Cassandra Clare - Ciudad de cenizas

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Clary Fray desearía que su vida volviera a la normalidad. Si pudiera dejar atrás el mundo de los cazadores de sombras, tendría más tiempo para Simon, su mejor amigo, que se está convirtiendo en algo más... Pero el mundo subterráneo que acaba de descubrir no está preparado para dejarla ir; en especial ese apuesto y exasperante Jace. Para complicar las cosas, una ola de asesinatos sacude la ciudad. Clary cree que Valentine está detrás de esas muertes, pero ¿cómo podrá detenerle si Jace parece dispuesto a traicionar todo en lo que cree para ayudar a su padre?
En esta soberbia secuela de Ciudad de Hueso, Cassandra Clare arrastra de nuevo a sus lectores a las siniestras garras del Submundo de Nueva York, donde el amor jamás está a salvo y el poder se convierte en la tentación más letal.

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—Vamos —instó Isabelle—. La puerta está a punto de abrirse.

Clary echó un vistazo alrededor. El sol se había puesto por completo y la luna había salido, una cuña de un blanco cremoso que proyectaba su reflejo sobre el estanque. No estaba llena del todo, sino ensombrecida en un extremo, lo que le daba la apariencia de un ojo con medio párpado. El viento nocturno hacía traquetear las ramas de los árboles, golpeándolas entre sí con un sonido parecido a huesos huecos.

—¿Adónde vamos? —preguntó Clary—. ¿Dónde se encuentra la puerta?

La sonrisa de Isabelle fue como un secreto musitado.

—Seguidme.

Descendió hasta el borde del agua, dejando profundas huellas en el barro con las botas. Clary la siguió, contenta de haberse puesto vaqueros y no una falda. Isabelle se alzó el abrigo y el vestido por encima de las rodillas, dejando las delgadas piernas blancas al descubierto por encima de las botas. Tenía la piel cubierta de Marcas que parecían lengüetazos de fuego negro.

Simón, detrás de ella, lanzó una palabrota y resbaló en el barro; Jace avanzó automáticamente para sujetarle mientras todos se volvían. Simon echó el brazo atrás con energía.

—No necesito tu ayuda.

—Dejadlo ya. —Isabelle dio un golpecito con uno de los pies enfundados en botas en las aguas poco profundas del borde del lago—. Los dos. De hecho, los tres. Si no nos mantenemos unidos en la corte seelie, estamos perdidos.

—Pero yo no he... —empezó a decir Clary.

—Tal vez no lo has hecho, pero el modo en que dejas que esos dos actúen... —Isabelle indicó a los muchachos con un desdeñoso ademán.

—¡No puedo decirles qué tienen que hacer!

—¿Por qué no? —exigió la otra muchacha—. Francamente, Clary, si no empiezas a utilizar un poco de tu superioridad femenina natural, simplemente no sé que voy a hacer contigo. —Se volvió hacia el estanque, y luego se volvió de nuevo hacia ellos—. Y por si lo olvido —añadió con severidad—, por el amor del Ángel, no comáis ni bebáis nada mientras estamos bajo tierra, ninguno de vosotros. ¿De acuerdo?

—¿Bajo tierra? —inquirió Simon con aire preocupado—. Nadie dijo nada de estar bajo tierra.

Isabelle alzó las manos exasperada y penetró en el estanque con un chapoteo. El abrigo de terciopelo verde se extendió a su alrededor como una enorme hoja de nenúfar.

—Vamos. Sólo tenemos hasta que la luna se mueva.

«La luna ¿qué?» Meneando la cabeza, Clary penetró en el estanque. El agua era poco profunda y transparente; bajo la brillante luz de las estrellas, podía ver las formas oscuras de peces diminutos que pasaban raudos ante sus tobillos. Apretó los dientes mientras penetraba más en el interior del estanque. El frío era intenso.

Detrás de ella, Jace avanzó al interior del agua con una elegancia contenida que apenas onduló la superficie. Simón, detrás de él, chapoteaba y maldecía. Isabelle, tras alcanzar el centro del estanque, se detuvo, con el agua a la altura del tórax. Alargó una mano hacia Clary.

—Detente.

Clary se detuvo. Justo frente a ella, el reflejo de la luna brillaba trémulo en el agua como un enorme plato de plata. Alguna parte de ella sabía que aquello no funcionaba así; se suponía que la luna se alejaba de ti a medida que te acercabas, siempre retrocediendo. Pero sin embargo ahí estaba, flotando justo sobre la superficie del agua como si estuviese anclada allí.

—Jace, ve tú primero —indicó Isabelle, y le llamó con una seña—. Vamos.

Jace pasó junto a Clary, oliendo a cuero húmedo y carbón de leña. La joven le vio sonreír mientras se volvía de espaldas, entonces entró en el reflejo de la luna... y desapareció.

—Vaya —exclamó Simon en tono serio—. Vaya, eso ha sido increíble.

