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Juliette Benzoni: El Rubí­ De Juana La Loca

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Juliette Benzoni El Rubí­ De Juana La Loca

El Rubí­ De Juana La Loca: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuarto volumen de la serie Las Joyas del Templo, precedida por La Estrella Azul, La Rosa de York y El Ópalo de Sissi. En esta serie, Aldo Morosini, príncipe veneciano y anticuario, ha recibido de un misterioso personaje apodado el Cojo de Varsovia el encargo de recuperar las cuatro piedras sustraídas del pectoral del Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén. En esta cuarta parte, El Rubí de Juana la Loca, la búsqueda transcurre en Madrid (Aldo se aloja en el hotel Ritz), Venecia, Praga, un castillo en Bohemia y Zúrich, en una trama histórica plagada de misterios, suspense, traiciones y romances.

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—Digamos que se encontrarán con algunas sorpresas.

Los dos hombres prosiguieron su camino en silencio.

A la mañana siguiente, impacientes por desembarazarse de la piedra asesina, partieron para Praga.

Esa misma noche, a la misma hora en que Morosini y Vidal-Pellicorne llamaban a la puerta del gran rabino en la calle Siroka, en Venecia, Anielka y Adriana Orseolo se sentaban para cenar en el salón de las Lacas. Las dos solas.

Se habían separado en Stresa, donde Adriana había pasado un día antes de regresar a Venecia, mientras que su «prima» había tomado el tren para reunirse con su hermano en Zúrich. A su regreso a orillas del Gran Canal, Anielka se había apresurado a invitar a cenar «en su casa» a la mujer que se había convertido en su mejor amiga. Sus relaciones, entabladas para complacer a Solmanski padre, en otros tiempos amante de Adriana, así como para contrariar a Morosini, se habían transformado poco a poco en una complicidad afectuosa.

Esa cena, que la «princesa» había anunciado a Celina en el tono altivo habitual en ella, marcaría un profundo cambio en sus costumbres: convencida de que Aldo tardaría en liberarse de las garras de la policía helvética y habiendo, por otra parte, arrojado al rostro de un esposo al que detestaba la máscara de paciencia que siempre había llevado ante él, Anielka pensaba comportarse en lo sucesivo como dueña y señora del palacio. Si Aldo conseguía volver antes del nacimiento del bebé, no podría sino inclinarse ante el hecho consumado: su reputación estaría destrozada —Anielka y su «querida amiga» iban a encargarse de eso—, sería padre y no tendría más remedio que resignarse. Esa nueva situación era lo que iban a celebrar en la intimidad, en espera de la gran cena que la «princesa Morosini» pensaba ofrecer pronto a su camarilla de amigos internacionales y a algunos venecianos bien escogidos, es decir, suficientemente arruinados para estar dispuestos a convertirse en los cantores laudatorios de una mujer a la vez rica, generosa y guapa.

—Daré esa gran cena dentro de quince días —dijo a «su cocinera»—. Después tendré que pensar en el niño que va a nacer y cuidarme. Pero, para esta cena con la condesa Orseolo, quiero cocina francesa y champán… Ni se le ocurra servirme sus guisotes italianos, los detesto, y haría bien en olvidarse de ellos.

—Al señor le gustan.

—Pero no está aquí y tardará en volver. Así que, métase bien en la cabeza que, si quiere quedarse, tendrá que obedecerme. ¿Entendido?

—Está más claro que el agua —contestó Celina—. La princesa comienza su reinado, ¿no es así?

—En efecto, aunque me gustaría que lo dijese en un tono más educado. Entérese de que no voy a seguir tolerando sus insolencias; aquí no es usted más que la cocinera. Ah, y encárguese de informar de esto a su marido y los demás criados.

Celina se había retirado sin hacer más comentarios y se había limitado a repetir a Zaccaría, Livia y Prisca, tal como le habían ordenado, lo que acababa de oír. Zaccaría se había quedado horrorizado. En cuanto a las jóvenes doncellas, se habían santiguado al unísono mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.

—¿Qué significa eso, señora Celina? —preguntó Livia, que con el paso de los años se había convertido en el brazo derecho de Celina y en su mejor discípula.

—Que la princesa piensa hacer sentir su poder a todos en esta casa.

—¡Pero bueno, don Aldo no está muerto, que yo sepa! —exclamó Zaccaría.

—Ella se comporta exactamente como si lo estuviera.

