Entonces él abordó el tema de Claudia Martin. La primera reacción de su padre fue limitarse a mirarlo incrédulo.
«¿Esa maestra de escuela solterona?», preguntó.
Y después, al comprender del todo que se trataba de ella, estalló en un ataque de ira tan violento que tanto él como su madre se inquietaron seriamente por su salud.
Pero él se mantuvo firme; y jugó desvergonzadamente su carta de triunfo:
«El señor Martin, su padre -explicó- fue el tutor del duque de McLeith. El duque se crió en su casa desde los cinco años. A Claudia la considera casi su hermana.»
McLeith no gozaba mucho del favor de su padre esa mañana, lógicamente, pero su rango igualaba al suyo, aun cuando sólo fuera un título escocés.
Entonces intervino su madre haciendo la única pregunta que a ella le interesaba realmente:
«¿Amas a la señorita Martin, Joseph?»
«Sí, mamá. Con todo mi corazón.»
«En realidad a mí nunca me gustó la señorita Hunt -reconoció ella-. Encuentro algo muy frío en ella. Sólo cabe esperar que ame al duque de McLeith.»
«¡Sadie!»
«No, Webster, no me voy a callar cuando está en juego la felicidad de uno de mis hijos. Y me ha sorprendido, he de confesar. La señorita Martin me parece muy mayor, poco atractiva y severa para Joseph, pero si él la ama y ella lo ama, pues, estoy satisfecha y contenta. Y ella aceptará en tu familia a la querida Lizzie, creo yo, Joseph. Si estuviera en mi casa las invitaría a las dos a tomar el té.»
«Sadie…»
«Pero no estoy en mi casa. ¿Vas a ir a Lindsey Hall esta mañana, Joseph? Dile a la señorita Martin, por favor, que esta tarde iré a visitarla. Me acompañará Clara o Gwen o Lauren si tu padre no quiere ir conmigo.»
Él le cogió la mano y se la besó.
«Gracias, mamá.»
Y antes de poder salir en dirección a Lindsey Hall tuvo que hacer frente a Wilma, faltaría más. Ella no permitió que la evitara; lo estaba esperando fuera de la biblioteca y lo obligó a entrar en el saloncito para visitas contiguo. Sorprendentemente, tal vez, sólo encontró palabras de recriminación para arrojarle a la cabeza a la desafortunada Portia. Pero estaba muy horrorizada por los rumores que había oído esa noche, rumores que ninguno de sus primos le había confirmado ni refutado. Aunque en realidad esos rumores no habían sido necesarios.
«Bailaste un "vals" con esa maestra, Joseph, como si en el mundo no hubiera existido nadie aparte de ella.»
«No existía nadie más.»
«Fue muy, muy indecoroso. Hiciste un absoluto ridículo.»
Él se limitó a sonreír.
«Y después "desapareciste" con ella. Todos tienen que haberse dado cuenta. Fue muy escandaloso. Será mejor que tengas mucho cuidado si no quieres encontrarte atrapado y tengas que casarte con ella. No sabes de lo que son capaces las mujeres como ella, Joseph. Ella…»
«Soy yo el que estoy intentando atraparla para que se case conmigo, Wilma. O, en todo caso, persuadirla de que se case conmigo. No va a ser fácil. A ella no le gustan los duques, ni siquiera los que esperan serlo, y no tiene el menor deseo de ser duquesa, aun cuando ese destino está agradablemente muy lejos en el futuro, si logramos mantener sano a nuestro padre. Pero sí le gustan sus alumnas, en especial, sospecho, las que mantiene gratis. Siente una obligación hacia ellas y hacia la escuela que fundó hace casi quince años y ha dirigido desde entonces.»
Ella lo miró pasmada, casi sin habla, para variar.
«¿Te vas a casar con ella?»
«Si ella me acepta.»
«Vamos, sin duda te aceptará.»
«Buen Dios, Wil, espero que tengas razón.»
«Wil -repitió ella, impresionada-. Hace "años" que no me llamas así.»
Impulsivamente él la cogió por los hombros y la abrazó.
«Deséame suerte.»
«¿De veras significa tanto para ti? No veo el atractivo, Joseph.»
«No tienes por qué verlo. Deséame suerte.»
