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Juliette Benzoni: El Rubí­ De Juana La Loca

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Juliette Benzoni El Rubí­ De Juana La Loca

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Cuarto volumen de la serie Las Joyas del Templo, precedida por La Estrella Azul, La Rosa de York y El Ópalo de Sissi. En esta serie, Aldo Morosini, príncipe veneciano y anticuario, ha recibido de un misterioso personaje apodado el Cojo de Varsovia el encargo de recuperar las cuatro piedras sustraídas del pectoral del Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén. En esta cuarta parte, El Rubí de Juana la Loca, la búsqueda transcurre en Madrid (Aldo se aloja en el hotel Ritz), Venecia, Praga, un castillo en Bohemia y Zúrich, en una trama histórica plagada de misterios, suspense, traiciones y romances.

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—¿De qué es? —preguntó Anielka.

—De trufas y setas con un toque de armagnac.

Con tanta habilidad y autoridad como el propio Zaccaría, Celina, soberbia con su mejor vestido de seda negro y un tocado de la misma tela sobre un moño por una vez sobrio, sirvió los platos, se retiró un poco hasta situarse bajo el retrato de la princesa Isabelle, madre de Aldo, y permaneció allí con las manos cruzadas sobre el vientre.

—¿Se puede saber qué espera? —se impacientó Anielka.

—Me gustaría saber si el soufflé está a gusto de la princesa y la condesa.

—Es muy natural —dijo Adriana en su defensa—. En las grandes casas, el cocinero asiste a la degustación de su plato principal cuando se trata de una gran cena, ¿verdad, Celina?

—En efecto, condesa. . —En tal caso… —dijo Anielka, hundiendo la cuchara en la olorosa preparación.

Debía de estar deliciosa, pues las dos comensales se chuparon los dedos. De pie bajo el gran retrato, Celina observaba… esperando los primeros síntomas con una avidez cruel. Aparecieron enseguida. Anielka fue la primera en soltar la cuchara y llevarse la mano al cuello.

—¿Qué pasa? No veo nada… y me duele, me duele…

—Yo tampoco… No veo… ¡Dios mío!

—Ha llegado el momento de encomendarse al Señor —rugió Celina—. Van a tener que rendirle cuentas. Yo he saldado las de mis príncipes.

Y con la misma calma que si estuviera asistiendo a una comedia de salón, Celina miró morir a las dos mujeres.

Cuando todo hubo acabado, fue a buscar un frasquito que contenía agua bendita, se arrodilló junto al cadáver de Anielka y procedió a ungir, sobre su vientre, a la criatura que jamás nacería. Después se levantó, se acercó de nuevo al retrato de la madre de Aldo, lo besó como si se tratara de un icono, murmuró una ferviente plegaria y finalmente alzó el rostro bañado en lágrimas:

—¡Ruegue a Dios que me absuelva, señora! Ahora nuestro Aldo ya no tiene nada que temer y usted ha sido vengada…, pero yo voy a necesitar su ayuda. ¡Rece, se lo ruego, rece por mi alma en peligro!

Celina fue a buscar a la mesa el plato en el que quedaba un poco de su preparación mortal, volvió a la cocina, que había despejado mandando urgentemente a Zaccaría a la farmacia en busca de magnesia para combatir sus súbitos y míticos dolores de estómago (Livia y Prisca estaban la una en el cine y la otra en casa de su madre), y se sentó ante la gran mesa donde durante años había dado de comer a su pequeño Aldo y preparado maravillas para sus amados señores. Se secó las lágrimas con un paño que había por allí, se santiguó y tomó una gran cucharada del soufflé fatal.

13. El pectoral del sumo sacerdote

Era casi medianoche y, como hacía mal tiempo, reinaba tal calma en Praga que se podía oír el murmullo del río. Uno tras otro, los tres hombres cruzaron la estrecha puerta del jardín de los muertos, pero casi inmediatamente Jehuda Liwa se detuvo.

—Quédense aquí y vigilen —dijo a sus compañeros—. La tumba de Mordechai Meisel se encuentra en la parte baja del cementerio, cerca de la de Rabbi Loew, mi antepasado. Deben impedir que alguien me siga…, suponiendo que haya alguien a estas horas.

Los dos amigos, comprendiendo que su guía no deseaba mostrarles cómo abriría la sepultura, asintieron con la cabeza. Pero no se ofendieron; al contrario, se sintieron aliviados de no participar en la violación de otra tumba.

