Jace se lamió los labios resecos.
—¿Qué vas a hacer con ella?
—Te lo contaré —repuso Valentine—, cuando crea que puedo confiar en ti y sepa que tú confías en mí.
—¿Confiar en ti? ¿Después de que te escabulleras a través del Portal en Renwick y lo hicieras pedazos para que no pudiera ir tras de ti? ¿Y de que intentaras matar a Clary?
—Nunca habría lastimado a tu hermana —replicó él, con un ramalazo de cólera—. Del mismo modo que no te lastimaría a ti.
—¡Lo único que has hecho ha sido lastimarme! ¡Fueron los Lightwood quienes me protegieron!
—No soy yo quien te ha encerrado aquí. No soy yo quien te amenaza y desconfía de ti. Son los Lightwood y sus amigos de la Clave. —Valentine hizo una pausa—. Viéndote así, viendo cómo te han tratado y que sin embargo sigues mostrándote estoico, me siento orgulloso de ti.
Sorprendido, Jace alzó los ojos, tan de prisa que sintió un vahído. La mano le lanzó una punzada insistente. Reprimió el dolor y lo frenó hasta que su respiración se relajó.
—¿Qué? —soltó.
—Me doy cuenta ahora de que me equivoqué en Renwick —siguió Valentine—. Te veía como el muchachito que dejé en Idris, obediente a todos mis deseos. En su lugar encontré a un joven testarudo, independiente y valeroso, y sin embargo te traté como si todavía fueses un niño. No me sorprende que te rebelases contra mí.
—¿Me rebelase?...
A Jace se le hizo un nudo en la garganta, que impidió el paso a las palabras que deseaba pronunciar. La cabeza le había empezado a martillear siguiendo el ritmo del dolor agudo de la mano.
—Nunca tuve la oportunidad de explicarte mi pasado —continuó diciendo Valentine—, de contarte por qué he hecho las cosas que he hecho.
—No hay nada que explicar. Mataste a mis abuelos. Mantuviste prisionera a mi madre. Mataste a otros cazadores de sombras para favorecer tus propios designios. —Cada palabra le sabía a Jace a veneno.
—Únicamente conoces la mitad de los hechos, Jonathan. Te mentí cuando eras un niño porque eras demasiado joven para comprender. Ahora eres lo bastante mayor como para que se te cuente la verdad.
—En ese caso, cuéntame la verdad.
Valentine alargó el brazo por entre los barrotes de la celda y posó la mano sobre la cabeza de Jace. La textura áspera y encallecida de los dedos tenía exactamente el mismo tacto que había tenido cuando Jace tenía diez años.
—Quiero confiar en ti, Jonathan —dijo—. ¿Puedo?
Jace quiso responder, pero las palabras no salieron. Sentía como si le estuvieran cerrando lentamente un aro de hierro alrededor del pecho, dejándole sin respiración.
—Desearía... —musitó.
Sonó un ruido por encima de ellos. Un ruido parecido al golpe de una puerta de metal; a continuación, Jace oyó pisadas, susurros que resonaban en las paredes de piedra de la Ciudad. Valentine se puso en pie, cerrando la mano sobre la luz mágica hasta que ésta sólo fue un tenue resplandor y él mismo una sombra apenas recortada.
—Más rápido de lo que pensé —murmuró, y bajó los ojos para mirar a Jace por entre los barrotes.
Jace miró más allá de él, pero no pudo ver otra cosa que la oscuridad al otro lado de la tenue iluminación de la luz mágica. Pensó en la turbulenta forma oscura que había visto antes, extinguiendo toda luz ante ella.
—¿Qué se acerca? ¿Qué es? —exigió saber, arrastrándose al frente de rodillas.
—Debo marcharme —repuso Valentine—. Pero no hemos terminado, tú y yo.
Jace colocó la mano en los barrotes.
—Quítame la cadena. Sea lo que sea eso, quiero poder luchar.
—Quitarte las cadenas ahora no sería precisamente un favor.
Valentine cerró la mano por completo alrededor de la piedra de luz mágica. Ésta se extinguió, sumiendo la sala en la oscuridad. Jace se arrojó contra los barrotes de la celda en medio de violentas protestas y el dolor de su muñeca rota.
