– ¿Qué estás diciendo? -dijo Zach, alzando la cabeza de golpe.
Sweeny esbozó su leve y diabólica sonrisa de satisfacción, contento por haber conseguido finalmente captar la atención de Zach.
– Te estoy diciendo que Adria Nash es London Danvers, pero no es hija de Witt Danvers, al menos no técnicamente, o biológicamente, digamos.
A Zach se le cayó el vaso de la mano y el whisky se derramó por el suelo salpicando los bajos de sus pantalones téjanos. La cabeza estaba a punto de estallarle.
– Si estuviera viva, supongo que todavía tendría derecho a toda su herencia. Eso lo tendría que decidir el equipo de abogados, pero dado que ella era la niña por la que tan loco estaba Witt, ella sigue siendo su princesa, la heredera de todo, y dado que la mitad de tu familia está muerta o entre rejas, ella se lo quedaría todo. ¿No crees?
– Si estuviera viva -gruñó Zach casi sin mover los labios.
– Sí, bueno… yo no puedo hacer nada a ese respecto.
– Supongo que puedes probar lo que acabas de contarme.
– Por supuesto. Se pueden conseguir los archivos, por orden del juez, tú ya me entiendes, y hasta he encontrado a una enfermera dispuesta a hablar. Es una pena que London haya muerto.
Zach llevó sus bolsas de viaje hasta el vestíbulo del hotel. Se había quedado en Portland mucho más tiempo del que tenía pensado quedarse. Había pasado casi una semana desde que hablara con Sweeny y los medios de comunicación ya no estaban sitiando ninguno de los edificios de la familia Danvers. Todavía llevaba la escayola, pero ya podía andar sin muletas y quería largarse de aquella maldita ciudad. Y no sabía si volvería alguna vez. Ya era hora de marcharse.
Llevado por un impulso, dejó el equipaje en la recepción del hotel y subió hasta el salón de baile, el primer lugar donde había visto a Adria. Abrió las puertas como si fuera a encontrarla allí, pero cuando encendió las luces, solo vio una sala vacía y fría, y sin un aliento de vida.
Ella solo le había dejado su recuerdo, un tobillo roto y la cruda confirmación de que nunca volvería a ser el mismo.
«Estúpido», farfulló, caminando por la gran sala y dejando que la puerta se cerrara de un golpe a sus espaldas. Se acordó de London la noche en que la secuestraron, de lo traviesa que había sido, de lo preciosa que era aquella niña. Bueno, al crecer se había convertido en toda una mujer. Adria vestida con su negro abrigo o con su reluciente vestido blanco, con sus ojos azules y sus labios provocadores, traviesa y amable. Sintió que se moría por dentro. Pero él era un hombre práctico. Al menos antes siempre lo había sido. Lo quisiera o no, tenía que enfrentarse al hecho de que ella se había ido, de que la había amado y de que nunca más volvería a amarla. Probablemente eso era lo mejor que podía pasar. No podía dejarse vencer por problemas emocionales. De nuevo se le llenaron los ojos de lágrimas amargas y se maldijo a sí mismo. No creía en el luto. Eso no resolvía nada.
Enfadado consigo mismo, apagó las luces y abandonó la sala. Conduciría hasta Bend y allí se emborracharía tanto que Manny tendría que llevarlo a casa, pero esta vez no saldría a buscar a ninguna mujer. No durante mucho tiempo.
Había aparcado en la calle y, mientras llevaba las bolsas al coche, sintió el tibio calor del sol del invierno filtrándose entre los edificios de oficinas y entre los árboles sin hojas que habían plantado delante del hotel. El sol bailaba sobre las húmedas aceras y se colocó unas gafas oscuras antes de volver la esquina y dirigirse hacia el jeep, donde, de repente, se quedó helado.
Ella estaba allí, con una de sus caderas embutidas en un pantalón tejano apoyada contra el guardabarros, con sus ojos tan azules como el cielo y su negro cabello rizado ondulando al viento. Era una visión.
– Qué dem…
– ¿Te vas a quedar todo el día ahí con la boca abierta o me vas a llevar a casa? -dijo ella y su voz le traspasó el corazón de parte a parte.
