Iglesia le dedicó una mirada terrible, se tumbó, y se dispuso a dormir.
—Gatos —rezongó Isabelle, y dio un portazo.
—Hola, Clary. —Alec estaba sentado en la cama deshecha de Isabelle, con las botas colgando por el lado—. ¿Qué haces aquí?
Clary se sentó en el taburete acolchado frente al tocador espléndidamente desordenado de Isabelle.
—Tu hermana me ha enviado un mensaje de texto. Me ha dicho lo que ha pasado con Jace.
Isabelle y Alec intercambiaron una mirada expresiva.
—Bueno, Alec —exclamó Isabelle—. Pensé que debía saberlo. ¡No contaba con que viniera aquí a toda velocidad!
A Clary el estómago le dio un vuelco.
—¡Pues claro que he venido! ¿Jace está bien? ¿Por qué demonios lo ha metido la Inquisidora en la prisión?
—No es una prisión exactamente. Está en la Ciudad Silenciosa —explicó Alec; se sentó muy erguido y se colocó uno de los almohadones de Isabelle sobre el regazo para dedicarse a juguetear despreocupadamente con el fleco de cuentas cosido a los bordes.
—¿En la Ciudad Silenciosa? ¿Por qué?
Alec vaciló.
—Hay celdas debajo de la Ciudad Silenciosa. A veces encierran criminales antes de deportarlos a Idris para ser juzgados ante el Consejo. Personas que han hecho cosas realmente malas. Asesinos, renegados, vampiros. Cazadores de sombras que quebrantan los Acuerdos. Ahí es donde está Jace ahora.
—¿Encerrado con un puñado de asesinos? —Clary volvía a estar de pie, escandalizada—. ¿Qué es lo que os pasa a todos vosotros? ¿Por qué no estáis más enfadados?
Alec e Isabelle intercambiaron otra mirada.
—Es sólo por una noche —repuso Isabelle—. Y no hay nadie más allí abajo con él. Lo hemos preguntado.
—Pero ¿por qué? ¿Qué ha hecho Jace?
—Se insolentó con la Inquisidora. Eso fue todo, hasta donde yo sé —contestó Alec.
Isabelle se sentó en el borde del tocador.
—Es increíble —exclamó.
—Entonces, la Inquisidora debe de estar loca —declaró Clary.
—No, la verdad es que no lo está —repuso Alec—. Si Jace estuviera en vuestro ejército mundano, ¿crees que se le permitiría insolentarse con sus superiores? Por supuesto que no.
—Bueno, no durante una guerra. Pero Jace no es un soldado.
—Nosotros sí somos soldados. Jace tanto como el resto de nosotros. Existe una jerarquía de mando, y la Inquisidora está cerca de la cúpula. Jace está cerca de la base. Debería haberla tratado con más respeto.
—Si estáis de acuerdo con que debe estar en la cárcel, ¿por qué me habéis pedido que viniera aquí? ¿Sólo para convencerme de que os diera la razón? No le veo el sentido. ¿Qué queréis que haga?
—No hemos dicho que debería estar en la cárcel —le espetó Isabelle—. Sólo que no debería haberle replicado a uno de los miembros de más alto rango de la Clave. Además —añadió en algo más parecido a un hilo de voz—. Se me ocurrió que a lo mejor podrías ayudar.
—¿Ayudar? ¿Cómo?
—Ya te lo he dicho antes —dijo Alec—. La mitad del tiempo parece que Jace esté intentando que lo maten. Tiene que aprender a mirar por sí mismo, y eso incluye cooperar con la Inquisidora.
—¿Y crees que puedo ayudar obligándole a hacerlo? —inquirió Clary, con voz incrédula.
—No estoy segura de que nadie pueda obligar a Jace a hacer nada —repuso Isabelle—. Pero creo que puedes recordarle que tiene algo por lo que vivir.
Alec bajó la mirada a la almohada que tenía en la mano y dio un tirón repentino y salvaje al fleco. Las cuentas tintinearon por la manta de Isabelle como una cortina de lluvia.
—Alec, no hagas eso —le riñó su hermana, frunciendo el entrecejo.