Clary le miró un instante. El agua le llegaba sólo a la cadera, pero tiritaba y se abrazaba los codos con las manos. Le sonrió y dio un paso atrás, sintiendo una sacudida de frío aún más gélido al introducirse en el reluciente reflejo plateado. Se tambaleó por un momento, como si hubiese perdido el equilibrio en el travesaño más alto de una escalera... y a continuación cayó de espaldas hacia la oscuridad como si la luna la hubiese engullido.

Cayó sobre tierra apisonada, dio un traspié y sintió una mano sujetándola por el brazo. Era Jace.

—Ve con cuidado —dijo él, y la soltó.

Clary estaba empapada, con riachuelos de agua helada descendiéndole por la parte posterior de la camisa y el cabello húmedo pegado a la cara. Las ropas mojadas parecían pesar una tonelada.

Estaban en un corredor de tierra excavado en el subsuelo, iluminado por musgo que resplandecía tenuemente. Una maraña de enredaderas colgantes formaba una cortina en un extremo del pasillo y largos zarcillos peludos colgaban del techo igual que serpientes muertas. Raíces de árboles, comprendió Clary. Estaban bajo tierra. Y hacía frío allí abajo, frío suficiente para hacer que su aliento surgiera en volutas de helada bruma cuando espiraba.

—¿Frío?

Jace estaba calado hasta los huesos también, los cabellos claros casi incoloros allí donde se le pegaban a las mejillas y la frente. El agua le corría por los vaqueros y la cazadora mojados, y convertía en transparente la camiseta blanca que llevaba. La muchacha pudo ver las líneas oscuras de sus Marcas permanentes y la tenue cicatriz del hombro a través de ella.

Desvió la mirada rápidamente. El agua se le adhería a las pestañas, empañando su visión igual que lágrimas.

—Estoy perfectamente.

—No tienes aspecto de estar perfectamente —repuso Jace.

Se acercó más a ella, y la joven sintió el calor que emanaba de él incluso a través de la ropa mojada de ambos, descongelando su carne helada.

Una forma oscura pasó volando a toda velocidad, justo en el campo visual del rabillo de su ojo, y chocó contra el suelo con un golpe sordo. Era Simón, también calado hasta los huesos. Rodó sobre las rodillas y miró frenéticamente a su alrededor.

—Mis gafas...

—Las tengo yo. —Clary estaba acostumbrada a recuperar las gafas de Simon durante los partidos de fútbol. Éstas siempre parecían caer justo bajo los pies del muchacho donde, inevitablemente, eran pisadas—. Aquí las tienes.

Él se las puso después de limpiar de tierra los lentes.

—Gracias.

Clary pudo sentir cómo Jace los observaba con atención: notó su mirada como un peso sobre los hombros. Se preguntó si Simon también lo sentía. Éste se puso en pie arrugando el ceño, justo cuando Isabelle caía de las alturas, aterrizando de pie con elegancia. El agua le corría por los largos cabellos sueltos y lastraba el grueso abrigo de terciopelo, pero ella apenas parecía advertirlo.

—¡Aaah, esto ha sido divertido!

—Este año por Navidad voy a regalarte un diccionario —bromeó Jace.

—¿Por qué?

—Para que puedas buscar «divertido». No estoy seguro de que sepas lo que significa.

Isabelle tiró hacia adelante la larga y pesada masa que eran sus cabellos empapados y los escurrió como si fueran una sábana.

—Me estás aguando la fiesta —dijo.

—Ya está bastante aguada, por si no lo has notado. —Jace miró alrededor—. Ahora ¿qué? ¿En qué dirección?

—En ninguna —respondió Isabelle—. Aguardamos aquí, y ellos vienen a buscarnos.

A Clary no le gustó demasiado esa idea.

—¿Cómo saben que estamos aquí? ¿Hay un timbre que tenemos que pulsar o algo?

—La corte sabe todo lo que sucede en sus tierras. Nuestra presencia no pasará desapercibida.

Simon la miró con suspicacia.

—¿Y cómo es que sabes tantas cosas sobre hadas y la corte seelie?

Isabelle, ante la sorpresa de todos, se ruborizó. Al cabo de un momento, la cortina de enredaderas se hizo a un lado y una hada varón pasó al otro lado, echándose hacia atrás los largos cabellos. Clary había visto a algunos de aquellos seres antes, en la fiesta de Magnus, y le había llamado la atención tanto su fría belleza como un cierto salvaje aire sobrenatural, que conservaban incluso cuando bailaban y bebían. Esta hada no era una excepción: los cabellos le caían en capas de un negro azulado alrededor de un rostro impasible, anguloso y hermoso; los ojos tenían el verde de las enredaderas o el musgo y lucía la forma de una hoja, bien una marca de nacimiento o un tatuaje, sobre uno de los pómulos. Vestía una coraza de un marrón plateado como la corteza de los árboles en invierno, y cuando se movía, la coraza relampagueaba con una multitud de colores: negro turba, verde musgo, gris ceniza, azul cielo.

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