Cassandra Clare - Ciudad de cenizas

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Clary Fray desearía que su vida volviera a la normalidad. Si pudiera dejar atrás el mundo de los cazadores de sombras, tendría más tiempo para Simon, su mejor amigo, que se está convirtiendo en algo más... Pero el mundo subterráneo que acaba de descubrir no está preparado para dejarla ir; en especial ese apuesto y exasperante Jace. Para complicar las cosas, una ola de asesinatos sacude la ciudad. Clary cree que Valentine está detrás de esas muertes, pero ¿cómo podrá detenerle si Jace parece dispuesto a traicionar todo en lo que cree para ayudar a su padre?
En esta soberbia secuela de Ciudad de Hueso, Cassandra Clare arrastra de nuevo a sus lectores a las siniestras garras del Submundo de Nueva York, donde el amor jamás está a salvo y el poder se convierte en la tentación más letal.

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—¿Y no crees que somos lo bastante listos para notar la diferencia? —preguntó Simón.

—No creo que tú seas lo bastante listo como para no verte convertido en rata accidentalmente.

Simon le miró iracundo.

—No veo que importe mucho lo que tú creas que deberíamos hacer —dijo—. Teniendo en cuenta que no puedes ir con nosotros. No puedes ir a ninguna parte.

Jace se puso en pie, echando atrás su silla violentamente.

—¡No vais a llevar a Clary a la corte seelie sin mí y eso es definitivo!

Clary le miró boquiabierta. Estaba rojo de ira, rechinaba los dientes y las venas le sobresalían del cuello. También estaba evitando mirarla.

—Yo puedo cuidar de Clary —intervino Alec, y había un deje dolido en su voz, aunque Clary no estaba segura de si era porque Jace había dudado de sus habilidades o por algún otro motivo.

—Alec —dijo Jace, con la mirada trabada en la de su amigo—. No, no puedes.

Alec tragó saliva.

—Vamos a ir —repuso, y pronunció las palabras como una disculpa—. Jace... Es una petición de la corte seelie..., sería una estupidez hacer caso omiso de ella. Además, Isabelle probablemente ya les ha dicho que iríamos.

—No hay la menor posibilidad de que vaya a dejarte hacer esto, Alec —afirmó Jace en un tono de voz amenazador—. Te tiraré al suelo si tengo que hacerlo.

—Aunque eso suena tentador —intervino Magnus, subiéndose las largas mangas—, existe otro modo.

—¿Qué otro modo? Esto es una directriz de la Clave. No puedo escaquearme.

—Pero yo sí puedo. —Magnus sonrió burlón—. Jamás dudes de mis habilidades para escaquearme, cazador de sombras, ya que son épicas y memorables en su alcance. Encanté específicamente el contrato con la Inquisidora de modo que pudiera dejarte salir por un corto espacio de tiempo si lo deseaba, siempre y cuando otro de los nefilim estuviera dispuesto a ocupar tu lugar.

—¿Dónde vamos a encontrar a otro...? ¡Ah! —exclamó Alec dócilmente—. Te refieres a mí.

Las cejas de Jace se alzaron de golpe.

—Vaya, ¿ahora resulta que no quieres ir a la corte seelie?

Alec se sonrojó.

—Creo que es más importante que vayas tú que yo. Eres el hijo de Valentine, estoy seguro de que eres a quien la reina realmente desea ver. Además, tú eres encantador.

Jace le miró furioso.

—Quizá no en este momento —corrigió Alec—. Pero eres encantador por lo general. Y las hadas son muy susceptibles al encanto.

—Además, si te quedas aquí, tengo toda la primera temporada de La isla de Gilligan —tentó Magnus a Alec.

—Nadie podría rechazar esa oferta —bromeó Jace, que seguía sin querer mirar a Clary.

—Isabelle puede reunirse con vosotros en el parque junto al Estanque de la Tortuga —propuso Alec—. Conoce la entrada secreta a la corte. Os estará esperando.

—Y una última cosa —indicó Magnus, dándole un toque a Jace con un dedo lleno de anillos—. Intenta no hacer que te maten en la corte seelie. Si mueres, tendré que dar muchas explicaciones.

Al oír eso, Jace sonrió burlón. Fue una sonrisa inquietante, no divertida, sino como el destello de un cuchillo desenvainado.

—¿Sabes? —dijo—, tengo la sensación de que eso va a pasar tanto si acabo muerto como si no.