—¿Y vamos a soportar esto?

—No por mucho tiempo.

A la hora prevista para la llegada de la invitada, la cocina del palacio despedía unos olores exquisitos, había flores por doquier, y en la mesa redonda puesta en medio de las lacas chinas estaban los cubiertos de corladura con las armas de los Morosini, la preciosa vajilla de Sèvres rosa y las copas grabadas en oro. Unas rosas se abrían en un jarroncito de cristal y Zaccaría, vestido con su mejor librea, recibió a doña Adriana con su cortesía habitual antes de servir a las dos mujeres, en la biblioteca, el champán de bienvenida.

—¿Celebramos algo? —preguntó Adriana al ver aquel derroche de refinamiento que la hacía sentirse un poco incómoda.

¡Todo habría sido tan diferente si Aldo en persona hubiera salido a recibirla con las manos tendidas, como antes!

—Su vuelta a esta casa, querida Adriana —respondió Anielka muy sonriente—. Y el comienzo de una nueva era para los Morosini.

Hablaron de los acontecimientos que habían marcado el cumpleaños trágico de la señora Kledermann. Pese a su dominio de sí misma, Adriana no ocultó su sorpresa al enterarse de que Anielka, después de haber robado el collar y habérselo dado a su hermano, se había atrevido a acusar a su marido del asesinato.

—¿No fue un poco… exagerado? Conozco a Aldo desde pequeño y es incapaz de matar a una mujer.

—Lo sé. Si no, hace tiempo que yo estaría muerta. No, fue un… amigo de mi hermano el que disparó desde el jardín y huyó después por el lago, pero Aldo necesitaba que le diera una lección. Espero que ésta sea provechosa… y larga.

—Me extrañaría. La policía suiza no es tonta y se dará cuenta enseguida de que es inocente.

—No está tan claro. Cuando me fui, las cosas estaban tomando un giro un poco desagradable para él. De todas formas, si escapa de esa pequeña trampa, mi hermano se ocupará de él. Si quiere que le diga la verdad, Adriana, espero no ver nunca más a mi querido marido —añadió, alzando la copa.

La condesa Orseolo no respondió al brindis. Por mucho que odiara a Aldo, no le gustaba la idea de que un gran señor veneciano cayera en manos de una banda polaco-americana.

Afortunadamente, en ese momento Zaceada fue a anunciar que la princesa estaba servida y las dos mujeres pasaron a la mesa charlando alegremente de un futuro que sobre todo Anielka veía lleno de atractivos.

—La tienda de antigüedades puede funcionar perfectamente sin Aldo —decía, degustando con delicadeza la sopa de langosta que el mayordomo acababa de servirles—. En realidad, en los últimos tiempos ha funcionado casi siempre sin él. Tengo previsto mantener en su puesto al señor Buteau.

—Por cierto, ¿dónde está esta noche? ¿No cena con nosotras?

—No. Está en casa del señor Massaria y prefiero que sea así; está demasiado unido a mi querido esposo para oír lo que quería decirle, pero me resultará fácil hacer que se quede. Aldo desaparecerá en un accidente… fortuito y Guy se encariñará con el hijo que voy a traer al mundo. Porque quiero que sea un niño.

—Es difícil forzar la naturaleza —dijo Adriana sonriendo—. Tendrá que aceptar lo que D… el cielo le envíe.

—Este hijo será sólo mío. También mantendré en su puesto al joven Pisani. Aunque guarda las distancias, me adora y acudirá en cuanto lo llame. Y pienso traer a mi padre para cuidarlo. Su incapacidad le afecta mucho moralmente, pero aquí, conmigo y con su nieto, se sentirá mejor. Si no fuera porque tenía que solventar un asunto importante en Varsovia, no le habría dejado volver a nuestro palacio, tan frío, tan lúgubre a veces…

Terminada la sopa, Zaccaría retiró los platos, pero fue Celina quien llevó el plato siguiente: un soberbio soufflé . Anielka arqueó una ceja con desagrado.

—¿Cómo es que viene usted a servir? ¿Dónde está Zaccaría?

—Discúlpelo, princesa. Acaba de dar un resbalón en la cocina y se ha caído. Mientras se recupera, he venido yo a servir: un soufflé no puede esperar.

—Es verdad, sería una pena —dijo Adriana, contemplando con placer el aéreo y dorado pastel—. ¡Huele maravillosamente bien!

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