Cassandra Clare - Ciudad de cenizas

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Clary Fray desearía que su vida volviera a la normalidad. Si pudiera dejar atrás el mundo de los cazadores de sombras, tendría más tiempo para Simon, su mejor amigo, que se está convirtiendo en algo más... Pero el mundo subterráneo que acaba de descubrir no está preparado para dejarla ir; en especial ese apuesto y exasperante Jace. Para complicar las cosas, una ola de asesinatos sacude la ciudad. Clary cree que Valentine está detrás de esas muertes, pero ¿cómo podrá detenerle si Jace parece dispuesto a traicionar todo en lo que cree para ayudar a su padre?
En esta soberbia secuela de Ciudad de Hueso, Cassandra Clare arrastra de nuevo a sus lectores a las siniestras garras del Submundo de Nueva York, donde el amor jamás está a salvo y el poder se convierte en la tentación más letal.

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—A ver, dámelo. —Lo abrió rápidamente, mostrándole las páginas—. Se lee hacia atrás, de derecha a izquierda en lugar de hacerlo de izquierda a derecha. Y se leen las páginas en el sentido de las agujas del reloj. ¿Sabes lo que eso significa?

—Desde luego —repuso él.

Por un momento a Clary le inquietó la posibilidad de haberle irritado, pero Max parecía más que complacido cuando recuperó el libro y pasó las hojas hasta la última.

—Éste es el número nueve —indicó—. Creo que debería conseguir los otros ocho antes de leerlo.

—Es una buena idea. Quizá puedas conseguir que alguien te lleve a Midtown Comics o a Planeta Prohibido.

—¿Planeta Prohibido?

Max pareció desconcertado, pero antes de que Clary pudiera explicarse, Isabelle entró por la puerta como una exhalación, jadeante.

—Era alguien intentando contactar con el Instituto —explicó, antes de que Clary pudiera preguntar—. Uno de los Hermanos Silenciosos. Algo ha sucedido en la Ciudad de Hueso.

—¿Qué clase de algo?

—No lo sé. Nunca antes había oído que los Hermanos Silenciosos pidieran ayuda.

Isabelle estaba claramente angustiada. Volvió la cabeza hacia su hermano.

—Max, ve a tu habitación y quédate ahí, ¿de acuerdo?

—¿Vais a salir tú y Alec? —inquirió él, con expresión obstinada.

—Sí.

—¿A la Ciudad Silenciosa?

—Max...

—Quiero ir.

Isabelle meneó negativamente la cabeza; la empuñadura de la daga detrás de la cabeza centelleó como un punto llameante.

—Rotundamente no. Eres demasiado joven.

—¡Vosotros tampoco tenéis los dieciocho!

Isabelle se volvió hacia Clary con una expresión mitad de ansiedad y mitad de desesperación.

—Clary, ven aquí un segundo, por favor.

Ésta se puso en pie, con curiosidad..., e Isabelle la agarró del brazo y la sacó violentamente de la habitación, dando un portazo. Se oyó un golpe sordo cuando Max se lanzó contra la puerta.

—¡Maldita sea! —exclamó Isabelle, sujetando el pomo—, ¿puedes coger mi estela por mí, por favor? Está en el bolsillo...

A toda prisa, Clary le tendió la estela que Luke le había dado horas antes aquella noche.

—Usa la mía.

Con unos pocos trazos rápidos, Isabelle grabó en un instante una runa de cierre sobre la puerta. Clary todavía podía oír las protestas de Max desde el otro lado cuando Isabelle se apartó de la puerta, haciendo una mueca, y le devolvió su estela.

—No sabía que tenías una de éstas.

—Era de mi madre —respondió Clary, luego se regañó mentalmente. «Es de mi madre. Es de mi madre.»

—Ya. —Isabelle golpeó la puerta con un puño—. Max, hay algunas barritas energéticas en el cajón de la mesilla de noche si tienes hambre. Regresaremos en cuanto podamos.

Del otro lado de la puerta se oyó otro alarido indignado; encogiéndose de hombros, Isabelle se volvió y comenzó a caminar a toda prisa por el pasillo, con Clary junto a ella.

—¿Qué decía el mensaje? —quiso saber la muchacha—. ¿Sólo que había problemas?

—Que era un ataque. Eso.

Alec las esperaba fuera de la biblioteca. Vestía una armadura de cuero negro de cazador de sombras sobre la ropa. Llevaba guanteletes protegiéndole los brazos y Marcas alrededor de garganta y muñecas. Cuchillos serafín, cada uno con el nombre de un ángel, centelleaban en el cinturón que le rodeaba la cintura.

—¿Estás lista? —dijo a su hermana—. ¿Te has ocupado de Max?

