Cassandra Clare - Ciudad de cenizas

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Clary Fray desearía que su vida volviera a la normalidad. Si pudiera dejar atrás el mundo de los cazadores de sombras, tendría más tiempo para Simon, su mejor amigo, que se está convirtiendo en algo más... Pero el mundo subterráneo que acaba de descubrir no está preparado para dejarla ir; en especial ese apuesto y exasperante Jace. Para complicar las cosas, una ola de asesinatos sacude la ciudad. Clary cree que Valentine está detrás de esas muertes, pero ¿cómo podrá detenerle si Jace parece dispuesto a traicionar todo en lo que cree para ayudar a su padre?
En esta soberbia secuela de Ciudad de Hueso, Cassandra Clare arrastra de nuevo a sus lectores a las siniestras garras del Submundo de Nueva York, donde el amor jamás está a salvo y el poder se convierte en la tentación más letal.

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Miró al interior. Unos escalones se perdían en las sombras. La última vez que había estado allí, la oscuridad había estado iluminada a intervalos por antorchas que alumbraban los peldaños. Pero en estos momentos sólo había oscuridad.

—Algo va mal —dijo Clary.

Ni Isabelle ni Alec parecieron inclinados a discutirlo. Clary sacó del bolsillo la piedra de luz mágica que Jace le había dado y la alzó. La luz surgió intensa a través de sus dedos extendidos.

—Vamos.

Alec se colocó delante de ella.

—Yo iré primero, luego me sigues tú. Isabelle cerrará la marcha.

Descendieron lentamente; las botas húmedas de Clary le resbalaban sobre los peldaños redondeados por los años. Al pie de la escalera había un túnel corto que iba a dar a una sala inmensa, un bosquecillo de piedra de arcos blancos incrustados con piedras semipreciosas. Hileras de mausoleos se acurrucaban en las sombras igual que casas—hongo en un cuento de hadas. Los más distantes desaparecían en las sombras; la luz mágica no era lo bastante potente para iluminar toda la sala.

Alec miró sobriamente hacia los pasillos.

—Jamás pensé que entraría en la Ciudad Silenciosa —dijo—. Ni siquiera muerto.

—Yo no lo diría con tanta pena —repuso Clary—. El hermano Jeremiah me contó lo que hacen con vuestros muertos. Los incineran y usan la mayor parte de las cenizas para fabricar el mármol de la Ciudad.

«La sangre y los huesos de los cazadores de demonios son en sí mismos una poderosa protección contra el mal. Incluso en la muerte, la Clave sirve a la causa», recordó.

—¡Uh! —asintió Isabelle—. Se considera un honor. Además, no es como si vosotros, mundis, no quemaseis a vuestros muertos.

«Eso no hace que no resulte escalofriante», pensó Clary. El olor a cenizas y a humo flotaba con fuerza en el aire, y lo recordaba de la última vez que estuvo allí; pero había algo más bajo aquellos olores, un hedor más fuerte y denso, como a fruta podrida.

Frunciendo el entrecejo como si él también lo oliera, Alec sacó uno de sus cuchillos ángel del cinturón.

Arathiel —musitó, y el resplandor del cuchillo se unió a la luz mágica de Clary. Localizaron la segunda escalera y descendieron a una penumbra aún más espesa.

La luz mágica parpadeó en la mano de Clary como una estrella moribunda; la muchacha se preguntó si las piedras de luz mágica alguna vez se quedaban sin energía, como las linternas se quedaban sin pilas. Esperó que no. La idea de verse sumida en una oscuridad total en aquel lugar escalofriante la llenaba de un terror visceral.

El olor a fruta podrida aumentó en intensidad cuando llegaron al final de la escalera y se encontraron en otro largo túnel. Éste daba a un pabellón rodeado por agujas de hueso tallado: un pabellón que Clary recordaba muy bien. Incrustaciones de estrellas de plata salpicaban el suelo a modo de valioso confeti. En el centro del pabellón había una mesa negra. Un fluido oscuro se había reunido en su resbaladiza superficie y goteaba en el suelo formando riachuelos.

Cuando Clary se había presentado ante el Consejo de Hermanos, había habido una gruesa espada de plata colgando en la pared situada tras la mesa. La Espada había desaparecido, y en su lugar, un gran abanico escarlata manchaba la pared.

—¿Es eso sangre? —susurró Isabelle; su voz no sonó asustada, sólo atónita.

—Lo parece. —Los ojos de Alec escrutaron la habitación.

Las sombras eran espesas como pintura, y parecían llenas de movimiento. Alec asía con fuerza el cuchillo serafín.

—¿Qué puede haber sucedido? —se preguntó Isabelle—. Los Hermanos Silenciosos..., creía que eran indestructibles...