Clary quiso decirle a Isabelle que ellos eran la familia de Jace, que ella no lo era, que sus voces tenían más peso en él del que la suya tendría jamás. Pero no dejaba de oír la voz de Jace en la cabeza, diciendo: «Jamás sentí como si perteneciera a ninguna parte. Pero tú me hiciste sentir como si perteneciera».
—¿Podemos ir a la Ciudad Silenciosa y verle?
—¿Le dirás que coopere con la Inquisidora? —quiso saber Alec.
Clary lo consideró.
—Primero quiero oír lo que él tiene que decir.
Alec tiró la almohada sobre la cama y se puso en pie. Antes de que pudiera decir nada, llamaron a la puerta. Isabelle se apartó del tocador y fue a abrir.
Era un chico menudo de cabellos oscuros, con los ojos medio ocultos por unas gafas. Llevaba vaqueros y una sudadera extra grande, y sostenía un libro en una mano.
—Max —exclamó Isabelle, con cierta sorpresa—, pensaba que dormías.
—Estaba en la habitación de las armas —respondió el chico; que sin duda era el hijo menor de los Lightwood—. Pero se oían ruidos que venían de la biblioteca. Creo que alguien podría estar intentando ponerse en contacto con el Instituto. —Miró detenidamente por detrás de Isabelle a Clary—. ¿Quién es ésa?
—Es Clary —contestó Alec—. La hermana de Jace.
Los ojos de Max se abrieron como platos.
—Pensaba que Jace no tenía hermanos.
—Eso era lo que todos pensábamos —afirmó Alec; recogió el suéter que había dejado echado sobre una de las sillas de Isabelle y se lo pasó rápidamente por la cabeza. Los cabellos le rodeaban la cabeza como un suave halo oscuro, chisporroteando con electricidad estática. Tiró de la prenda con impaciencia—. Será mejor que vaya a la biblioteca.
—Iremos los dos —dijo Isabelle; sacó su látigo de oro, que estaba enroscado en forma de reluciente soga, de un cajón y se pasó el mango por el cinturón—. A lo mejor ha sucedido algo.
—¿Dónde están vuestros padres? —preguntó Clary.
—Les llamaron al exterior hace unas pocas horas. Han asesinado a un hada en Central Park. La Inquisidora se ha ido con ellos —explicó Alec.
—¿No quisisteis ir?
—No se nos invitó. —Isabelle se enrolló las dos oscuras trenzas sobre la cabeza y atravesó el rodete de pelo con una pequeña daga de cristal—. Cuida de Max, ¿quieres? Volveremos en seguida.
—Pero... —protestó Clary.
—Volveremos en seguida.
Isabelle salió al pasillo a toda velocidad, con Alec pegado a sus talones. En cuanto la puerta se cerró tras ellos, Clary se sentó en la cama y contempló a Max con aprensión. Nunca había pasado mucho tiempo con niños porque su madre nunca le había permitido hacer de canguro, y lo cierto era que no estaba segura de cómo hablarles o qué podría divertirles. La ayudó un poco que ese niño en concreto le recordara a Simon a esa edad, con los brazos y las piernas delgaduchos, y gafas que parecían demasiado grandes para su rostro.
Max le devolvió la mirada con una ojeada evaluativa propia, no tímida, sino pensativa y contenida.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó finalmente.
Clary se quedó atónita.
—¿Cuántos parece que tenga?
—Catorce.
—Tengo dieciséis, pero la gente siempre piensa que soy más pequeña de lo que soy porque soy baja.
Max asintió.
—A mí también me pasa —dijo—. Tengo nueve pero la gente siempre piensa que tengo siete.
—Yo te veo con aspecto de nueve —indicó Clary—. ¿Qué es lo que sostienes? ¿Un libro?
Max sacó la mano de detrás de la espalda. Sujetaba un libro en rústica ancho y plano, aproximadamente del tamaño de una de aquellas revistas pequeñas que se vendían en los mostradores de las tiendas. Éste tenía una cubierta de vivos colores con escritura kanji japonesa debajo de las palabras en inglés. Clary lanzó una carcajada.
— Naruto —leyó—. No sabía que te gustaba el manga. ¿Dónde lo has conseguido?
—En el aeropuerto. Me gustan los dibujos pero no tengo ni idea de cómo leerlo.
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