Cassandra Clare - Ciudad de cenizas

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Clary Fray desearía que su vida volviera a la normalidad. Si pudiera dejar atrás el mundo de los cazadores de sombras, tendría más tiempo para Simon, su mejor amigo, que se está convirtiendo en algo más... Pero el mundo subterráneo que acaba de descubrir no está preparado para dejarla ir; en especial ese apuesto y exasperante Jace. Para complicar las cosas, una ola de asesinatos sacude la ciudad. Clary cree que Valentine está detrás de esas muertes, pero ¿cómo podrá detenerle si Jace parece dispuesto a traicionar todo en lo que cree para ayudar a su padre?
En esta soberbia secuela de Ciudad de Hueso, Cassandra Clare arrastra de nuevo a sus lectores a las siniestras garras del Submundo de Nueva York, donde el amor jamás está a salvo y el poder se convierte en la tentación más letal.

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—No, no lo sabes. —Fue hacia la parte delantera de la tienda para pagar el CD—. Tú eres una buena chica.

Fuera, el viento era frío y vivo. Clary se alzó la bufanda a rayas hasta la barbilla.

—Me he preocupado al no verte en la parada de la L.

Simon se encasquetó la gorra de punto, haciendo una mueca como si la luz del sol le hiriera los ojos.

—Lo siento. Recordé que quería este CD, y pensé...

—No pasa nada. —Clary agitó una mano ante él—. Soy yo. Últimamente me entra el pánico con demasiada facilidad.

—Bueno, después de por lo que has pasado, nadie podría culparte. —Simon sonaba contrito—. Todavía no puedo creer lo que sucedió en la Ciudad Silenciosa. No puedo creer que estuvieras allí.

—Tampoco podía Luke. Le dio un ataque.

—Apuesto a que sí.

Caminaban a través de McCarren Park, con la hierba bajo sus pies adquiriendo ya el tono marrón del invierno y el aire lleno de luz dorada. Por entre los árboles corrían perros sueltos.

«Todo cambia en mi vida, y el mundo sigue igual», pensó Clary.

—¿Has hablado con Jace desde ayer? —preguntó Simón, manteniendo la voz neutral.

—No, pero he estado en contacto con Isabelle y Alec. Al parecer está bien.

—¿Ha pedido verte? ¿Es por eso que vamos?

—No tiene que pedírmelo.

Clary intentó mantener la irritación fuera de su voz mientras entraban en la calle de Magnus. Estaba bordeada de edificios bajos de almacenes que habían sido convertidos en lofts y en estudios para residentes con temperamento artístico... y dinero. La mayoría de los coches aparcados a lo largo del bordillo bajo eran caros.

Al aproximarse al edificio de Magnus, Clary vio a una figura larguirucha moverse del lugar donde había estado sentada sobre la escalinata de la entrada. Alec. Llevaba un abrigo largo y negro confeccionado con el material resistente y ligeramente brillante que los cazadores de sombras usaban para su equipo. Tenía las manos y la garganta marcadas con runas, y era evidente, por el tenue resplandor en el aire a su alrededor, que había usado el poder del glamour, la habilidad que poseían para camuflar cosas, para resultar invisibles.

—No sabía que ibas a traer al mundano. —Sus ojos azules se movieron veloces e inquietos sobre Simón.

—Eso es lo que me gusta de vosotros, tíos —dijo Simón—. Que siempre me hacéis sentir bienvenido.

—Ah, vamos, Alec —intervino Clary—. ¿A qué viene todo eso? No hagas como si Simon no hubiese estado aquí antes.

Alec lanzó un suspiro teatral, se encogió de hombros y los condujo escalera arriba. Abrió la puerta del apartamento de Magnus usando una fina llave de plata, que volvió a guardarse en el bolsillo superior de la chaqueta en cuanto terminó, como si esperara que sus acompañantes no la vieran.

A la luz del día, el apartamento tenía el aspecto que podría tener un club nocturno vacío y cerrado: oscuro, sucio e inesperadamente pequeño. Las paredes estaban desnudas, moteadas aquí y allá con pintura de purpurina, y las tablas del suelo donde habían bailado las hadas una semana antes estaban abombadas y brillantes por el paso del tiempo.

—Hola, hola. —Magnus avanzó majestuosamente hacia ellos.

Llevaba una bata larga de seda verde abierta sobre una camiseta de malla plateada y unos vaqueros negros. Una centelleante piedra roja le titilaba en la oreja izquierda.

—Alec, cariño. Clary. Y el chico—rata. —Hizo una reverencia en dirección a Simón, que pareció molesto—. ¿A qué debo el placer?

—Venimos a ver a Jace —respondió Clary—. ¿Está bien?

