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Juliette Benzoni: El Rubí­ De Juana La Loca

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Juliette Benzoni El Rubí­ De Juana La Loca

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Cuarto volumen de la serie Las Joyas del Templo, precedida por La Estrella Azul, La Rosa de York y El Ópalo de Sissi. En esta serie, Aldo Morosini, príncipe veneciano y anticuario, ha recibido de un misterioso personaje apodado el Cojo de Varsovia el encargo de recuperar las cuatro piedras sustraídas del pectoral del Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén. En esta cuarta parte, El Rubí de Juana la Loca, la búsqueda transcurre en Madrid (Aldo se aloja en el hotel Ritz), Venecia, Praga, un castillo en Bohemia y Zúrich, en una trama histórica plagada de misterios, suspense, traiciones y romances.

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—No tenga miedo —dijo Morosini en alemán—. No queremos hacerle ningún daño.

Pero el hombre meneó la cabeza. No entendía lo que le decían y su mirada seguía reflejando una desconfianza temerosa.

—Lo siento —dijo Adalbert en su propia lengua—. No hablamos polaco.

Un claro alivio se pintó en el rostro barbudo.

—Yo… hablo francés —dijo—. ¿Qué buscan aquí?

—A un amigo —respondió Aldo sin vacilar—. Creemos que está en peligro y venimos a ayudarlo.

En ese preciso momento, amortiguado por la distancia pero completamente identificable, un quejido de dolor llegó hasta sus oídos. El hombre saltó como si le hubieran dado un latigazo.

—¡Tengo que ir a buscar ayuda! ¡Déjenme pasar!

Pero Aldo lo tenía agarrado por el cuello de la levita.

—¿Ayuda para quién?… ¿No se llamará Simón Aronov por casualidad?

—No sé cuál es su nombre, pero es un hermano.

—El que buscamos es también un hermano para nosotros. Vive en un sitio que parece una capilla…

Llegó otro lamento. Aldo zarandeó al hombre con más violencia.

—¿Hablas, sí o no? Dinos para quién quieres ayuda.

—Ustedes…, ustedes también son enemigos.

—No. Por mi vida y por el Dios al que adoro, juro que somos amigos de Simón. Hemos venido a ayudarlo, pero no encuentro el camino.

Un resto de desconfianza se distinguía aún en la mirada del judío, pero éste comprendió que debía arriesgarse.

—¡Su… suélteme! —balbució—. Les llevaré.

Inmediatamente se encontró libre.

—Vengan por aquí —dijo, adentrándose en el pasadizo del que había salido.

Aldo lo agarró de la levita.

—Éste no es el camino. Yo no he pasado nunca por aquí.

—Hay dos, y éste es el más corto. Yo tengo que confiar en ustedes. Podrían corresponder.

Los gritos de dolor continuaban.

—Vamos —decidió Adalbert—. Te seguimos, pero ojo con lo que haces.

Tras recorrer un centenar de metros, de pronto se abrió una grieta en la pared y desembocaron en la bodega llena de escombros que Aldo recordaba. El desconocido indicó entonces la escalera de hierro oculta por los montones de cascotes. Arriba estaba la puerta, de hierro también, que databa de los tiempos de los antiguos reyes. No estaba cerrada. Allí, el grito era un largo gemido. Desentendiéndose del guía, que aprovechó para escapar, Aldo y Adalbert subieron precipitadamente la pequeña escalera cubierta por una alfombra púrpura que estaba al otro lado de la puerta. Allí no había nadie, y tampoco había nadie en la corta galería que seguía: los bandidos estaban muy seguros de que no irían a molestarlos. Pero el espectáculo que los dos hombres descubrieron en la antigua capilla les puso los pelos de punta: sobre la gran mesa de mármol con patas de bronce, a la luz del candelabro de siete brazos, estaba tendido Simón Aronov, desnudo. Sus manos y sus pies estaban atados a las patas de la mesa con una increíble agresividad: le habían partido de nuevo la pierna deforme, que formaba un ángulo trágico. Dos hombres estaban inclinados sobre él: un coloso que le arrancaba jirones de carne, armado con unas tenazas calentadas al rojo vivo en un brasero, y al otro lado, Sigismond, que, con una alegría sádica, repetía sin parar la misma pregunta:

—¿Dónde está el pectoral? ¿Dónde está el pectoral?

Todo estaba revuelto en las bibliotecas, que los miserables debían de haber registrado a fondo, y en el alto sillón de ébano del Cojo estaba sentado el viejo Solmanski con el collar de Dianora entre sus manos crispadas. Junto a él, un tipo miraba y reía.

