El jardín estaba repleto de cazadores de sombras; veinte, quizá treinta, con las oscuras vestiduras de caza, cubiertos de Marcas y cada uno sosteniendo una refulgente piedra de luz mágica.
A la cabeza del grupo se encontraba Maryse, con una armadura negra de cazadora de sombras y una capa, la capucha echada hacia atrás. Detrás de ella se alineaban docenas de desconocidos, hombres y mujeres que Clary no había visto nunca, pero que lucían las Marcas de los nefilim en los brazos y los rostros. Uno de ellos, un apuesto hombre de piel negra como el ébano, miró fijamente a Clary e Isabelle... y junto a ellas, a Jace y Alec, que habían salido de la escalera y pestañeaban bajo la inesperada iluminación.
—Por el Ángel —exclamó el hombre—. Maryse... ya había alguien ahí abajo.
La boca de Maryse se abrió en una silenciosa exclamación de sorpresa al ver a Isabelle. Luego la cerró, apretando los labios en una fina línea blanca, como una cuchillada dibujada en tiza sobre la cara.
—Lo sé, Malik —contestó—. Éstos son mis hijos.
Un quedo murmullo recorrió al grupo. Los que iban encapuchados se echaron las capuchas hacia atrás, y Clary pudo ver, por las expresiones de Jace, Alec e Isabelle, que muchos de los cazadores de sombras les eran conocidos.
—Por el Ángel. —La mirada incrédula de Maryse pasó de Alec a Jace, cruzó por encima de Clary y regresó a su hija. Jace se había apartado de Alec cuando Maryse comenzó a hablar, y se mantenía un poco alejado de los otros tres, con las manos en los bolsillos. Isabelle retorcía nerviosamente el látigo que tenía en las manos. Alec parecía juguetear con su teléfono móvil, aunque Clary no podía ni imaginar a quién estaría llamando—. ¿Qué estáis haciendo aquí? ¿Alec? ¿Isabelle? Ha habido una llamada de auxilio procedente de la Ciudad Silenciosa...
—Nosotros respondimos a ella —contestó Alec.
La mirada del muchacho se movió ansiosamente por el grupo allí reunido. Clary no podía culparle por su nerviosismo. Se trataba del grupo más grande de cazadores de sombras adultos, bueno de cazadores de sombras en general, que ella había visto nunca. No dejaba de mirar de rostro en rostro, registrando las diferencias entre ellos: variaban ampliamente en edad, raza y aspecto general, y sin embargo todos daban la misma impresión de poder inmenso y contenido. Podía percibir sus sutiles miradas puestas en ella, examinándola, evaluándola. Uno de ellos, una mujer con ondulantes cabellos canosos, la miraba fijamente con una fiereza que no tenía nada de sutil. Clary parpadeó y apartó los ojos.
—No estabas en el Instituto... —prosiguió Alec— y no podíamos ponernos en contacto con nadie... así que vinimos nosotros.
—Alec...
—No importa, de todos modos —concluyó Alec—. Están muertos. Los Hermanos Silenciosos. Están todos muertos. Los han asesinado.
Esta vez no surgió ningún sonido de los allí reunidos. Todos se quedaron inmóviles, del mismo modo en que una manada de leones podría quedarse inmóvil al descubrir una gacela.
—¿Muertos? —repitió Maryse—. ¿Qué quieres decir con que están muertos?
—Creo que está muy claro lo que quiere decir. —Una mujer que llevaba un largo abrigo gris había aparecido de improviso junto a Maryse. Bajo la parpadeante luz, a Clary le pareció una especie de caricatura de Edward Gorey, toda ángulos agudos, cabellos recogidos hacia atrás y ojos igual que pozos negros cavados en la cara. Sostenía un refulgente pedazo de luz mágica sujeto a una larga cadena de plata, pasada a través de los dedos más delgados que Clary había visto nunca.
—¿Están todos muertos? —preguntó, dirigiéndose a Alec—. ¿No habéis hallado a nadie con vida en la Ciudad?
Alec negó con la cabeza.
—No que nosotros viéramos, Inquisidora.
