Únicamente se filtraba por la entrada de la cueva un poco de luz, que fue engullida por la opresiva oscuridad tras unos pocos pasos. Jace alzó su luz mágica y dejó que los rayos surgieran por entre los dedos.
Al principio pensó que las estrellas habían hallado el modo de aparecer de nuevo, y eran visibles en lo alto en toda su resplandeciente gloria. Las estrellas no brillaban en ninguna otra parte como lo hacían en Idris… Y no brillaban en aquel momento. La luz mágica revelaba docenas de centelleantes depósitos de mica en la roca a su alrededor, y las paredes se habían iluminado con brillantes puntos luminosos.
Éstos le mostraban que estaba en un espacio estrecho excavado en la roca misma, con la entrada de la cueva a su espalda y dos túneles oscuros que se bifurcaban delante. Jace pensó en las historias que su padre le había contando sobre héroes perdidos en laberintos que usaron cuerda o cordel para encontrar el camino de vuelta. Sin embargo, él no llevaba encima nada que pudiera servirle para ese fin. Se acercó más a los túneles y permaneció en silencio un largo rato, escuchando. Oyó el gotear del agua, tenue, desde algún lugar lejano; el fluir del arroyo, un susurro como de alas, y… voces.
Retrocedió violentamente. Las voces venían del túnel de la izquierda, estaba seguro. Pasó el pulgar sobre la luz mágica para atenuarla, hasta que ésta emitió un tenue resplandor, justo el suficiente para iluminar el camino. Luego se lanzó al interior de la oscuridad.
—¿Lo dices en serio, Simon? ¿Es verdad? ¡Eso es fantástico! ¡Es maravilloso! —Isabelle alargó el brazo para coger la mano de su hermano—. Alec, ¿has oído lo que ha dicho Simon? Jace no es el hijo de Valentine. ¡Nunca lo ha sido!
—Entonces ¿de quién es hijo? —respondió Alec, aunque Simon tuvo la impresión de que sólo prestaba atención en parte.
El muchacho parecía estar recorriendo la estancia con la mirada en busca de algo. Sus padres permanecían cerca, mirando con cara de pocos amigos en dirección a ellos; a Simon le había preocupado que tal vez tendría que explicarles todo el asunto también, pero ellos le habían permitido amablemente disponer de unos pocos minutos a solas con Isabelle y Alec.
—¡A quién le importa! —Jubilosa, Isabelle alzó las manos al cielo y luego torció el gesto—. A decir verdad, ésa es una buena pregunta. ¿Quién era su padre? ¿Michael Wayland, después de todo?
Simon negó con la cabeza.
—Stephen Herondale.
—Así que era el nieto de la Inquisidora —dijo Alec—. Ése debe de ser el motivo por el que ella… —Se interrumpió, mirando a lo lejos.
—¿El motivo por el que qué? —exigió Isabelle—. Alec, presta atención. O al menos dinos qué estás buscando.
—No «qué» —respondió Alec—: a quién. A Magnus. Quería preguntarle si querría ser mi compañero en la batalla. Pero no tengo ni idea de dónde está. ¿Le has visto, por casualidad? —preguntó, dirigiéndose a Simon.
Éste meneó la cabeza afirmativamente.
—Estaba arriba en el estrado con Clary, pero… —estiró el cuello para mirar—ahora no está allí. Probablemente está entre la multitud.
—¿De veras? ¿Vas a pedirle que sea tu compañero? —preguntó Isabelle—. Este asunto de los compañeros es como un cotillón, excepto que incluye matar.
—Así es, exactamente como un cotillón —afirmó el vampiro.
—A lo mejor te pediré que seas mi compañero, Simon —dijo Isabelle, enarcando una ceja con delicadeza.
Al oírla, Alec se puso serio. Iba, como el resto de cazadores de sombras de la estancia, totalmente equipado: todo de negro, con un cinto del que colgaban múltiples armas. Sujeto a la espalda llevaba un arco; a Simon le alegró ver que había encontrado un sustituto para el arco que Sebastian había hecho pedazos.
—Isabelle, tú no necesitas un compañero, pero no vas a pelear. Eres demasiado joven. Y si se te ocurre siquiera pensarlo, te mataré. —Alzó la cabeza violentamente—. Aguardad… ¿Es ése Magnus?
