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Cassandra Clare: Ciudad de cristal

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Cassandra Clare Ciudad de cristal

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Para salvar la vida de su madre, Clary debe viajar hasta la Ciudad de Cristal, el hogar ancestral de los cazadores de sombras. Por si fuera poco, Jace no quiere que vaya y Simon ha sido encarcelado por los propios Cazadores de Sombras, que no se fían de un vampiro resistente al sol. Mientras, Clary traba amistad con Sebastián, un misterioso cazador de sombras que se alía con ella. Valentine está dispuesto a acabar con todos los cazadores de sombras: la única opción que les queda a éstos es aliarse con sus mortales enemigos pero ¿podrán hombres lobo, vampiros y otras criaturas del submundo dejar a un lado sus diferencias con los cazadores de sombras?

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Pero nada de eso era lo que resultaba extraño; lo extraño era que aquí y allí se alzaban en la ciudad, dispuestas al parecer al azar, torres altísimas coronadas por agujas de un material reflectante de un blanquecino tono plateado. Parecían perforar el cielo como dagas relucientes, y Simon se dio cuenta de que había visto aquel material antes: en las duras armas de aspecto cristalino que llevaban los cazadores de sombras, las que ellos llamaban cuchillos serafín.

—Ésas son las torres de los demonios —le explicó Jace en respuesta a la pregunta no formulada de Simon—. Controlan las salvaguardas que protegen la ciudad. Debido a ellas, ningún demonio puede penetrar en Alacante.

El aire que entraba por la ventana era frío y puro, la clase de aire que uno jamás respiraba en Nueva York: no sabía a nada, ni a mugre, ni a humo, ni a metal, ni tampoco a otra gente. Era simplemente aire. Simon tomó una bocanada profunda e innecesaria antes de volverse para mirar a Jace; algunos hábitos humanos eran muy persistentes.

—Dime que traerme aquí ha sido un accidente —dijo—. Dime que esto no ha sido de algún modo parte de tu intención de impedir a Clary que viniese con vosotros.

Jace no le miró, pero su pecho ascendió y descendió una vez, rápidamente, en una especie de jadeo reprimido.

—Es cierto —respondió—; creé un puñado de guerreros repudiados, hice que atacaran el Instituto y mataran a Madeleine y casi acabaran con el resto de nosotros simplemente para poder mantener a Clary en casa. ¡Y quién lo iba a decir, mi diabólico plan funcionó!

—Bueno, sí ha funcionado —dijo Simon con suavidad—. ¿No es cierto?

—Oye vampiro —replicó Jace—. El plan era mantener a Clary lejos de Idris. Traerte a ti aquí, no. Te traje a través del Portal porque de haberte dejado atrás, sangrando e inconsciente, los repudiados te habrían matado.

—Podrías haberte quedado allí conmigo…

—Nos habrían matado a los dos. Ni siquiera podía saber cuántos de ellos había, no con la neblina infernal. Ni siquiera yo puedo hacer frente a un centenar de repudiados.

—Y sin embargo —observó Simon—, apuesto a que te duele admitirlo.

—Eres un idiota —replicó Jace, sin inflexión—, incluso para ser un subterráneo. Te salvé la vida e infringí la Ley para hacerlo. Y no es la primera vez, debería añadir. Podrías mostrar un poco de gratitud.

—¿Gratitud? —Simon sintió cómo los dedos se le curvaban contra las palmas—. Si no me hubieses arrastrado al Instituto, no estaría aquí. Jamás estuve de acuerdo con esto.

—Lo hiciste —dijo Jace—, cuando afirmaste que harías cualquier cosa por Clary. Esto es cualquier cosa.

Antes de que Simon pudiera replicarle enojado, sonó un golpe en la puerta.

—¿Hola? —llamó Isabelle desde el otro lado—. Simon, ¿ha finalizado tu ataque de divismo? Necesito hablar con Jace.

—Entra, Izzy.

Jace no apartó los ojos de Simon; había una cólera eléctrica en su mirada y una especie de desafío que hizo que Simon ansiase golpearle con algo pesado. Como una camioneta.