De modo que ésa era la Inquisidora, pensó Clary. Ciertamente parecía alguien capaz de arrojar a un chico adolescente a una mazmorra sin más motivo que el no gustarle su actitud.
—Que vierais —repitió la Inquisidora, con los ojos igual que centelleantes cuentas, antes de volver la cabeza hacia Maryse—. Aún podría haber supervivientes. Yo enviaría a tu gente al interior de la Ciudad para que hicieran una comprobación a fondo.
Maryse apretó los labios. Por lo poco que Clary había averiguado sobre Maryse, sabía que a la madre adoptiva de Jace no le gustaba que le dijesen qué hacer.
—Muy bien —aceptó Maryse. Se volvió hacia el resto de cazadores de sombras, que no eran tantos como Clary había pensado en un principio; más cerca de veinte que de treinta, aunque la impresión que le había causado su aparición los había hecho parecer una multitud ingente.
Maryse habló con Malik en voz baja. Él asintió y, cogiendo por el brazo a la mujer de cabellos plateados, condujo a los cazadores de sombras hacia la entrada de la Ciudad de Hueso. A medida que uno tras otro descendían por la escalera, con sus respectivas luces mágicas en la mano, el resplandor del patio empezó a desvanecerse. La última en bajar fue la mujer del cabello canoso. A mitad de la escalera, la mujer se detuvo, se volvió y miró hacia atrás... directamente a Clary. Sus ojos estaban cargados de un terrible anhelo, como si ansiase desesperadamente decirle algo. Después de un momento, volvió a echarse la capucha sobre el rostro y desapareció en las sombras.
Maryse rompió el silencio.
—¿Por qué querría nadie asesinar a los Hermanos Silenciosos? No son guerreros, no llevan Marcas de combate...
—No seas ingenua, Maryse —le cortó la Inquisidora—. Esto no ha sido un ataque al azar. Puede que los Hermanos Silenciosos no sean guerreros, pero son ante todo guardianes, y muy buenos en su trabajo. Por no decir difíciles de matar. Alguien quería algo de la Ciudad de Hueso y estaba dispuesto a matar a los Hermanos Silenciosos para obtenerlo. Esto ha sido premeditado.
—¿Qué hace que estés tan segura?
—¿Esa pérdida de tiempo que nos ha llevado a todos a Central Park? ¿La niña hada muerta?
—Yo no llamaría a eso una pérdida de tiempo. A la niña hada le habían sacado toda la sangre, como a los otros. Estos asesinatos podrían ocasionar serios problemas entre los Hijos de la Noche y otros subterráneos...
—Distracciones —replicó la Inquisidora, desdeñosa—. Quería que estuviésemos fuera del Instituto para que nadie respondiera a los Hermanos cuando llamaran pidiendo ayuda. Ingenioso, en realidad. Pero claro, él siempre fue muy ingenioso.
—¿Él? —Fue Isabelle quien habló, con el rostro muy pálido entre las negras alas de sus cabellos—. Se refiere...
Las siguientes palabras de Jace provocaron una sacudida en Clary, como si hubiese entrado en contacto con una corriente eléctrica.
—Valentine —dijo el muchacho—. Valentine ha cogido la Espada Mortal. Por eso ha matado a los Hermanos Silenciosos.
Una fina y repentina sonrisa se curvó en el rostro de la Inquisidora, como si Jace hubiese dicho algo que la complaciera enormemente.
Alec dio un brinco y se volvió para mirar a Jace boquiabierto.
—¿Valentine? Pero tú no nos has dicho que estaba aquí.
—Nadie me lo ha preguntado.
—Pero él no puede haber matado a los Hermanos. Los han hecho pedazos. Ninguna persona podría haber hecho todo eso.
—Probablemente tuvo ayuda demoníaca —repuso la Inquisidora—. Ya ha usado antes demonios para que le ayuden. Y con la protección de la Copa, podría invocar a algunas criaturas muy peligrosas. Más peligrosas que los rapiñadores —añadió haciendo una mueca con el labio, y aunque no miró a Clary al decirlo, las palabras fueron, en cierto modo, un bofetón verbal; la tenue esperanza de Clary de que la Inquisidora no la hubiese visto o reconocido se desvaneció—. O los patéticos repudiados.
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