—No lo sé —contestó Magnus—. ¿Es normal en él permanecer tumbado así en el suelo sin moverse?

—Qué... —empezó a decir Alec, y se interrumpió cuando Magnus lanzó una carcajada—. No tiene gracia.

—Es tan fácil tomarte el pelo... Y sí, vuestro amigo está estupendamente. Bueno, excepto que no deja de guardar todas mis cosas y de intentar limpiar. Ahora no logro encontrar nada. Es un tipo compulsivo.

—A Jace le gustan las cosas ordenadas —repuso Clary, pensando en la habitación monjil del muchacho en el Instituto.

—Bueno, a mí no. —Magnus observaba a Alec por el rabillo del ojo mientras éste miraba a la nada, con la frente arrugada—. Jace está ahí dentro si queréis verle. —Señaló en dirección a una puerta situada al fondo de la habitación.

«Ahí dentro» resultó ser un estudio de tamaño mediano... sorprendentemente acogedor, con paredes estucadas, cortinas de terciopelo corridas sobre las ventanas y sillones cubiertos con telas esparcidos como rechonchos icebergs de colores en un mar de nudosa moqueta beige. Un sofá de un rosa vivo estaba dispuesto con sábanas y una manta, y junto a él había una bolsa de lona repleta de ropa. No entraba nada de luz a través de las gruesas cortinas; la única fuente de iluminación era una parpadeante pantalla de televisión, que relucía con fuerza a pesar de que el televisor no estaba enchufado.

—¿Qué ponen? —inquirió Magnus.

Qué no ponerse —contestó una voz familiar, que emanaba de una figura repantigada en uno de los sillones. Ésta se sentó al frente y por un momento Clary pensó que Jace iba a levantarse para saludarles. Pero el muchacho meneó la cabeza en dirección a la pantalla.

—¿Pantalones caqui de cintura alta? ¿Quién se pone eso? —Volvió la cabeza y miró a Magnus iracundo—. Poder sobrenatural casi ilimitado —dijo—, y todo lo que haces es usarlo para ver reposiciones. ¡Qué desperdicio!

—Además, TiVo consigue casi lo mismo —indicó Simón.

—Mi modo es más barato. —Magnus dio una palmada y la habitación se inundó repentinamente de luz.

Jace, desplomado en el sillón, alzó un brazo para cubrirse el rostro.

—¿Puedes hacer eso sin magia? —dijo.

—En realidad —contestó Simón—, sí se puede. Si mirases anuncios lo sabrías.

Clary percibió que la atmósfera de la habitación se estaba enrareciendo.

—Ya es suficiente —intervino. Miró a Jace, que había bajado el brazo y pestañeaba con resentimiento bajo la luz—. Tenemos que hablar —añadió—. Todos nosotros. Sobre qué vamos a hacer ahora.

—Yo iba a mirar Proyecto Pasarela —replicó Jace—. Lo ponen a continuación.

—No, ni hablar —dijo Magnus; chasqueó los dedos y el televisor se apagó, liberando una pequeña bocanada de humo al desvanecerse la imagen—. Tienes que ocuparte de esto.

—¿De repente estás interesado en resolver mis problemas?

—Estoy interesado en recuperar mi apartamento. Estoy harto de que limpies todo el rato. —Magnus volvió a chasquear los dedos, amenazador—. Levántate.

—O serás el siguiente que desaparece en una nube de humo —añadió Simon con fruición.

—No hay necesidad de aclarar mi chasquear de dedos —dijo Magnus—. La implicación quedaba clara con el propio chasquido.

—Estupendo.

Jace se levantó del asiento. Iba descalzo y tema una línea de piel de un tono púrpura brillante alrededor de la muñeca, allí donde las heridas seguían curando. Parecía cansado, pero no como si aún sintiera dolor.

—¿Quieres que hagamos una mesa redonda? Podemos hacer una mesa redonda.

—Me encantan las mesas redondas —exclamó Magnus con vivacidad—. Quedan mucho mejor que las cuadradas.

En la salita, Magnus hizo aparecer una enorme mesa circular rodeada de cinco sillas de madera de respaldo alto.

—Es alucinante —soltó Clary, acomodándose en una silla, que resultó sorprendentemente cómoda—. ¿Cómo puedes crear algo de la nada de ese modo?

—No se puede —respondió Magnus—. Todo viene de alguna otra parte. Éstas, por ejemplo, provienen de una tienda de reproducciones de antigüedades de la Quinta Avenida. Y éstos —de improviso cinco vasos blancos de papel encerado aparecieron sobre la mesa, con una columna de vapor elevándose suavemente por los agujeros de las tapas de plástico— proceden de Dean & DeLuca en Broadway.

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