Cassandra Clare - Ciudad de cenizas

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Clary Fray desearía que su vida volviera a la normalidad. Si pudiera dejar atrás el mundo de los cazadores de sombras, tendría más tiempo para Simon, su mejor amigo, que se está convirtiendo en algo más... Pero el mundo subterráneo que acaba de descubrir no está preparado para dejarla ir; en especial ese apuesto y exasperante Jace. Para complicar las cosas, una ola de asesinatos sacude la ciudad. Clary cree que Valentine está detrás de esas muertes, pero ¿cómo podrá detenerle si Jace parece dispuesto a traicionar todo en lo que cree para ayudar a su padre?
En esta soberbia secuela de Ciudad de Hueso, Cassandra Clare arrastra de nuevo a sus lectores a las siniestras garras del Submundo de Nueva York, donde el amor jamás está a salvo y el poder se convierte en la tentación más letal.

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—Claro. —La chica lanzó una carcajada—. ¿Por dónde íbamos?

—Bueno, mi cara estaba aproximadamente donde está ahora, pero la tuya estaba muchísimo más cerca. Eso es lo que yo recuerdo, al menos.

—¡Qué romántico!

Tiró de él sobre ella, y Simon se equilibró sobre los codos. Ambos cuerpos descansaban perfectamente alineados, y Clary notaba los latidos del corazón del muchacho a través de las dos camisetas. Las pestañas de Simón, por lo general ocultas tras las gafas, le acariciaron la mejilla cuando se inclinó para besarla. Ella soltó una risita incierta.

—¿Te resulta raro esto? —susurró.

—No. Creo que cuando te imaginas algo muy a menudo, la realidad resulta...

—¿Anticlimática?

—No. ¡No! —Simon se echó hacia atrás, mirándola con miope convicción—. Ni lo pienses. Esto es lo contrario de anticlimático. Esto es...

Risitas contenidas borbotearon en el pecho de Clary.

—Vale, quizá tampoco quieres decir eso.

Él entrecerró los ojos, y la boca se le curvó en una sonrisa.

—De acuerdo, lo que quiero ahora es responderte con algo sabihondo, pero todo lo que se me ocurre es...

Ella le sonrió burlona.

—¿Que quieres sexo?

—Para. —Le agarró las manos, se las inmovilizó sobre la colcha y la contempló con severidad—. Que te amo.

—O sea que no quieres sexo.

Él le soltó las manos.

—No he dicho eso.

Ella rió y le empujó el pecho con ambas manos.

—Deja que me levante.

Él pareció alarmado.

—Quería decir que no sólo quería sexo...

—No es eso. Quiero ponerme el pijama. No puedo darme el lote en serio mientras aún llevo puestos los calcetines.

Simon la contempló afligido mientras ella sacaba el pijama de la cómoda e iba al cuarto de baño. Mientras cerraba la puerta, Clary le dedicó una mueca.

—Vuelvo en seguida.

Lo que fuera que él dijo en respuesta se perdió cuando ella cerró la puerta. Clary se cepilló los dientes y luego dejó correr el agua en el lavabo durante un buen rato, mirándose fijamente en el espejo. Tenía el cabello alborotado y las mejillas enrojecidas. ¿Contaba eso como estar resplandeciente? Se suponía que las personas enamoradas resplandecían, ¿no era cierto? O tal vez se trataba de las embarazadas, no podía recordarlo exactamente, pero sin duda se suponía que ella tenía que parecer distinta. Al fin y al cabo, era la primera auténtica sesión de besos que había tenido nunca... y era agradable, se dijo, segura, placentera y cómoda.

Desde luego, había besado a Jace, la noche de su cumpleaños, y aquello no había sido seguro ni cómodo ni placentero, en absoluto. Había sido como abrir una vena de algo desconocido dentro de su cuerpo, algo más caliente, dulce y amargo que la sangre. «No pienses en Jace», se dijo con ferocidad, pero al contemplarse en el espejo vio que sus ojos se oscurecían y supo que su cuerpo recordaba aunque la mente no quisiera hacerlo.

Dejó correr el agua hasta que salió fría y se mojó el rostro antes de alargar la mano hacia el pijama. «Fabuloso», se dijo, había cogido los pantalones del pijama pero no la camiseta. Por mucho que a Simon pudiera gustarle, parecía algo pronto para empezar a dormir en topless. Regresó al dormitorio, y se encontró con que Simon se había quedado dormido en el centro de la cama, abrazando la almohada como si fuese un ser humano. Ahogó una carcajada.

—Simón... —susurró; entonces oyó el agudo pitido de dos tonos que indicaba que acababa de llegar un mensaje de texto a su móvil.

