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Juliette Benzoni: El Rubí­ De Juana La Loca

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Juliette Benzoni El Rubí­ De Juana La Loca

El Rubí­ De Juana La Loca: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuarto volumen de la serie Las Joyas del Templo, precedida por La Estrella Azul, La Rosa de York y El Ópalo de Sissi. En esta serie, Aldo Morosini, príncipe veneciano y anticuario, ha recibido de un misterioso personaje apodado el Cojo de Varsovia el encargo de recuperar las cuatro piedras sustraídas del pectoral del Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén. En esta cuarta parte, El Rubí de Juana la Loca, la búsqueda transcurre en Madrid (Aldo se aloja en el hotel Ritz), Venecia, Praga, un castillo en Bohemia y Zúrich, en una trama histórica plagada de misterios, suspense, traiciones y romances.

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Morosini soltó una risa queda que no lo animó.

—¿Cómo te las arreglas para saber casi siempre lo que me pasa por la cabeza?

Adalbert se encogió de hombros.

—Debe de ser eso la amistad… ¡Mira, ya viene!

La alta figura negra de largos cabellos blancos acababa de aparecer.

—Volvamos —dijo simplemente cuando se reunió con los vigías.

En silencio, salieron del cementerio y regresaron a la casa, donde las velas seguían ardiendo. De debajo de sus amplias vestiduras, Jehuda Liwa sacó un paquete envuelto en una resistente lona gris y una fina tela blanca y lo dejó sobre la mesa. Una vez retirado el envoltorio, apareció el gran pectoral, magnífico y brillante, tal como Morosini lo había visto dos años antes entre las manos de Simón Aronov. Con una diferencia: sólo faltaba una piedra, sólo una en las cuatro hileras de cabujones engastados en oro. Las otras tres —el zafiro, el diamante y el ópalo— habían sido colocadas en su lugar, y Aldo tocó emocionado con un dedo la piedra estrellada que su madre había llevado tiempo atrás.

—Ahora dame el collar —dijo Liwa, que había ido a buscar a un mueble una bolsa de piel con diversos útiles que extendió ante sí antes de tomar asiento en su sillón de respaldo alto.

Durante un rato, sus finos dedos se afanaron en desengastar el rubí con un cuidado extremo. Cuando lo hubo hecho, fue a depositarlo sobre el rollo abierto de la Tora, donde Morosini tuvo la impresión de que lanzaba destellos más intensos que nunca, como si intentara defenderse. El gran rabino extendió las manos sobre él a la vez que pronunciaba unas palabras incomprensibles, pero que por el tono de su voz se podía adivinar que eran órdenes. Un hecho extraño se produjo entonces: poco a poco, los destellos rojos fueron debilitándose, regresaron al interior de la piedra, y cuando las manos se apartaron ésta era una simple gema de un hermoso rojo intenso que brillaba a la luz dorada de las velas. Liwa la cogió de nuevo:

—Ya está —dijo—, ahora ya no hará daño a nadie. Voy a devolverla al pectoral. En ese mueble —añadió, señalando un aparador antiguo— encontraréis copas y vino español. Servíos y sentaos mientras esperáis.

—¿Esperar qué? —preguntó Aldo—. Todo va a volver a la normalidad y el pectoral ya se encuentra en su poder, que es su mejor destino, creo yo.

—No. Así no se cumplirá la predicción. Alguien debe llevarlo a la tierra de nuestros antepasados. Eso es lo que habría hecho Simón Aronov, a quien el Eterno acoja a su derecha. Tú eres su enviado, príncipe Morosini, y, en ausencia de él, te corresponde a ti la misión de repatriarlo.

—Pero ¿a quién debo entregárselo?

—Yo te lo diré. Déjame trabajar.

Vencido pero no resignado, Aldo aceptó la copa que Adalbert le tendía y la vació de un trago; después tomó otra. Durante un rato, los dos hombres aguardaron en silencio. Finalmente, Adalbert se atrevió a decir algo:

—¿Podemos hablar, o le molestaré en su tarea? —preguntó.

—No. Habla. ¿Qué quieres saber?

—¿Por qué no va usted mismo a Tierra Santa?

—Porque yo debo permanecer aquí y porque, si fuese yo, quizá pondría el pectoral en peligro. Debe llegar a determinadas manos. Un extranjero noble, rico y bien relacionado será mucho mejor recibido por los ingleses.

—¿Y cree que los judíos regresarán en masa cuando el pectoral esté allí?

