Cassandra Clare - Ciudad de cristal

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Para salvar la vida de su madre, Clary debe viajar hasta la Ciudad de Cristal, el hogar ancestral de los cazadores de sombras. Por si fuera poco, Jace no quiere que vaya y Simon ha sido encarcelado por los propios Cazadores de Sombras, que no se fían de un vampiro resistente al sol. Mientras, Clary traba amistad con Sebastián, un misterioso cazador de sombras que se alía con ella. Valentine está dispuesto a acabar con todos los cazadores de sombras: la única opción que les queda a éstos es aliarse con sus mortales enemigos pero ¿podrán hombres lobo, vampiros y otras criaturas del submundo dejar a un lado sus diferencias con los cazadores de sombras?

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Posándose en un alféizar, Hugo atisbó a través de una de las ventanas de la casa. Aparentemente, advirtió que la casa estaba vacía, él remontó el vuelo con un graznido y aleteó en dirección al arroyo.

Jace salió de las sombras e inició la persecución del cuervo.

—Así que técnicamente —dijo Simon—, incluso aunque Jace no está emparentado contigo, sí que has besado a tu hermano.

—¡Simon! —Clary estaba consternada—. ¡CÁLLATE!

Giró sobre su asiento para ver si alguien escuchaba, pero, por suerte, nadie parecía hacerlo. Estaba sentada en una silla de respaldo alto sobre el estrado del Salón de los Acuerdos, con Simon a su lado. Su madre estaba de pie en el borde del estrado, inclinada hacia abajo para hablar con Amatis.

A su alrededor, el Salón era un caos mientras los subterráneos que habían llegado procedentes de la Puerta Norte entraban en tropel, franqueando las puertas y apelotonándose contra las paredes. Clary reconoció a varios miembros de la manada de Luke, incluida Maia, que le sonrió ampliamente desde el otro extremo de la habitación. Había hadas pálidas, frías y bellas como carámbanos, y brujos con alas de murciélago y pies de macho cabrío, e incluso uno con astas, con fuego azul chisporroteando en las puntas de los dedos mientras se movían por la habitación. Los cazadores de sombras daban vueltas de un lado a otro entre ellos, con aspecto nervioso.

Aferrando su estela con ambas manos, Clary paseó la mirada ansiosamente. ¿Dónde estaba Luke? Había desaparecido entre la multitud. Lo divisó al cabo de un instante, hablando con Malachi, que sacudía la cabeza violentamente. Amatis permanecía a poca distancia, lanzando al Cónsul miradas asesinas.

—No me hagas lamentar jamás haberte contado nada de esto, Simon —dijo Clary, mirándole furiosa.

Había hecho todo lo posible por proporcionarle una versión reducida del relato de Jocelyn, en su mayor parte siseada por lo bajo mientras él la ayudaba a abrirse paso penosamente por entre el gentío hasta el estrado y tomaba asiento allí. Resultaba fantástico estar allí arriba, contemplado la sala como si fuese la reina de todo lo que veía. Pero una reina no sería presa del pánico hasta ese punto.

—Además, besaba fatal.

—O quizás simplemente fue asqueroso, porque él era, ya sabes, tu hermano. —Simon parecía más divertido por todo el asunto de lo que Clary consideraba que tenía derecho a estar.

—No digas eso donde mi madre pueda oírte o te mataré —dijo ella con una segunda mirada iracunda—Ya me siendo como si estuviera a punto de vomitar o desmayarme. No lo empeores.

Jocelyn regresó del borde del estrado a tiempo de oír las últimas palabras de Clary —aunque, por suerte, no lo que ella y Simon habían estado hablado—y le asestó una palmada tranquilizadora en el hombro a su hija.

—No estés nerviosa, pequeña. Estuviste tan magnífica antes. ¿Necesitas algo? Una manta, un poco de agua caliente…

—No tengo frío —respondió ella en tono paciente—, y no necesito un baño, tampoco. Estoy perfectamente. Sólo quiero que Luke suba aquí y me diga qué está pasando.

Jocelyn hizo señas en dirección a Luke para atraer su atención, articulando en silencio algo que Clary no consiguió descifrar del todo.

—Mamá —soltó—, no.

