriblemente avergonzada. Le debía muchísimo a esa mujer. También le debían muchísimo sus alumnas de no pago, del pasado y del presente. Sin esa mujer Susanna se habría encontrado perdida, Anne podría haber continuado llevando una desgraciada existencia con David en Cornualles. La escuela no habría prosperado.

Ah, santo Dios, no era posible que se lo debiera todo nada menos que a ¡lady Hallmere! Pero se lo debía.

– Creo, señorita Martin -dijo lady Hallmere-, que lo dice todo en la carta que dejó con el señor Hatchard hace unas semanas. Aprecio su gratitud, pero no la necesito. Lamento haber hablado con tanta precipitación hace un momento. Habría preferido que usted no lo supiera nunca. No debe de ninguna manera sentirse en deuda conmigo, pensar que tiene obligaciones hacia mí. Eso sería ridículo. Vamos, Joshua, creo que estamos de más aquí.

– Eso fue lo que intenté decirte, cariño -dijo él.

Claudia le tendió la mano. Lady Hallmere se la miró y luego se la cogió.

Se estrecharon las manos.

– Bueno -dijo Joseph cuando la pareja ya se había alejado-, esta obra está llena de giros inesperados, pero creo que aún faltan por decir las palabras finales, mi amor, y debes decirlas tú. ¿Cuáles van a ser?

Ella se giró del todo hacia él.

– Qué tonto es el concepto «independencia». La independencia no existe, ¿verdad? Nadie es jamás independiente de los demás. Todos nos necesitamos. -Lo miró, exasperada-. ¿Me necesitas?

– Sí.

– Y yo te necesito. Uy, Joseph, no sabes cuánto te necesito. No me cabe duda de que cambiar mi vida ahora para darle un rumbo totalmente nuevo va a ser tan aterrador como lo fue cuando tenía diecisiete años, pero si pude hacerlo entonces, cuando había perdido un amor, ciertamente puedo hacerlo ahora, cuando he encontrado uno. Lo voy a hacer. Me voy a casar contigo.

Él le sonrió largamente.

– Entonces, hemos llegado al epílogo.

Hincó una rodilla en la hierba y adoptó una postura pintoresca, muy teatral, con el lago detrás. Le cogió una mano.

– Claudia, mi amor más querido, ¿me harás el inmenso honor de ser mi esposa?

Ella se rió, aunque en realidad el sonido que le salió se parecía muchísimo a un borboteo.

– Te ves muy ridículo -le dijo-, y bastante romántico en realidad. Y terriblemente apuesto. Ah, sí, por supuesto. Acabo de decírtelo, ¿no? Levántate, Joseph. Te vas a manchar con la hierba la pernera de tus pantalones.

– Bien podría mancharme las dos, entonces. Así quedarán igualadas.

La tironeó hasta que ella se arrodilló también y quedaron cara a cara rodeándose con los brazos.

– Aah, Claudia -musitó, con la boca sobre la de ella-, ¿nos atrevemos a creer en tanta felicidad?

– Ah, sí por supuesto. No voy a renunciar a toda una profesión por algo inferior.

– No, señora-convino él y la besó.

CAPÍTULO 25

Probablemente Bath nunca había conocido un día tan grandioso como aquel en que la señorita Claudia Martin, dueña y directora de la Escuela de Niñas de la Señorita Martin, se casó con el marqués de Attingsborough.

Entre los invitados había tantas personas con título que un bromista que esperaba en medio de la multitud de personas que se habían congregado en el patio exterior de la Pump Room con el fin de ver llegar a la novia, preguntó en voz alta si el resto de Inglaterra estaba vacío de títulos en esos momentos. «Y nadie los echará de menos», añadió, incitando con eso a una mujer grande con un canasto más grande aún colgado del brazo a preguntarle por qué había venido a mirar entonces.

Todo aquel que tenía motivo para atribuirse algún tipo de parentesco con el marqués estaba en la lista de invitados, lógicamente. También estaban una numerosa cantidad de amigos y conocidos, entre ellos todos los Bedwyn, con la excepción de lord y lady Ranulf, que se encontraban a la espera de la llegada inminente de un añadido a su familia. El duque de Bewcastle permitió que su duquesa asistiera con él, puesto que Bath no estaba muy lejos de su casa y ella estaba gozando de buena y vigorosa salud a pesar de su delicado estado.

Claudia no dejaba de ver la ironía de todo.

De hecho, cuando la doncella de Frances, traída a la escuela con la expresa finalidad de que la peinara, estaba a la mitad de la tarea de hacerle un peinado elegante pero no recargado, le vino un ataque de risa y no pudo parar. La pobre doncella se vio obligada a interrumpir el trabajo de formarle un racimo flojo de rizos grandes y suaves para reemplazar el sencillo moño en la nuca que llevaba habitualmente.

Sus tres amigas, Susanna, Frances y Anne, estaban acompañándola en el dormitorio, mirando. Eleanor y Lila Walton ya se habían marchado a la iglesia con dos ordenadas filas de alumnas internas, de pago y de no pago, todas con sus mejores vestidos y su mejor conducta. Las alumnas externas asistirían a la boda con sus padres. También irían los profesores y las profesoras no residentes.

– Esta boda va a ser la más absurda jamás vista -dijo Claudia, entre risa y risa-. No me habría imaginado algo más estrafalario ni en mis más locos sueños.

– Absurdo -dijo Susanna, mirando de Anne a Frances-. Supongo que es un calificativo apropiado. Claudia se va a casar en presencia de una buena mitad de la alta sociedad.

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