—Me pregunto cómo es posible orientarse en medio de este caos de piedras —dijo Aldo—. Se diría que han sido esparcidas al azar por la mano de un gigante negligente. ¡Y hay muchísimas!

—Doce mil —contestó Adalbert—. He leído algunas cosas sobre este cementerio. Existe desde el siglo XV, pero, como el territorio del gueto está limitado, han apilado a los muertos unos encima de otros, a veces hasta diez. No obstante, hay dos o tres personajes ilustres que tienen derecho a moradas con cuatro paredes; debe de ser el caso de ese tal Meisel. Y es preciso que así sea, porque para los judíos turbar el descanso de los muertos es un crimen grave. —Para nosotros también.

Se oyó ruido de pasos en el exterior y los dos hombres se callaron; no tenía sentido hacer saber a nadie que había gente en el cementerio. Luego, los pasos se alejaron y Aldo, que se había escondido entre el tronco de un árbol y la pared para tratar de identificar al eventual visitante, salió. Adalbert frotó las manos una contra otra.

—¡Qué sitio tan lúgubre… y glacial! Estoy helado…

—En verano es mucho más agradable. Hay flores silvestres que crecen entre las tumbas y, sobre todo, está impregnado de fragancias: jazmín, saúco, un olor paradisíaco…

—Te noto muy romántico. Y sin embargo, deberías estar más contento: nuestros problemas han acabado… y también nuestras aventuras, claro.

El suspiro de Adalbert hizo sonreír a su amigo.

—Cualquiera diría que lo lamentas.

—Un poco, sí. Tendré que conformarme con la egiptología. Además —añadió en un tono súbitamente grave—, la vida tendrá menos interés ahora que Simón nos ha dejado.

—Yo también lo echaré de menos, pero te recuerdo que yo todavía tengo un problema: la última de los Solmanski continúa causando estragos bajo mi techo, y esa situación puede prolongarse mucho tiempo.

—¿Estás pensando en la anulación?

—Sí. Cuando la obtenga, si lo consigo, el hijo de otro estará viviendo en mi casa y yo tendré el pelo blanco. En cuanto a Lisa…, se habrá casado con Apfelgrüne o con Dios sabe quién.

Se produjo un silencio, únicamente turbado por el ruido lejano de un coche. Sentados uno junto a otro sobre una gran piedra, como dos gorriones en una rama, Aldo y Adalbert lo oyeron disminuir.

—¿Reconoces por fin que estás enamorado de ella? —murmuró el segundo.

—Sí…, y cuando pienso que podría ser su marido desde hace años, me daría de cabezazos contra la pared.

—No lo hagas. No os imagino comprometidos en un matrimonio acordado sin conoceros. Tú te comportaste como un hombre honrado negándote a casarte por dinero. En cuanto a ella, no estoy seguro de que hubiera aceptado convertirse en tu mujer en esas condiciones. Y te habría despreciado.

—Tienes razón. Pero ¿qué me dices de ti? Tú podrías casarte con Lisa. Eres libre como el viento y también estás enamorado de ella.

—Sí, pero ella no lo está de mí. Además, creo que soy el soltero perfecto. No me veo casado… A los gemelos no les gustaría… A menos… a menos que me case con Plan-Crépin.

—¿Estás de broma?

—No. Es una muchacha culta, fisgona a la par que acróbata, que haría maravillas excavando en un yacimiento. ¡Por no hablar de sus habilidades como detective!

—Ya, pero ¿tú la has mirado?

—Salvo en caso de que haya un grave defecto físico, no hay ninguna transformación imposible para un buen costurero y un buen peluquero. Dicho esto, tranquilízate: no voy a privar a la señora de Sommières de su fiel acompañante, aunque es posible que más adelante le ofrezca a Marie-Angéline un puesto de secretaria… o de amiga fiel. Estoy seguro de que trabajaríamos muy bien juntos. A mí esa muchacha me parece muy divertida.

El tiempo pasaba y el rabino no volvía. Aldo empezaba a preocuparse.

—Me entran ganas de ir a ver qué hace.

—Más vale que no. Podría no gustarle. Nos ha dicho que vigilemos, ¿no?, pues hagámoslo.

—Seguro que tienes razón, pero no me gusta esta atmósfera… ni este lugar. Tengo la impresión de ser un espectro. Y eso me recuerda un poema de Verlaine, que por cierto me gusta mucho.

—«Por el gran parque solitario y helado, dos sombras acaban de pasar…» —recitó Vidal-Pellicorne—. A mí también me ha venido a la mente… La diferencia es que nosotros no somos una pareja de antiguos enamorados.

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