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Juliette Benzoni: El Rubí­ De Juana La Loca

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Juliette Benzoni El Rubí­ De Juana La Loca

El Rubí­ De Juana La Loca: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuarto volumen de la serie Las Joyas del Templo, precedida por La Estrella Azul, La Rosa de York y El Ópalo de Sissi. En esta serie, Aldo Morosini, príncipe veneciano y anticuario, ha recibido de un misterioso personaje apodado el Cojo de Varsovia el encargo de recuperar las cuatro piedras sustraídas del pectoral del Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén. En esta cuarta parte, El Rubí de Juana la Loca, la búsqueda transcurre en Madrid (Aldo se aloja en el hotel Ritz), Venecia, Praga, un castillo en Bohemia y Zúrich, en una trama histórica plagada de misterios, suspense, traiciones y romances.

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Adalbert fue a buscarlo, llenó un vaso y, con cuidados maternales, hizo beber unas gotas al herido, cuyas mejillas lívidas recobraron un poco de color.

—Gracias… Allí buscarán la tumba de Mordechai Meisel, que fue alcalde de nuestra ciudad en la época del emperador Rodolfo. Lo enterré ahí… después de haber huido de mi castillo de Bohemia… Jehuda Liwa los ayudará cuando se lo hayan contado todo…

—Ya sabe muchas cosas —dijo Aldo— que me gustaría contarle a usted. Le hemos seguido de cerca y…

Un destello de interés apareció en el único ojo, de un azul tan intenso antes pero ahora casi sin color. La boca desgarrada, con los dientes rotos, casi esbozó la sombra de una sonrisa.

—Es verdad…, todavía no sé… dónde estaba el rubí. ¿Cómo lo encontraron?… Será mi último placer…

Sin preocuparse del viejo Solmanski, al que Adalbert había atado al sillón con las cuerdas que había quitado a su víctima, Morosini relató la aventura desde la noche de Sevilla hasta el asesinato de Dianora. Aronov lo siguió con una pasión que parecía actuar como un bálsamo en sus carnes desgarradas.

—Entonces, ¿mi fiel Wong… ha muerto? —dijo—. Era mi último sirviente, el más fiel junto con Élie Amschel. De los demás me separé cuando tuve que esconderme. En cuanto a ustedes dos…, nunca les agradeceré bastante… lo que han hecho. Gracias a ustedes, el gran pectoral volverá a ver la tierra de Israel…, pero desgraciadamente no me queda dinero para darles…

La desagradable voz de Solmanski se elevó:

—Te hemos desplumado bien, ¿eh, viejo miserable? El día que mi hijo dio con Würmli y se ganó su amistad fue un día bendito. ¡Te hemos arruinado, perseguido, acosado, casi matado!

—No estés tan orgulloso —le espetó Morosini con desprecio—. Vas a morir y ni siquiera has conseguido ver el pectoral. Tu vida ha sido un fracaso.

—Todavía queda mi hija…, tu mujer, y créeme, siempre ha sabido lo que hacía. Ahora está en tu casa; lleva en su vientre un hijo que recibirá tu apellido y todos tus bienes, y al que ni siquiera verás nacer porque ella nos vengará.

Aldo se encogió de hombros y le volvió la espalda.

—¿Ah, sí? ¡Eso ya lo veremos! No cuentes demasiado con esa idea consoladora para hacer más llevadera la muerte. Pero has hecho bien en prevenirme. —Luego, dirigiéndose a Simón, añadió—: Por cierto, ¿me permite que le haga una pregunta sobre el gran rabino de Praga?

—No puedo negarle nada…, pero hágala deprisa. Estoy deseando acabar con este amasijo de carne y huesos.

—¿Cómo es que Jehuda Liwa y usted nunca han estado en contacto, a pesar de que él le conoce y está al corriente de su misión?

—Nunca he querido recurrir a él para no ponerlo en peligro. Es demasiado importante para Israel, porque es el sumo sacerdote, el dueño natural del pectoral. A partir de este momento tendrán que obedecer sus órdenes… Ahora deben buscar la puerta oculta…

Trató de incorporarse, pero los huesos rotos le arrancaron un grito de dolor. Aldo lo tomó entre sus brazos con una infinita dulzura por la que recibió una mirada de agradecimiento.

—La cortina de terciopelo negro… entre las dos bibliotecas… Descórrala, Adalbert.

—Detrás sólo está la pared —dijo éste, obedeciendo—. Y una estrecha vidriera.

—Cuente cinco piedras debajo de la esquina izquierda… de la vidriera y busque un saliente en la sexta… Cuando lo haya encontrado, presione.

