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Juliette Benzoni: El Rubí­ De Juana La Loca

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Juliette Benzoni El Rubí­ De Juana La Loca

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Cuarto volumen de la serie Las Joyas del Templo, precedida por La Estrella Azul, La Rosa de York y El Ópalo de Sissi. En esta serie, Aldo Morosini, príncipe veneciano y anticuario, ha recibido de un misterioso personaje apodado el Cojo de Varsovia el encargo de recuperar las cuatro piedras sustraídas del pectoral del Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén. En esta cuarta parte, El Rubí de Juana la Loca, la búsqueda transcurre en Madrid (Aldo se aloja en el hotel Ritz), Venecia, Praga, un castillo en Bohemia y Zúrich, en una trama histórica plagada de misterios, suspense, traiciones y romances.

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—¡Dios mío!

—Había que hacerlo. Pero telefoneé a casa del comisario Salviati, que siente por usted una especie de veneración desde el robo en casa de la condesa Orseolo. Acudió inmediatamente y todo fue sobre ruedas: concluyó que se trataba de uno de esos lamentables accidentes que se producen a veces en otoño, con esas malditas setas que mucha gente cree conocer. Incluso una gran cocinera como Celina podía equivocarse: ese drama era la prueba, puesto que ella también había sido víctima de su refinado plato. ¿Qué más quiere saber?

—Nada, aparte de la verdad sobre su estado. ¿Va a salvarse?

—No lo sé. Los médicos creen que han conseguido eliminar el veneno, pero al parecer su corazón está muy débil. Estaba muy gorda, y esas emociones violentas, la pasión que ponía en todo, han acabado por deteriorarlo.

—¿Estaba muy gorda? ¿Es que ya no lo está?

—Usted mismo lo verá. Ha cambiado muchísimo en unos días.

El barco giró en el Rio dei Mendicanti, dejó atrás San Giovanni e Paolo y la Scuola di San Marco para tocar tierra finalmente ante la entrada del hospital. Siguiendo al señor Buteau, Morosini subió una escalera y recorrió un pasillo sin percatarse de los saludos que le dirigían, hasta que por fin una puerta se abrió ante él y la pena invadió su corazón. Celina estaba allí, y él hubiera podido no reconocerla. Inmóvil en aquella cama de hospital, parecía reducida a la mitad. El rostro de mejillas fláccidas, chupado, trágico, y las ojeras que marcaban los ojos cerrados la apartaban ya del mundo de los vivos. Aldo sólo necesitó una mirada para comprender que la mujer a la que quería tanto, casi su madre, el genio familiar de su morada estaba viviendo sus últimos instantes y no se podía hacer nada para impedirlo.

El dolor le atenazó el corazón hasta el punto de que no se atrevió a acercarse. De pie ante la cama, con las manos crispadas sobre los barrotes de hierro pintado, buscó a su alrededor una ayuda, una respuesta alentadora, la seguridad de que lo que estaba viendo no era verdad, y encontró la bella mirada oscura de Lisa, que al verlo entrar se había retirado a una esquina. Y esa mirada estaba llena de lágrimas.

—¿Está…?

—No. Todavía respira.

Entonces se dirigió hacia Lisa, hacia la cálida luz que su cabellera desprendía en aquella habitación de agonía. Durante unos instantes, se quedó plantado delante de ella, inmóvil, hipnotizado por el rostro claro que se alzaba hacia él. Luego, con un gesto que le salió de forma natural porque lo había soñado muchas veces, la estrechó entre sus brazos llorando.

—¡Lisa! —balbució cubriéndole de besos la cabeza, apoyada en su hombro—. Lisa… ¡te quiero tanto!

Permanecieron un momento abrazados, unidos a la vez por la pena y por el deslumbramiento del amor que se atreve por fin a decir su nombre, olvidando casi dónde se encontraban. Pero de pronto se oyó una voz débil, extenuada:

—¡Mira que te ha costado decirlo!

Fueron las últimas palabras de Celina. Sus ojos, entreabiertos, se cerraron de nuevo, y como si sólo hubiera estado esperando ese momento, abandonó la lucha y se adentró en la eternidad.

Dos días más tarde, la larga góndola negra con los leones de bronce y el terciopelo amaranto bordado en oro se deslizaba por la laguna en dirección a la isla San Michele. Zian, completamente vestido de negro, la impulsaba, pero ese día sólo había un pasajero: el ataúd de Celina cubierto por una funda de terciopelo con las armas de los príncipes Morosini y bajo un montón de flores.