«Dudo que la necesites -dijo ella, pero lo abrazó con fuerza-. Ve, entonces, si crees que debes, y consigue que se case contigo. Creo que la toleraré si te hace feliz.»
«Gracias, Wil», dijo él y, sonriéndole de oreja a oreja, la soltó.
Y cuando escapó del saloncito se encontró con Neville en la escalera, y este le dio una palmada en el hombro y se lo apretó.
«¿Todavía ileso, Joe? ¿Necesitas un oído compasivo? ¿Un compañero para galopar como el viento hasta rompernos el cuello como mínimo por el terreno más escabroso que podamos encontrar? ¿A alguien con quien emborracharte como una cuba a esta temprana hora del día? Yo soy tu hombre si me necesitas.»
«Voy de camino a Lindsey Hall -dijo él sonriendo-. Es decir, una vez que mis parientes hayan dejado de entretenerme.»
Neville retiró la mano.
«Vale. Acabo de dejar a Lily, Lauren y Gwen, las tres bien acurrucadas en nuestro dormitorio, las tres a punto de echarse a llorar porque la voz del tío Webster llegaba hasta ahí desde la biblioteca y no parecía complacido con la vida. Y las tres de acuerdo en que "por fin", a pesar del tío Webster, el queridísimo Joseph iba a ser feliz. Creo que se referían a la posibilidad de que te cases con la señorita Martin.»
Entonces le sonrió, le dio otra palmada en el hombro y continuó su camino.
Y después de todo eso, por fin había llegado a Lindsey Hall, a rebosar de esperanza, aun cuando no se había decidido nada todavía. La propia Claudia era el obstáculo que le faltaba superar, y el más grande. Esa noche lo había amado con apasionado desenfado, en especial la segunda vez, cuando ella estaba encima de él y tomó la iniciativa de una manera que de sólo recordarlo le subía la temperatura. Ella también lo amaba; de eso no tenía ninguna duda. Pero hacerle el amor, incluso amarlo, no era lo mismo que casarse con él.
El matrimonio sería un paso inmenso para ella, mucho más que para cualquier otra mujer. Para la mayoría de las mujeres el matrimonio significaba subir un peldaño hacia una mayor libertad, mayor independencia, a una vida más activa e interesante, a una mayor realización personal. Claudia ya tenía todas esas cosas.
Cuando entró en la casa preguntó por ella, y ella le envió a Lizzie. La niña bajó sola, guiada por el perro, y entró en el salón cuya puerta le abrió un lacayo, con la cara radiante, toda sonrisas.
– ¿Papá?
Él llegó hasta ella, la envolvió en sus brazos y le dio toda una vuelta en volandas.
– ¿Cómo está mi mejor chica esta mañana? -le preguntó.
– Bien. ¿Es cierto, papá? Edna y Flora se lo oyeron decir a una de las criadas, que se lo oyó decir a otra criada, y esta se lo oyó decir a una de las damas, que podría haber sido la duquesa, aunque no estoy segura. Pero todas dicen que es cierto. ¿Se ha marchado la señorita Hunt?
Ah.
– Es cierto.
– ¿Para no volver?
– Nunca.
– Uy, papá -exclamó ella, cogiéndose las manos junto al pecho, con la cara levantada hacia la de él-. ¡Qué contenta estoy!
– Yo también.
– ¿Y es cierto que te vas a casar con la señorita Martin, entonces?
¡Buen Dios!
– ¿Es eso lo que dicen Flora, Edna y las criadas, también?
– Sí.
– ¿Y qué dice de eso la señorita Martin?
– Nada. Se molestó cuando se lo pregunté. Me dijo que no debía hacer caso de los cotilleos de las criadas. Y cuando se lo preguntaron las otras niñas, también se enfadó, muchísimo, y les dijo que si no paraban las iba a poner a hacer problemas de matemáticas toda la mañana, aunque estuvieran de vacaciones. Entonces la señorita Thompson se las llevó fuera, menos a Julia Jones, que estaba tocando la espineta.
– Ni a ti.
– Sí. Yo sabía que vendrías, papá. Te estaba esperando. Yo quería que bajara conmigo pero ella no ha querido. Ha dicho que tenía cosas que hacer.
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