– Adria.
¡No podía creerlo!
Se le aceleró el corazón, pero aún no podía creer lo que veían sus ojos. No podía creerlo.
– ¿Y bien, vaquero?
Sintió un nudo en la garganta. Dejó caer las bolsas al suelo y avanzó unos pasos. Riendo, ella corrió hacia él y se lanzó en sus brazos. Diciéndose a sí mismo que aquello era real, él la apretó contra sí con todas sus fuerzas, dejando que su cuerpo se empapara del calor de aquel otro cuerpo, sin notar ya el dolor de su tobillo herido.
– Pero tú estabas… ¿qué ha pasado?
Ella lo besó con una pasión que le quemó la piel.
– No podía seguir alejada de ti -dijo ella con voz ronca-. Lo intenté. -Ahora lo miraba con cara seria-. Conseguí salir del río y me dije que lo mejor para ti era que pensaras que había muerto. Llevaba bastante dinero encima para buscar una habitación en un hotel barato e incluso me sobró para comprar algo de ropa. Estuve esperando, tratando de imaginar cómo podría recuperar mi coche y mi carnet de identidad, y regresar a Montana sin que tú me descubrieras.
– Y me habrías dejado pensar que… -Su mandíbula se endureció como una piedra.
– Calla -dijo ella, presionando los labios de él con un dedo-. Todavía creía que éramos hermanos y… bueno, luego se descubrió la historia de Katherine, y de que yo no era hija biológica de Witt, y pensé… -Le sonrió con unos ojos que desprendían amor-. Bueno, pensé que quizá podríamos hacer algo al respecto.
– ¿Por qué no has venido antes…? -preguntó él con voz ronca.
– Quería estar segura. Y no quería volver como London Danvers -dijo ella, apartándose el pelo de la cara-. He descubierto que me gusta ser Adria Nash, que no necesito ninguna herencia, ni el dinero de los Danvers. -Tragó saliva a la vez que alzaba la barbilla como retándole a que le discutiera-. He vuelto aquí porque te quiero, Zachary -dijo ella con valentía-. Quiero estar contigo. Sin compromisos.
Él se quedó mirándola un instante y sus labios se curvaron suavemente.
– Bueno, ¿a ver qué te parece esto? -dijo él-. Me enamoré de ti desde la primera vez que te vi y he ido hasta el infierno y he vuelto por culpa de eso. Créeme, habrá compromisos, y muchos. -Haciendo una mueca, la cogió en brazos y cojeando un poco la llevó así hasta el hotel.
Ella se reía, con una risa que hacía que Zach se estremeciera de alegría por dentro, y su cabello negro iba casi arrastrando por el suelo. La gente se volvía al verlos pasar, alzando las cejas; cuando él abrió la puerta del hotel Danvers de un golpe y empezó a subir la escalera hacia el salón de baile, una mujer dio un grito ahogado. Pero Zach ni siquiera la oyó.
Una vez dentro de la oscura sala, él la dejó de nuevo de pie en el suelo y cerró la puerta. Tomándola entre los brazos, la besó en el cuello rozando con los labios su piel suave. Ella le pasó los brazos alrededor del cuello.
– Ahora, señorita Nash… empecemos de nuevo-le sugirió él mientras jugueteaba con el primer botón de su blusa.
Adria sonrió al hombre que amaba. Le echó las manos por detrás de la nuca y supo que había llegado hasta allí en busca de su pasado… de una vida de lujo y riqueza… solo para descubrir que el amor era el tesoro más valioso de todos.
– Y no paremos -le sugirió ella.
– Buena idea. -Zach le guiñó un ojo mientras le abría la blusa-. Esta vez, preciosa, nos lo vamos a tomar con tiempo y lo vamos a hacer bien. Créeme.
– Te creo, vaquero -le aseguró ella-. Te creo.
***
[1]Protagonistas de una de las más famosas y duraderas comedias de situación televisivas estadounidenses de los años sesenta -«The Adventures of Ozzie and Harriet»-, en la que los miembros de una familia media americana se interpretaban a sí mismos. (N del T.)
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