Su voz se fue apagando mientras Clary, con la luz mágica de su mano, captaba extrañas sombras entre las agujas del techo. Una tenía una forma más extraña que las demás. Clary deseó que la luz mágica ardiera con más fuerza, y ésta lo hizo, lanzando un rayo de claridad a lo lejos.

Atravesado en una de las agujas, como un gusano en un anzuelo, estaba el cuerpo sin vida de un Hermano Silencioso. Las manos, cubiertas de sangre, colgaban justo por encima del suelo de mármol. El cuello del hombre parecía partido. La sangre había formado un charco bajo él, coagulada y negra bajo la luz mágica.

Isabelle lanzó una exclamación ahogada.

—Alec. ¿Ves...?

—Lo veo. —La voz del muchacho era sombría—. Y he visto cosas peores. Es Jace quien me preocupa.

Isabelle se adelantó y tocó la mesa de basalto negro, rozando la superficie con los dedos.

—Esta sangre es casi fresca. Lo que haya sucedido ha pasado no hace mucho.

Alec fue hacia el cadáver empalado del Hermano. Unas marcas de sangre se alejaban del charco que hacía en el suelo.

—Pisadas —dijo—. De alguien corriendo.

Alec indicó con un gesto de la mano que las muchachas debían seguirle. Éstas lo hicieron, Isabelle deteniéndose sólo para limpiarse las manos ensangrentadas en los suaves protectores de cuero de las piernas.

La senda de pisadas les condujo fuera del pabellón y por un túnel estrecho, que bajaba desapareciendo en la oscuridad. Cuando Alec se detuvo, mirando a su alrededor, Clary se adentró en él con impaciencia, dejando que la luz mágica abriera un sendero de luz blanca plateada ante ellos. Alcanzó a ver unas puertas dobles al final del túnel; estaban entornadas.

Jace. De algún modo le sentía, percibía que se hallaba cerca. Avanzó a paso ligero, con las botas taconeando con fuerza contra el duro suelo. Oyó que Isabelle la llamaba, y en seguida Alec e Isabelle también corrían, pegados a sus talones. Cruzó como una exhalación las puertas del final del corredor y se encontró en una enorme sala de piedra dividida en dos por una hilera de barrotes de metal profundamente hundidos en el suelo. Distinguió apenas una figura desplomada al otro lado de los barrotes. Justo en el exterior de la celda estaba tendida la forma inerte de un Hermano Silencioso.

Clary supo de inmediato que estaba muerto. Fue por el modo en el que estaba caído, como una muñeca a la que han retorcido los miembros hasta rompérselos. La túnica color pergamino estaba medio desgarrada. El rostro desfigurado, contraído en una expresión de terror absoluto, era aún reconocible. Era el hermano Jeremiah.

La muchacha pasó junto al cuerpo y llegó a la puerta de la celda. Estaba hecha de barrotes colocados a muy poca distancia unos de otros y asegurados con bisagras en un lado. No parecía haber ni cerradura ni pomo del que pudiera tirar. Detrás de ella oyó a Alec llamarla, pero su atención no estaba puesta en él: estaba en la puerta. No había un modo visible de abrirla; los Hermanos no trataban con aquello que era visible, sino más bien con lo que no lo era. Así que sujetando la luz mágica con una mano, buscó desesperadamente la estela de su madre con la otra.

Del otro lado de los barrotes llegó un sonido. Una especie de jadeo o susurro ahogado; no estaba segura de qué, pero reconoció el origen: Jace. Golpeó la puerta de la celda con la punta de la estela, e intentó mantener la runa de abrir en su mente hasta que ésta apareció, negra e irregular sobre el duro metal. El electro chisporroteó al tocarlo la estela. «Ábrete —deseó Clary—, ábrete, ábrete, ¡Ábrete!»

Un sonido como el de una tela al desgarrarse resonó por la sala. Clary oyó que Isabelle gritaba, al mismo tiempo que la puerta saltaba de sus goznes por completo y se desplomaba hacia el interior de la celda como un puente levadizo al descender. Clary oyó otros ruidos, metal rascando contra metal, un sonoro repiqueteo como el de un puñado de guijarros arrojados al suelo. Se coló al interior de la celda, pisando sobre la puerta caída.

Una luz mágica inundó la pequeña estancia, iluminándola como si fuese de día. Clary apenas reparó en las hileras de esposas —todas de distintos metales: oro, plata, acero y hierro— que iban soltándose de los pernos de las paredes y caían al suelo de piedra con un repiqueteo. Tenía los ojos puestos en el cuerpo desplomado del rincón; podía ver el brillante cabello, la mano extendida y la esposa suelta caída a poca distancia. La muñeca estaba desnuda y ensangrentada, la piel rodeada de un brazalete de feos cardenales.

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