El teléfono estaba cerrado sobre la mesilla de noche. Clary lo levantó y vio que el mensaje era de Isabelle.

Alzó la tapa del teléfono e hizo avanzar rápidamente el texto. Lo leyó dos veces, sólo para estar segura de que no se lo estaba imaginando. Luego corrió al armario a coger el abrigo.

—Jonathan.

La voz surgió de la oscuridad, lenta, sombría, familiar como el dolor. Jace abrió los ojos pestañeando y no vio más que oscuridad. Tiritó. Yacía hecho un ovillo sobre el helado suelo de losas. Sin duda se había desmayado. Sintió una punzada de ira ante su propia debilidad, su propia fragilidad.

Rodó sobre un costado, y sintió un dolor punzante en la muñeca rota rodeada por la esposa.

—¿Hay alguien ahí?

—Seguramente reconoces a tu propio padre, Jonathan —se oyó la voz otra vez, y Jace sí la reconoció: su sonido a hierro viejo, su suave casi atonalidad. Intentó incorporarse, pero las botas resbalaron en un charco de algo, patinó hacia atrás y se golpeó violentamente contra la dura pared de piedra. Las esposas tintinearon como un canillón de acero.

—¿Estás herido?

Una luz llameó hacia arriba, quemándole los ojos a Jace. Parpadeó lágrimas ardientes y vio a Valentine de pie al otro lado de los barrotes, junto al cuerpo del hermano Jeremiah. Una refulgente luz mágica en una mano proyectaba un potente resplandor sobre la habitación. Jace pudo ver las manchas de sangre antigua en las paredes.. . y de sangre más fresca, un pequeño charco, que había brotado de la boca abierta de Jeremiah. Sintió que el estómago se le revolvía y se le hacía un nudo, y pensó en la masa negra e informe, con ojos igual que gemas ardientes que había visto antes.

—Esa cosa —dijo casi sin voz—. ¿Dónde está? ¿Qué era?

—Estás herido. —Valentine se acercó más a los barrotes—. ¿Quién ordenó que te encerraran aquí? ¿Fue la Clave? ¿Los Lightwood?

—Fue la Inquisidora.

Jace se miró. Había más sangre en las perneras de los pantalones y en la camiseta. No podía decir si era suya. La sangre le caía lentamente de debajo de la esposa.

Valentine le contempló pensativo por entre los barrotes. Era la primera vez en años que Jace veía a su padre vestido con un auténtico traje de batalla: las prendas de cazador de sombras de grueso cuero, que permitían libertad de movimientos a la vez que protegían la piel de la mayoría de venenos demoníacos; las protecciones recubiertas de electro de los brazos y las piernas, cada una marcada con una serie de glifos y runas. Llevaba una correa amplia cruzada sobre el pecho, y la empuñadura de una espada le brillaba por encima del hombro. Valentine se acuclilló, colocando los fríos ojos negros a la altura de los de Jace. Al muchacho le sorprendió no ver ira en ellos.

—La Inquisidora y la Clave son la misma cosa. Y los Lightwood jamás deberían haber permitido que sucediera esto. Yo jamás habría permitido que nadie te hiciese esto.

Jace presionó los hombros contra la pared; era todo lo que la cadena le permitía alejarse de su padre.

—¿Has bajado aquí a matarme?

—¿Matarte? ¿Por qué iba a querer matarte?

—Bueno, ¿por qué has matado a Jeremiah? Y no te molestes en soltarme alguna historia de que pasabas por aquí casualmente justo después de que él muriera espontáneamente. Sé que lo has hecho tú.

Por primera vez, Valentine echó una mirada al cadáver del hermano Jeremiah.

—Sí que lo he matado, y al resto de los Hermanos Silenciosos también. He tenido que hacerlo. Tenían algo que necesitaba.

—¿Qué? ¿Un sentido de la decencia?

—Esto —contestó Valentine, y sacó la espada de la vaina del hombro con un veloz movimiento—. Maellartach.

Jace reprimió la exclamación de sorpresa que le subía por la garganta. La reconocía perfectamente: la enorme espada de gruesa hoja de plata con la empuñadura en forma de alas extendidas era la que colgaba sobre las Estrellas Parlantes en la sala del consejo de los Hermanos Silenciosos.

—¿Has cogido la espada de los Hermanos Silenciosos?

—Jamás fue suya —replicó Valentine—. Pertenece a todos los nefilim. Ésta es la espada con la que el Ángel expulsó a Adán y Eva del jardín. «Y colocó en el este del jardín de Edén querubines, y una espada encendida que se movía en todas direcciones» —citó, bajando la mirada hacia la hoja.

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