—¡No! —chilló—. Padre, por favor.
—Cuando quieras encontrarme —dijo Valentine—, me encontrarás.
Y a continuación sólo hubo el sonido de sus pisadas que retrocedían veloces y la propia respiración irregular de Jace mientras se dejaba caer contra los barrotes.
Durante el viaje en metro hasta la zona residencial, Clary fue incapaz de sentarse. Paseó de arriba abajo del vagón casi vacío, con los auriculares de su iPod colgándole del cuello. Isabelle no había contestado al teléfono cuando Clary la había llamado, y una sensación irracional de inquietud corroía las tripas de la muchacha.
Pensó en Jace en La Luna del Cazador, cubierto de sangre. Mientras mostraba los dientes gruñendo encolerizado, había parecido más un hombre lobo que un cazador de sombras encargado de proteger a los humanos y mantener a los subterráneos a raya.
Subió como una exhalación las escaleras de la parada de la calle Noventa y seis, y aminoró la marcha al aproximarse a la esquina desde donde el Instituto se veía como una enorme sombra gris. Había hecho calor en los túneles, y el sudor del cogote le cosquilleaba helado mientras recorría el agrietado camino de cemento hasta la puerta principal del Instituto.
Alargó la mano hacia el descomunal tirador de la campanilla que colgaba del arquitrabe, luego vaciló. Ella era una cazadora de sombras, ¿verdad? Tenía derecho a estar en el Instituto, igual que lo tenían los Lightwood. Con una nueva determinación, asió el picaporte intentó recordar las palabras que Jace había pronunciado.
—En el nombre del Ángel, soli...
La puerta se abrió de par en par a una oscuridad iluminada por las llamas de docenas de velas diminutas. Mientras pasaba presurosa por entre los bancos, las velas parpadearon como si se rieran de ella. Llegó al ascensor, cerró la puerta de metal a su espalda y presionó los botones con un dedo tembloroso. Deseó que su nerviosismo se calmara; ¿estaba preocupada por Jace, o simplemente preocupada por tener que ver a Jace? El rostro de la muchacha, enmarcado por el cuello subido del abrigo, se veía muy blanco y pequeño, los ojos grandes y de un verde oscuro, los labios pálidos y mordidos. «Nada bonita», se dijo consternada, y se obligó a borrar esa idea. ¿Qué importaba el aspecto que tuviese? A Jace no le importaba. A Jace no podía importarle.
El ascensor se detuvo con un chasquido metálico, y Clary abrió la puerta. Iglesia la esperaba en el vestíbulo y la saludó con un maullido contrariado.
—¿Qué es lo que sucede, Iglesia?
La voz de la muchacha sonó anormalmente fuerte en la silenciosa estancia. Se preguntó si habría alguien en el Instituto. Quizá sólo estuviese ella. La idea le dio escalofríos.
—¿Hay alguien en casa?
El gato persa de color azul le dio la espalda y se alejó por el pasillo. Pasaron ante la sala de música y la biblioteca, ambas vacías, antes de que Iglesia doblara otra esquina y se sentara frente a una puerta cerrada. «Bien. Pues, aquí estamos», parecía indicar su expresión.
Antes de que pudiera llamar, la puerta se abrió, y apareció Isabelle de pie en el umbral, descalza y vestida con unos vaqueros y un suave suéter violeta. Se sobresaltó al ver a Clary.
—Me ha parecido oír a alguien por el pasillo, pero no pensaba que serías tú —dijo—. ¿Qué haces aquí?
Clary la miró fijamente.
—Tú me has enviado un mensaje de texto. Decías que la Inquisidora había metido a Jace en la cárcel.
—¡Clary! —Isabelle echó una rápida mirada a un lado y otro del pasillo, luego se mordió el labio—. No quería decir que debieras venir corriendo.
Clary estaba horrorizada.
—¡Isabelle! ¡La cárcel!
—Sí, pero... —Con un suspiro de derrota, Isabelle se hizo a un lado e indicó con una seña a Clary que entrara en la habitación—. Mira, será mejor que entres. Y tú, fuera —dijo, agitando una mano en dirección a Iglesia —. Ve a custodiar el ascensor.
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