—Está perfectamente. —La muchacha extendió los brazos—. Márcame.

Mientras trazaba los dibujos de runas a lo largo de los dorsos de las manos de Isabelle y la parte interior de las muñecas, Alec echó una ojeada a Clary.

—Probablemente deberías marcharte a casa —dijo—. Es mejor que no estés aquí sola cuando la Inquisidora regrese.

—Quiero ir con vosotros —repuso Clary; las palabras se le habían escapado antes de poder contenerlas.

Isabelle retiró una de las manos que le sostenía Alec y sopló sobre la piel marcada como si enfriara una taza de café demasiado caliente.

—Pareces Max.

—Max tiene nueve años. Yo tengo vuestra edad.

—Pero no tienes preparación —arguyó Alec—. Sólo serías un lastre.

—No, no lo seré. ¿Habéis estado alguno dentro de la Ciudad Silenciosa? —inquirió ella—. Yo sí. Sé cómo entrar. Sé cómo moverme por ella.

Alec se irguió, guardando su estela.

—No creo que...

—No va desencaminada —terció Isabelle—. Creo que debería venir si quiere.

Alec pareció desconcertado.

—La última vez que nos enfrentamos a un demonio se limitó a agazaparse y a chillar. —Al ver la expresión agria de Clary, le lanzó una rápida mirada de disculpa—. Lo siento, pero es verdad.

—Creo que necesita una oportunidad para aprender —replicó Isabelle—. Ya sabes lo que Jace siempre dice: en ocasiones no tienes que buscar el peligro, en ocasiones el peligro te encuentra a ti.

—No podéis encerrarme como habéis hecho con Max —añadió Clary, viendo que la determinación de Alec flaqueaba—. No soy una niña. Y sé dónde está la Ciudad de Hueso, puedo llegar hasta allí sin vosotros.

Alec se apartó de ella, meneando la cabeza y mascullando algo sobre chicas. Isabelle tendió la mano hacia Clary.

—Dame tu estela —dijo—. Es hora de que recibas algunas Marcas.

Ciudad de ceniza

Al final, Isabelle sólo puso dos Marcas en Clary, en el dorso de ambas manos. Una era el ojo abierto que decoraba la mano de todo cazador de sombras. La otra parecía dos hoces cruzadas; Isabelle le dijo que era una runa de protección. Ambas runas le quemaban cuando la estela tocó por primera vez la piel, pero el dolor se fue desvaneciendo mientras Clary, Isabelle y Alec se dirigían al centro en un taxi negro. Para cuando llegaron a la Segunda Avenida y pisaron la calzada, las manos y brazos de Clary le parecían tan ligeros como si llevara flotadores en una piscina.

Los tres permanecieron silenciosos mientras cruzaban el arco de hierro forjado y penetraban en el Cementerio Marble. La última vez que Clary había estado en aquel pequeño patio lo había hecho marchando apresuradamente tras el hermano Jeremiah. Ahora, por primera vez, reparó en los nombres grabados en las paredes: Youngblood, Fairchild, Thrushcross, Nightwine, Ravenscar. Había runas junto a ellos. En la cultura de los cazadores de sombras cada familia tenía su propio símbolo: El de los Wayland era un martillo de herrero, el de los Lightwood una antorcha, y el de Valentine una estrella.

La hierba crecía enmarañada sobre los pies de la estatua del Ángel en el centro del patio. Los ojos del Ángel estaban cerrados, las delgadas manos cerradas sobre el pie de una copa de piedra, una reproducción de la Copa Mortal. El rostro de piedra estaba impasible, cubierto de mugre y polvo.

—La última vez que estuve aquí —indicó Clary—, el hermano Jeremiah usó una runa de la estatua para abrir la puerta que conduce a la Ciudad.

—No me gusta la idea de usar una de las runas de los Hermanos Silenciosos —dijo Alec con el rostro sombrío—. Deberían haber percibido nuestra presencia antes de que llegásemos hasta aquí. Ahora sí estoy empezando a preocuparme.

Sacó una daga del cinturón y se pasó el filo sobre la palma desnuda. Brotó sangre de la superficial herida y, cerrando la mano sobre la Copa de piedra, dejó que la sangre goteara en el interior.

—Sangre de los nefilim —explicó—. Debería funcionar como una llave.

Los párpados del Ángel de piedra se abrieron de golpe. Por un momento, Clary casi esperó ver unos ojos contemplándola furibundos por entre los pliegues de la piedra, pero sólo había más granito. Al cabo de un segundo, la hierba a los pies del Ángel empezó a separarse. Una sinuosa línea negra, ondulando como el lomo de una serpiente, se alejó de la estatua describiendo una curva, y Clary se apresuró a dar un salto cuando un oscuro agujero se abrió a sus pies.

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