Todos miraban ahora a Adalbert, que seguía punto por punto las instrucciones del Cojo. Oyeron un ligero chasquido y a continuación una abertura en la pared dejó pasar el aire frío de la noche.

—Muy bien —susurró Simón—. Ahora… la bomba. Retire el hachero que está más cerca del arcón de hierro… y la alfombra que está debajo.

—Hay una trampilla.

—El artefacto está ahí… Tráigalo.

Al cabo de un momento, el egiptólogo sacó un paquete compuesto de varios cartuchos de dinamita y un detonador provisto de un mecanismo de relojería y lo dejó sobre la mesa de mármol.

—¿Qué hora es? —preguntó Simón.

—Las ocho y media —dijo Aldo.

—Bien…, pongan el reloj… a las nueve menos cuarto…, pulsen el botón rojo… y váyanse lo más deprisa que puedan.

Un espasmo de dolor le hizo retorcerse entre los brazos de Aldo.

—¿Un cuarto de hora? —protestó éste—. ¿Quiere seguir sufriendo todo ese tiempo?

—Sí…, sí…, porque él… va a sufrir una agonía todavía peor… ¡Váyanse!… Adiós…, amigos, y gracias. Si les gusta algo de aquí…, cójanlo, y recen por mí…, sobre todo cuando Israel recupere su tierra… ¡Oh, Dios mío!… Suélteme, Aldo.

Morosini obedeció. Simón, con la frente impregnada de sudor, jadeaba y no podía contener los gemidos.

—No irán a dejarme aquí —dijo Solmanski—. Soy rico, ya lo saben, y ustedes van a tener que poner dinero de su bolsillo para llevar adelante este asunto. Yo les daré…

—¡Usted no va a darnos nada! —lo interrumpió Aldo—. ¡Le prohíbo que me insulte!

—Pero yo no quiero morir… ¡Compréndanlo! No quiero…

Por toda respuesta, Adalbert amordazó al prisionero con una bufanda que había en el suelo. Después empezó a apagar las velas.

—Pulsa el botón —le dijo a Aldo, que miraba sufrir al Cojo con lágrimas en los ojos—. Y haz ya lo que estás pensando, si no te tiembla la mano.

Morosini volvió la cabeza hacia él. Sólo cruzaron una breve mirada. Después, el príncipe activó el mecanismo mortal y por último, empuñando el revólver, en el que quedaba una bala, lo acercó a la cabeza del hombre que más respetaba en el mundo y disparó. El cuerpo torturado se distendió. El alma, liberada, ya podía elevarse.

—Vamos —lo apremió Adalbert—. Y no olvides el rubí.

Aldo se guardó el collar en el bolsillo y salió mientras su amigo apagaba las últimas velas. La puerta se cerró sobre aquel panteón donde aún quedaba un hombre vivo.

Se encontraron entre montones de piedras desprendidas y, tras haber corrido unas decenas de metros, se volvieron para contemplar lo que pensaban que era una capilla. Para su gran sorpresa, no vieron más que un túmulo de tierra, piedras y malas hierbas, y ni rastro de ninguna abertura.

—¡Increíble! —susurró Vidal-Pellicorne—. ¿Cómo consiguió hacer una instalación así?

—De él no me extraña nada. Era un hombre prodigioso y jamás agradeceré bastante al Cielo el haberme permitido conocerlo.

Aldo tenía unas ganas terribles de llorar, y seguro que no era el único, pues Adalbert acababa de sorber varias veces por la nariz. Buscó la mano de su amigo y la estrechó brevemente.

—Vámonos, Adal. No tenemos mucho tiempo, eso va a estallar de un momento a otro.

Echaron a correr hacia donde se veían algunas luces, quizá las últimas casas de Varsovia. No tardaron en llegar a una carretera bordeada de árboles ya pelados, tras los cuales brillaban las aguas oscuras de un curso de agua que Aldo reconoció de inmediato.

—Es el Vístula, y esta carretera es la de Wilanow, que debe de estar a nuestra espalda. Llegaremos enseguida a la ciudad y…

El ruido de la explosión lo dejó sin habla. Detrás de ellos, el cielo se iluminó. Luego, un surtidor de llamas y de chispas brotó del corazón del túmulo. Aldo y Adalbert se santiguaron al unísono. No porque creyeran que el hombre que acababa de pagar por sus crímenes y sus fechorías tuviera alguna posibilidad de redimirse, sino por simple respeto por la muerte, fuese de quien fuese.

—Me pregunto —dijo Vidal-Pellicorne— qué pensarán de este extraño túmulo los arqueólogos que trabajen en él próximamente o dentro de muchos años.

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