Se arrodilló, dejando la estela a un lado, y lo giró con suavidad. Sí, era Jace. Tenía otro cardenal en la mejilla, y estaba muy pálido,
pero Clary pudo ver el veloz movimiento bajo los párpados y una vena latiéndole en la garganta. Estaba vivo.
El alivio la recorrió como una oleada ardiente, deshaciendo las tirantes cuerdas de tensión que la habían mantenido de una pieza todo aquel tiempo. La luz mágica cayó al suelo junto a ella, donde siguió resplandeciendo. Clary le apartó el cabello de la frente con una ternura que le pareció ajena; jamás había tenido hermanos o hermanas, ni siquiera un primo; nunca había tenido ocasión de vendar heridas o besar rodillas arañadas u ocuparse de nadie.
Pero estaba bien sentir ese tipo de ternura hacia Jace, se dijo, reacia a apartar la mano incluso cuando los párpados de éste se agitaron bruscamente y el muchacho gimió. Era su hermano, ¿por qué no iba a importarle lo que le sucediera?
Los ojos de Jace se abrieron. Las pupilas estaban enormes, dilatadas. ¿Quizá se había golpeado la cabeza? Sus ojos se clavaron en ella con una expresión de aturdido desconcierto.
—¿Clary? —preguntó—. ¿Qué haces aquí?
—He venido a buscarte —dijo ella, porque era la verdad.
Un espasmo cruzó el rostro del muchacho.
—¿Realmente estás aquí? No estoy... No estoy muerto, ¿verdad?
—No —respondió ella, acariciándole el rostro con la mano—. Te has desmayado, eso es todo. Seguramente también te golpeaste la cabeza.
Jace alzó la mano para cubrir la de ella.
—Ha valido la pena —repuso él en una voz tan queda que Clary no estuvo segura de qué era lo que había dicho.
—¿Qué?
Era Alec, que se metía por la abertura con Isabelle justo detrás de él. Clary apartó a toda prisa la mano, luego se maldijo en silencio. No había estado haciendo nada malo.
Jace se incorporó penosamente hasta quedar sentado. Tenía el rostro ceniciento y la camiseta salpicada de sangre. La expresión de Alec se convirtió en una de preocupación.
—¿Te encuentras bien? —quiso saber, arrodillándose—. ¿Qué ha pasado? ¿Puedes recordarlo?
Jace alzó la mano ilesa.
—Una pregunta cada vez, Alec. Creo que la cabeza está a punto de estallarme.
—¿Quién te ha hecho esto? —Isabelle sonó a la vez perpleja y furiosa.
—Nadie me ha hecho nada. Me lo hice yo intentando quitarme las esposas. —Se miró la muñeca, de la que parecía casi haberse arrancado toda la piel, e hizo una mueca de dolor.
—Dame —dijeron a la vez Clary y Alec, yendo a cogerle la mano.
Los ojos de ambos se encontraron, y Clary fue la primera en detenerse. Alec sujetó la muñeca de Jace y sacó su estela; con unos pocos y veloces giros de muñeca, dibujó un iratze —una runa curativa— justo debajo del aro de piel sangrante.
—Gracias —dijo Jace, retirando la mano; la parte lastimada de la muñeca empezaba a volver a soldarse—. El hermano Jeremiah...
—Está muerto —informó Clary.
—Lo sé. —Desdeñando la ayuda que le ofrecía Alec, Jace se incorporó hasta apoyarse en la pared—. Lo han asesinado.
—¿Se han matado los Hermanos Silenciosos entre sí? —preguntó Isabelle—. No lo entiendo..., no comprendo por qué harían eso...
—No lo han hecho —respondió Jace—. Algo los mató. No sé qué. —Un espasmo de dolor le crispó el rostro—. Mi cabeza...
—Tal vez deberíamos irnos —propuso Clary nerviosamente—. Antes de que lo que fuera que los mató...
—¿Regrese a por nosotros? —inquirió Jace, y bajó la mirada hacia la camisa ensangrentada y la mano magullada—. Creo que se ha ido. Pero supongo que él todavía podría hacerlo regresar.
—¿Quién podría hacer regresar qué? —quiso saber Alec, pero Jace no dijo nada.
El rostro del muchacho había pasado de gris a blanco como el papel. Alec le sujetó cuando empezó a resbalarse por la pared.
—Jace...