Gruesos zarcillos de musgo y plantas rodeaban el borde del Estanque de la Tortuga como una orla de encaje verde. La superficie del agua estaba calma, ondulada aquí y allá por la estela que dejaban los patos al nadar, o rizada por el plateado golpeteo veloz de la cola de un pez.

Había un pequeño cenador de madera erigido sobre el agua; Isabelle estaba sentada en él mirando fijamente al otro lado del lago. Parecía una princesa de un cuento de hadas aguardando en lo alto de su torre a que alguien llegara a caballo y la rescatara.

Aunque el comportamiento tradicional de una princesa no era lo que podía esperarse de Isabelle en absoluto. Ella, con su látigo, botas y cuchillos, haría pedazos a cualquiera que intentara encerrarla en lo alto de una torre, construiría un puente con los restos y se marcharía despreocupadamente hacia la libertad, sin siquiera despeinarse en ningún momento. Por eso costaba que Isabelle cayera bien, aunque Clary lo intentaba.

—Izzy —llamó Jace, mientras se acercaban al estanque, y ella se alzó de un salto y se volvió en redondo; su sonrisa fue deslumbrante.

—¡Jace!

Corrió hacia él y le abrazó. Bien, así era como se suponía que actuaban las hermanas, se dijo Clary. No de un modo estirado, raro y peculiar, sino alegre y cariñoso. Observando a Jace abrazar a Isabelle, intentó aleccionar a sus facciones para aprender a mostrar una expresión feliz y cariñosa.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Simón, con cierta inquietud—. Estás bizqueando.

—Estoy perfectamente. —Clary abandonó el intento.

—¿Estás segura? Parecías como... crispada.

—Algo que he comido.

Isabelle se puso en marcha, con Jace un paso por detrás de ella. Vestía un largo vestido negro con botas y un abrigo chaqué, aún más largo, de suave terciopelo verde, el color del musgo.

—¡No puedo creer que lo hicierais! —exclamó—. ¿Cómo habéis conseguido que Magnus dejara salir a Jace?

—Lo cambiamos por Alec —respondió Clary.

Isabelle pareció levemente alarmada.

—¿No permanentemente?

—No —repuso Jace—, sólo durante unas pocas horas. A menos que yo no regrese —añadió pensativo—. En cuyo caso, quizá sí que tendrá que quedarse a Alec. Piensa en ello como un usufructo con una opción de compra.

Isabelle pareció tener sus reservas.

—Mamá y papá no estarán nada contentos si lo descubren.

—¿Que liberaste a un posible criminal intercambiándolo por tu hermano a un brujo que parece una especie de Sonic el Erizo en versión gay y se viste como el Roba Niños de Chitty Chitty Bang Bang? —preguntó Simón—. No, probablemente no.

Jace le miró pensativo.

—¿Existe alguna razón concreta para que estés aquí? No estoy seguro de que debamos llevarte a la corte seelie. Odian a los mundanos.

Simon puso los ojos en blanco.

—Otra vez no.

—¿Qué «otra vez no»? —preguntó Clary.

—Cada vez que le molesto se refugia en su casita del árbol con el rótulo de No Se Admiten Mundanos. —Señaló a Jace con un dedo—. Deja que te recuerde que la última vez que quisiste dejarme atrás, os salve la vida a todos.

—Desde luego —dijo Jace—. Por una vez...

—Las cortes de las hadas son peligrosas —interrumpió Isabelle—. Ni siquiera tu habilidad con el arco te ayudará. No es esa clase de peligro.

—Puedo cuidar de mí mismo —replicó Simón.

Se había levantado un viento cortante, que empujó hojas marchitas por la grava hasta los pies del grupo e hizo que Simon se estremeciera. Hundió las manos en los bolsillos forrados de lana de la chaqueta.

—No tienes que venir —dijo Clary.

Él la miró, con una mirada firme y mesurada. Clary le recordó en casa de Luke, llamándola «mi novia» sin la menor duda o indecisión. Aparte de cualquier otra cosa que pudiera decirse sobre Simón, sin duda sabía lo que quería.

—Sí —repuso—, quiero venir.

Jace emitió un ruidito por lo bajo.

—Entonces supongo que estamos listos —indicó—. No esperes ninguna consideración especial, mundano.

—Míralo por el lado bueno —replicó Simón—. Si necesitan un sacrificio humano, siempre podéis ofrecerme a mí. No estoy seguro de que el resto de vosotros reúna los requisitos necesarios.

Jace se animó.

—Siempre es agradable cuando alguien se ofrece a ser el primero en colocarse ante el paredón.

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