Pero ya era demasiado tarde. Luke alzó la mirada… y lo mismo hicieron otros cazadores de sombras. La mayoría de ellos desviaron la mirada igual de rápido, pero Clary percibió la fascinación en sus miradas fijas. Resultaba inverosímil pensar que su madre era algo parecido a una figura legendaria en aquel sitio. Podía decirse que casi todo el mundo presente en la sala había oído su nombre y tenía alguna clase de opinión sobre ella, buena o mala. Clary se preguntó cómo evitaba su madre que eso la molestara. No parecía molesta… parecía impasible, serena y peligrosa.

Al cabo de un momento, Luke se había reunido con ellos sobre el estrado, con Amatis a su lado. Todavía tenía aspecto cansado, pero también alerta e incluso un poco agitado. Dijo:

—Sólo aguardad un segundo. Todo el mundo viene hacia aquí.

—Malachi —dijo Jocelyn, sin mirar del todo directamente a Luke mientras hablaba—. ¿te estaba causando problemas?

Luke efectuó un gesto displicente.

—Piensa que deberíamos enviar un mensaje a Valentine, rechazando sus condiciones. Yo digo que no deberíamos ponerlo sobre aviso. Que Valentine aparezca con su ejército en la llanura Brocelind esperando una rendición. Malachi parecía pensar que eso no sería deportivo, y cuando le dije que la guerra no era un partido de criquet escolar, respondió que si alguno de los subterráneos que hay aquí se desmandaba, intervendría y pondría fin a todo el asunto; como si los subterráneos no pudiesen dejar de pelear aunque sea durante cinco minutos.

—Eso es exactamente lo que piensa —dijo Amatis—. Es Malachi. Probablemente le preocupa que empecéis a comeros unos a otros.

—Amatis —dijo Luke—; alguien podría oírte.

Se dio la vuelta entonces, cuando dos hombres ascendieron los peldaños detrás de él: uno era un alto y esbelto caballero hada con largos cabellos oscuros que caían en capas a ambos lados del estrecho rostro. Llevaba una túnica de blanco blindaje: pálido metal resistente compuesto por diminutos círculos que se superponían, como las escamas de un pez. Sus ojos eran de color verde hoja.

El otro hombre era Magnus Bane. Se colocó junto a Luke. Llevaba un abrigo largo y oscuro abotonado hasta el cuello, y sus cabellos negros estaban echados hacia atrás, fuera de la cara.

—Tienes un aspecto tan corriente —dijo Clary, mirándole boquiabierta.

Magnus sonrió débilmente.

—He oído que tenías una runa que mostrarnos —fue todo lo que dijo.

Clary miró a Luke, quien asintió.

—Ah, sí —dijo—. Simplemente necesito algo sobre lo que escribir… un trozo de papel.

—Te he preguntado si necesitabas algo —dijo Jocelyn entre dientes, sonando muy parecida a la madre que Clary recordaba.

—Yo tengo papel —indicó Simon, sacando algo del bolsillo de los vaqueros.

Se lo entregó a su amiga. Era un folleto arrugado de la actuación de su grupo en la Knitting Factory en julio. Ella se encogió de hombros y le dio la vuelta, alzando la estela que le habían prestado. Centelleó levemente cuando tocó el papel con la punta, y a la muchacha le inquietó por un momento que el folleto se quemase, pero la diminuta llama se apagó. Empezó a dibujar, haciendo todo lo posible por dejar fuera todo lo demás: el ruido de la multitud y la sensación de que todo el mundo la miraba con atención.

La runa surgió tal y como había hecho antes: un diseño de líneas que se curvaban con energía unas al interior de las otras y luego se extendían sobre la página como esperando una finalización que no estaba allí. Quitó el polvo de la página con la mano y la sostuvo en alto, sintiendo absurdamente como si estuviese en la escuela y mostrase alguna especie de presentación a la clase.

—Ésta es la runa —dijo—. Requiere una segunda runa para completarla, para que funcione adecuadamente. Una… runa gemela.

—Un subterráneos, un cazador de sombras. Cada mitad de la asociación tiene que llevar la Marca —dijo Luke. Garabateó una copia de la runa al final de la página, partió el papel por la mitad y entregó uno de los dibujo a Amatis—. Empieza a hacer circular la runa —dijo—. Enseña a los nefilim cómo funciona.

Con un asentimiento de cabeza, Amatis desapareció escalera abajo y entre la multitud. El caballero hada, dirigiendo una rápida mirada tras ella, sacudió la cabeza.

—Siempre se me ha dicho que únicamente los nefilim pueden llevar las Marcas del Ángel —dijo, con una cierta desconfianza—. Que el resto de nosotros nos volveríamos locos, o moriríamos, si las llevásemos.

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