—¡Habla! —decía el conde—. ¡Habla, viejo demonio! Después te dejaremos morir.

Los dos disparos sonaron al mismo tiempo: Sigismond, con la frente atravesada por la bala de Aldo, y el verdugo, con la cabeza medio destrozada por el disparo de Adalbert, murieron sin siquiera darse cuenta de lo que les pasaba. En cuanto a Solmanski padre, apenas pudo proferir un grito de horror: Aldo lo amenazaba con su arma mientras Vidal-Pellicorne, después de abatir al hombre que se divertía tanto, iba corriendo a atender al torturado, cuyo cuerpo no era ya sino una herida, pero que permanecía consciente. Su voz se elevó, débil, susurrante, pero todavía imperiosa:

—¡No lo mate, Morosini! ¡Todavía no!

—A sus órdenes, amigo. Pero hacerlo sería simplemente enviarlo a donde debería estar, porque ¿acaso no murió en Londres hace unos meses? —Luego, dejando a un lado la ironía, exclamó—: ¡Malnacido! ¡Debería haberlo matado sin explicaciones cuando manchaba mi casa con su presencia!

—Habrías hecho mal —observó Vidal-Pellicorne mientras intentaba hacer beber un poco de agua a Simón—. Merece algo mejor que una bala o un nudo corredizo al amanecer. Confía en mí, nos ocuparemos de eso.

—El Eterno ya se ha ocupado —murmuró Simón—. No puede andar, han tenido que traerlo sus hombres. Quería enseñarme él mismo el rubí, demostrarme que lo tenía…, al igual que poseía el zafiro… y el diamante.

—Esos dos —dijo Vidal-Pellicorne— ya puede tirarlos a la basura: son copias.

Esperaba oír protestas furiosas, pero Solmanski sólo veía una cosa: el cadáver de Sigismond y el agujero en medio de la frente de su bello y cruel rostro.

—Mi hijo… —balbucía—. Mi hijo… ¡Habéis matado a mi hijo!

—¡Ustedes han matado a otros, y sin ningún pesar! —repuso Morosini, asqueado.

—Esas personas no eran nada para mí. A él lo quería…

—¡Vamos! Usted no ha conocido jamás otra cosa que el odio… ¡No me lo puedo creer! ¿Está llorando?

En efecto, unas lágrimas corrían por las mejillas blancas y lisas de Solmanski, pero no conmovieron a Aldo. Con un gesto negligente, éste cogió el collar y se acercó a Simón, al que Adalbert acababa de desatar pero que, después de tan larga y dolorosa resistencia, no podía moverse. Aldo miró a su alrededor.

—¿Hay una cama a la que podamos llevarlo?

—Sí…, pero no vale la pena. Quiero morir… aquí mismo. En el lugar donde ellos me han puesto…, donde he suplicado… al Altísimo que me liberara… Soy… más fuerte… de lo que creía.

Los dos amigos le pusieron un cojín bajo la cabeza y cubrieron con la bata de seda arrancada por los verdugos el cuerpo quebrado. Con una gran delicadeza, Aldo le cogió la mano.

—Vamos a sacarlo de aquí…, a curarlo. Ahora ya no hay peligro y…

—No… Quiero morir… He terminado mi trabajo y sufro demasiado. Ustedes dos han cumplido su misión; ahora deben concluirla.

—¿Quiere entregarnos el pectoral?

—Sí…, para que añadan ese… magnífico rubí. Pero no está aquí. Voy a decirles…

—¡Un momento! —lo interrumpió Adalbert—. Déjeme matar a este viejo miserable. No querrá decirle ahora lo que no ha podido arrancarle por la fuerza…

—Sí, eso es justo lo que quiero. Se sentirá todavía peor cuando… coloquen… aquí la bomba de relojería que siempre he tenido preparada en mis diferentes residencias para activarla en caso de necesidad. Nos iremos juntos… y comprobaré si el odio… puede seguir existiendo en… la eternidad.

—¿Quiere hacer saltar por los aires una parte de la ciudad? —preguntó Aldo, horrorizado.

—No…, tranquilícese… Estamos… en pleno campo. Lo verán cuando salgan… por esa puerta.

Levantó una mano para señalar el fondo de la antigua capilla, pero la dejó caer enseguida, sin fuerzas, sobre las de Aldo. Éste intentó decir algo, pero el Cojo se lo impidió.

—Déjeme hablar… Van a llevar ese collar… Irán a Praga: allí es donde está el gran pectoral…, en una tumba del cementerio judío… Deme algo de beber… Coñac… En el armario de la derecha hay una botella.

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