Aldo, Lisa, Zaccaría, Adalbert y la «familia» seguían en otras góndolas, y toda Venecia detrás de ellos, porque toda Venecia conocía y quería a Celina. A los elegantes esquifes de la aristocracia se sumaban, pues, barcas, incluso pontones, que llevaban a horticultores, amigos conocidos o desconocidos y, sobre todo, un imponente ejército de mujeres vestidas de negro: las gobernantas y las cocineras de toda la ciudad. Todas esas personas cargadas de ramos y de coronas: la humilde niña de los muelles de Nápoles, recogida durante su viaje de luna de miel por la princesa Isabelle, se dirigía hacia el panteón principesco, donde reposaría con una pompa digna de una dogaresa.

Curiosamente, a nadie le sorprendía el esplendor deseado por Aldo para ese entierro. Lo que una de las ciudades más secretas del mundo no sabía, lo adivinaba, y los extraños acontecimientos que se habían desarrollado en casa de los Morosini desde hacía casi un año no dejaban a nadie indiferente. Además, Venecia, que ya se revolvía bajo el puño de los fascistas, veía aquello como una ocasión para reunirse.

A nadie le extrañaba tampoco que los cuerpos de Anielka y de Adriana continuaran depositados en una sepultura provisional pese al hecho de que las dos, una por matrimonio y la otra por nacimiento, deberían haber sido llevadas al panteón de los Morosini. Se sabía que Aldo les tenía destinada una tumba común. Así, su complicidad se prolongaría más allá de la muerte.

Esa misma noche, Aldo acompañaba a Lisa al tren de Viena, donde ella esperaría, junto a su abuela, el momento en que los dos pudieran reunirse y entregarse el uno al otro sin provocar escándalo. Pero ya habían acordado que Aldo iría a pasar la Navidad en Austria y que su regalo sería un anillo de compromiso. Hasta entonces, estaría muy ocupado solucionando con su notario el destino de los bienes de su efímera esposa, de los que no pensaba quedarse nada: todo iría a parar a los sucesores de Ferráis o a obras de caridad. Además, Morosini todavía tenía que hacer un viaje, sin duda el último como hombre soltero. Unos días después del entierro, partía para Sevilla en compañía de Adalbert. La Susona también tenía derecho al descanso.

Epílogo

Diez meses más tarde, una hermosa mañana de septiembre de 1925, el yate del barón Louis de Rothschild levaba anclas del fondeadero de San Marco para dirigirse hacia el paso del Lido. El tiempo se anunciaba espléndido y la fina roda del potente barco blanco hendía a un ritmo alegre la seda tornasolada de un mar apenas un poco más azul que el cielo.

De pie en el puente de proa, el brazo de uno rodeando los hombros del otro, el príncipe y la princesa Morosini miraban el porvenir abrirse ante ellos. Tres días antes, el cardenal arzobispo de Viena —primo de la señora Von Adlerstein— los había casado en su capilla privada, en presencia de tan sólo algunos amigos y testigos: Adalbert Vidal-Pellicorne y Anna-Maria Moretti por parte del novio, y por la de la novia, su primo Friedrich von Apfelgrüne —acababa de casarse con una joven baronesa un poco tonta pero muy guapa, de la que se había enamorado en un baile en casa de los Kinsky pisándola y rasgándole el vestido— y el ministro de Asuntos Exteriores austríaco, otro primo de la abuela de Lisa. Moritz Kledermann, un poco menos impasible que de costumbre, había encontrado una sonrisa para entregar a su hija al que iba a convertirse en su esposo. Una Lisa cubierta de muselina blanca, encantadora y muy emocionada bajo la inmensa pamela transparente. Estaba tan radiante que la anciana marquesa de Sommières, ahora su tía abuela, había perdido toda su circunspección derramando abundantes lágrimas en el momento del compromiso mutuo.

A continuación, tras la comida servida en el palacio Adlerstein con una pompa digna de una archiduquesa, la nueva pareja había escapado en automóvil para pasar sus primeras horas de intimidad en un encantador albergue situado a orillas del Danubio, después de haber dado cita en el muelle de los Esclavones, en Venecia, a aquellos cuya compañía deseaban durante el viaje que les ofrecía su amigo Louis de Rothschild: Adalbert, la señora de Sommières y Marie-Angéline du Plan-Crépin. Es decir, los que habían sido compañeros de aventuras de Aldo durante la búsqueda de las piedras perdidas.

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