Isabelle, siguiendo su mirada, resopló:
—Alec, es una mujer lobo. Una chica lobo. De hecho, la conozco, es… May.
—Maia —corrigió Simon.
La muchacha estaba un poco alejada, ataviada con pantalones de cuero marrón y una ajustada camiseta negra en la que ponía «LO QUE NO ME MATE… SERÁ MEJOR QUE ECHE A CORRER». Un cordón le sujetaba los trenzados cabellos atrás. Se dio la vuelta, como si percibiera que tenían los ojos puestos en ella, y sonrió. Simon le devolvió la sonrisa. Isabelle puso mala cara. Simon dejó de sonreír a toda prisa… ¿En qué momento exacto se había vuelto tan complicada la vida?
El rostro de Alec se iluminó.
—Ahí está Magnus —dijo, y se largó sin siquiera mirar atrás, abriéndose paso por entre la muchedumbre hasta la zona donde el alto brujo estaba parado.
La sorpresa de Magnus a medida que Alec se acercaba era patente, incluso desde aquella distancia.
—Es más bien dulce —dijo Isabelle, mirándolos—, ya sabes, de un modo un tanto lamentable.
—¿Por qué lamentable?
—Porque Alec está intentando conseguir que Magnus lo tome en serio —explicó Isabelle—, pero jamás les ha hablado a nuestros padres sobre Magnus, ni siquiera les ha dicho que le gustan, ya sabes…
—¿Los magos? —inquirió él.
—Qué gracioso —Isabelle le dirigió una mirada iracunda—. Ya sabes a lo que me refiero. Lo que ocurre así es que…
—¿Qué es lo que ocurre, exactamente? —preguntó Maia, acercándose a grandes zancadas de modo que la oyeran—. Quiero decir que no acabo de entender este asunto de los compañeros. ¿Cómo se supone que funciona?
—De ese modo.
Simon señaló en dirección a Alec y Magnus, que se mantenían un poco aparte de la multitud, en su propio pequeño espacio privado. Alec dibujaba en la mano de Magnus, con el rostro concentrado y los cabellos oscuros cayéndole sobre los ojos.
—¿Así es que todos tenemos que hacer eso? —dijo Maia—Conseguir que nos hagan un dibujo, quiero decir.
—Únicamente si vas a pelear —respondió Isabelle, mirando a la otra muchacha con frialdad—. No parece que tengas los dieciocho aún.
Maia le mostró una sonrisa tirante.
—No soy una cazadora de sombras. A los licántropos se los considera adultos a los dieciséis.
—Bien, pues tienen que hacerte el dibujo, entonces —dijo Isabelle—. Lo tiene que hacer un cazador de sombras. Así que será mejor que te busques uno.
—Pero…
Maia, mirando aún en dirección a Alec y a Magnus, se interrumpió y enarcó las cejas. Simon volvió la cabeza para ver qué era lo que miraba… y abrió los ojos como platos.
Alec rodeaba con sus brazos a Magnus y le estaba besando, en la boca. Magnus, que parecía estar en estado de shock, permanecía paralizado. Varios grupos de gente —cazadores de sombras y subterráneos por igual—los miraban atónitos y cuchicheaban. Echando una ojeada a ambos lados, Simon vio a los Lightwood, que, con los ojos desorbitados, contemplaban boquiabiertos la exhibición. Maryse se cubrió la boca con la mano.
Maia pareció perpleja.
—Aguardad un segundo —dijo—. ¿Todos tenemos que hacer eso, también?
Por sexta vez, Clary escudriñó la multitud, buscando a Simon. No pudo encontrarlo. La estancia era una masa arremolinada de cazadores de sombras y subterráneos; la multitud se dispersaba a través de las puertas abiertas y sobre la escalinata del exterior. Por todas partes centelleaban las estelas mientras subterráneos y cazadores de sombras se unían por parejas y se marcaban unos a otros. Clary vio a Maryse Lightwood tendiendo su mano a una hada alta y de piel verde que era exactamente igual de pálida y regia que ella. Patrick Penhallow intercambiaba solemnemente Marcas con un brujo cuyos cabellos brillaban con chispas azules. A través de las puertas del Salón, Clary podía ver el brillante resplandor del Portal en la plaza. La luz de la luna que penetraba por la claraboya de cristal proporcionaba un aire surrealista al conjunto.
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