—Estoy bien —protestó él, pero se sujetó a la manga de Alec con fuerza—. Puedo aguantarme en pie.
—A mí me parece que estás usando la pared para sostenerte. Ésa no es mi definición de «aguantarme en pie».
—Es estar apoyado —le contestó Jace—. Estar apoyado viene justo antes de aguantarme en pie.
—Para de discutir —intervino Isabelle, apartando una antorcha apagada de una patada—. Tenemos que salir de aquí. Si hay algo ahí fuera lo bastante malo para matar a los Hermanos Silenciosos, nos hará picadillo.
—Izzy tiene razón. Deberíamos marcharnos. —Clary recuperó la luz mágica y se levantó—. Jace... ¿estás bien para andar?
—Puede apoyarse en mí. —Alec pasó el brazo de Jace sobre sus hombros, éste se apoyó pesadamente en él—. Vamos —indicó Alec con suavidad—. Te curaremos cuando estemos fuera.
Fueron lentamente hacia la puerta de la celda, donde Jace se detuvo un instante para contemplar fijamente el cuerpo del hermano Jeremiah, que yacía retorcido sobre las losas. Isabelle se arrodilló y bajó la capucha de lana marrón del Hermano Silencioso para cubrirle el rostro contorsionado. Cuando se incorporó, todos los semblantes estaban serios.
—Jamás he visto a un Hermano Silencioso asustado —comentó Alec—. No creía que les fuese posible sentir miedo.
—Todo el mundo siente miedo —afirmó Jace tajante.
El muchacho seguía muy pálido y mantenía la mano herida apoyada contra el pecho, aunque Clary pensó que no se debía al dolor físico. Parecía distante, como si se hubiese retraído, ocultándose de algo.
Retrocedieron sobre sus pasos por los oscuros corredores y ascendieron los estrechos peldaños que conducían al pabellón de las Estrellas Parlantes. Cuando lo alcanzaron, Clary notó el denso olor a sangre y a quemado con mucha mayor intensidad que al pasar por allí antes. Jace, apoyado en Alec, miró a su alrededor con una expresión mezcla de horror y confusión. Clary vio que miraba fijamente la pared opuesta, que estaba profusamente salpicada de sangre.
—Jace. No mires —dijo.
Y en seguida se sintió estúpida; él era un cazador de demonios, al fin y al cabo, y seguro que había visto cosas peores.
Jace meneó la cabeza.
—Algo va mal...
—Todo va mal aquí. —Alec ladeó la cabeza en dirección al bosque de arcos que conducía lejos del pabellón—. Ése es el camino más rápido para salir de aquí. Vámonos.
No hablaron demasiado mientras emprendían el camino de vuelta a través de la Ciudad de Hueso. Cada sombra parecía ocultar un movimiento, como si la oscuridad cubriera criaturas que aguardaban para saltar sobre ellos. Isabelle musitaba algo por lo bajo y, aunque Clary no podía oír las palabras, sonaba como otro idioma, algo antiguo... latín, tal vez.
Cuando alcanzaron las escaleras que conducían fuera de la Ciudad, Clary emitió un silencioso suspiro de alivio. La Ciudad de Hueso quizá hubiera sido hermosa en alguna ocasión, pero ahora resultaba aterradora. Cuando llegaron al último tramo de escalones, una fuerte luz le hirió los ojos y le hizo lanzar un grito de sorpresa. Distinguió débilmente la estatua del Ángel, que se alzaba en lo alto de la escalera, iluminada por detrás con una refulgente luz dorada, brillante como el sol. Echó una rápida mirada a los demás; éstos parecían tan confusos como ella.
—No puede haber amanecido ya... ¿verdad? —murmuró Isabelle—. ¿Cuánto tiempo hemos estado ahí abajo?
Alec miró su reloj.
—No tanto como eso.
Jace farfulló algo, demasiado quedo para que nadie más le oyera. Alec inclinó la cabeza hacia él.
—¿Qué has dicho?
—Luz mágica —contestó Jace, esta vez en voz más alta.
Isabelle corrió escalera arriba, con Clary detrás de ella y Alec a la cola, luchando para ayudar a Jace por los escalones. En lo alto de la escalera, Isabelle se detuvo de golpe como paralizada. Clary la llamó, pero ella no se movió. Al cabo de un momento, Clary estuvo a su lado y entonces le tocó a ella mirar a su alrededor con asombro.
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