—Algunos seguro, pero el éxodo tendrá lugar más adelante, dentro de unos veinte años. En este momento mis hermanos están bien instalados en diversos países. La mayoría es rica y feliz. No sienten ningún deseo de abandonar todo eso por la vida incierta de los pioneros. Para que se decidan a hacerlo, hará falta el aguijón de la desgracia, la gran desgracia que nada ni nadie puede evitar porque ya está preparándose.

—Pero Simón decía que, si reconstruíamos deprisa el pectoral, Israel podría salvarse —intervino Morosini.

—Debía animaros a buscar las piedras… y quizá también quería creerlo. De todas formas, la tradición no dice que Israel recuperará su soberanía cuando el pectoral haya regresado al hogar, sino que nuestro pueblo no podría recuperar su tierra y su poder mientras el símbolo sagrado de las tribus no estuviera de vuelta. Sin embargo, hay una terrible prueba que no podremos evitar. Israel tendrá que soportar las llamas del Infierno antes de encontrarse a sí mismo.

Una hora más tarde, el pectoral estaba reconstruido con todo su antiguo esplendor y el rabino lo envolvía en la tela inmaculada y la lona.

—Preferiría que se lo quedara —dijo Morosini—. Antes de morir, Simón nos dijo que usted era el último sumo sacerdote del Templo, algunas de cuyas piedras forman parte de su sinagoga. Podría esconderlo allí…, en el desván, por ejemplo.

Los ojos de Jehuda Liwa se clavaron en los del príncipe, penetrantes como flechas de fuego.

—Ése no es su sitio. Lo que cubre el tejado de la sinagoga Vieja-Nueva compete a la Justicia y la Venganza divinas. El pectoral debe llevar la esperanza regresando al lugar del que jamás debería haber salido.

—De acuerdo. Se hará lo que usted desea.

Aldo cogió el paquete gris y lo escondió bajo el impermeable.

—¿No olvidas nada? —preguntó el gran rabino al ver que se disponía a marcharse.

—Si quiere darme su bendición, no la rechazaré.

—Estoy pensando en aquella mujer de Sevilla cuya alma está en pena.

—¡Señor! —exclamó Morosini, sonrojándose—. ¡La Susona! ¿Cómo he podido olvidar a la que nos ha permitido recuperar el rubí?

—Tienes disculpa. Toma.

Cogió del atril donde descansaba la Tora un delgado rollo de pergamino y lo metió en un estuche de cobre antes de dárselo a Aldo.

—Otro viaje, amigo. Ve allí. Entra de noche en la casa de esa desdichada, saca el pergamino, extiéndelo sobre los peldaños de la escalera y márchate sin mirar atrás. Ese es su pasaporte para la redención.

—Lo haré.

—Lo haremos —precisó Adalbert mientras volvían a pie al hotel Europa por las oscuras callejas—. Siempre me han gustado las historias de fantasmas.

Hasta que no llegaron al hotel, no obtuvo la aprobación de su amigo.

—Estaré encantado de que vengas conmigo, pero esperaba que me propusieras acompañarme a Jerusalén —dijo Aldo, dejando el pectoral sobre la mesilla de noche y sacando la carta que Jehuda Liwa había metido bajo la lona.

—Tenía intención de hacerlo. Mientras tanto, ¿qué hacemos?

—Son las tres de la mañana. ¿No crees que podríamos dormir un poco? Cuando me despierte, llamaré a mi casa para saber si Anielka ha vuelto. ¡Ya va siendo hora de que le arranque las garras a ésa!

—¿Cómo vas a hacerlo?

—Todavía no lo sé, pero creo que el anuncio de la extinción de su familia la incitará a ser más comprensiva. Espero conseguir convencerla de que se vaya a vivir a otro sitio.

—Me pregunto si todavía crees en Papá Noel —repuso Adalbert, suspirando—. En fin, mientras tanto, buenas noches.

—Me extrañaría que la de hoy fuese mala.

Hacía mucho, en efecto, que Aldo no había dormido tan a gusto. La aniquilación casi total de la tribu Solmanski y la reconstrucción del pectoral lo llenaban de una auténtica alegría que se traducía en un descanso perfecto. Unas horas más tarde, recobró la conciencia con la impresión de renacer acompañado de un enorme deseo de actividad. Nada más despertar, pidió comunicación telefónica con Venecia y, mientras esperaba, se aseó —por primera vez desde hacía meses, cantó bajo la ducha— y devoró un copioso desayuno. Estaba encendiendo un cigarrillo mientras contemplaba un alegre sol otoñal acariciando las volutas modern style de su ventana, cuando le pasaron la comunicación. E inmediatamente su alegría de vivir sufrió un rudo golpe:

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