Isabelle entró en la habitación en un remolino de cabellos negros y faldas de volantes plateados. El top en forma de corsé color marfil que llevaba le dejaba los brazos y hombros, cubiertos de negras runas, al descubierto. Simon supuso que para ella era un agradable cambio en su rutina poder exhibir sus Marcas en un lugar donde nadie las consideraría fuera de lo normal.

—Alec se va al Gard —dijo Isabelle sin preámbulos—. Quiere hablar contigo sobre Simon antes de irse. ¿Puedes bajar?

—Claro. —Jace fue hacia la puerta; a mitad de camino, reparó en que Simon le seguía y giró la cabeza para mirarle de manera fulminante—. Tú te quedas aquí.

—No —dijo Simon—. Si vais a hablar de mí, quiero estar ahí.

Por un momento pareció como si la gélida calma de Jace estuviera a punto de quebrarse; se sonrojó y abrió la boca; sus ojos centelleaban. La cólera desapareció igual de rápido, aplastada por un evidente acto de voluntad. Apretó los dientes y sonrió.

—Estupendo —respondió—. Ven abajo, vampiro. Podrás conocer a la feliz familia.

La primera vez que Clary cruzó un Portal había existido una sensación de volar, de caer de un modo ingrávido. En esta ocasión fue como verse arrojada al corazón de un tornado. Vientos aullantes la azotaron, le arrancaron la mano de la de Luke y también el alarido que surgió de su boca. Cayó girando sobre sí misma en el centro de una vorágine negra y dorada.

Algo plano, duro y plateado como la superficie de un espejo se alzó frente a ella. Descendió en picado hacia ello, chillando, alzando las manos para cubrirse el rostro. Golpeó la superficie y la atravesó, penetrando en un mundo de frío brutal y jadeante asfixia. Se hundía en una espesa oscuridad azul. Por más que intentaba respirar, no podría llevar aire a los pulmones, nada salvo aquella glacial frialdad…

De improviso la agarraron por la parte posterior del abrigo y tiraron de ella hacia arriba. Pataleó ligeramente pero estaba demasiado débil para librarse de lo que la sujetaba. La izaron, y la oscuridad índigo de su alrededor se convirtió en azul pálido y luego en dorado nada de aire. O intentó hacerlo, pues en su lugar se atragantó y dio boqueadas, mientras puntos negros salpicaban su visión. La arrastraban a través del agua, a toda prisa, con hierbajos enredándose y tirándole de piernas y brazos; se retorció para girar en las garras de lo que la sujetaba y vislumbró una horrible visión de algo, ni del todo lobo ni del todo humano, orejas puntiagudas como dagas y labios tensados hacia atrás para mostrar afilados dientes blancos. Intentó chillar, pero sólo surgió agua.

Al cabo de un momento estaba fuera del agua y la arrojaban sobre tierra dura y húmeda. Había unas manos en sus hombros, empujándola violentamente bocaabajo contra el suelo. Aquellas manos le golpearon la espalda, una y otra vez, hasta que el pecho se contrajo espasmódicamente y ella tosió un amargo chorro de agua.

Seguía dando boqueadas aun cuando las manos la hicieron rodar hasta quedar sobre la espalda, mirando arriba, y se encontró a Luke, una sombra negra recortada contra un alto cielo azul con pinceladas de nubes blancas. La dulzura que estaba acostumbrada a ver en su expresión había desaparecido; ya no tenía aspecto de lobo, pero parecía furioso. Tiró de ella para incorporarla, zarandeándola con violencia, una y otra vez, hasta que Clary gimió y le golpeó débilmente.

—¡Luke! ¡Para! Me haces daño…

Las manos de Luke abandonaron sus hombros. Le agarró la barbilla con una mano, obligándola a alzar la cabeza, escudriñándole el rostro con los ojos.

—El agua —dijo—. ¿Expulsaste toda el agua?

—Eso creo —musitó ella, y la voz surgió débil de su inflamada garganta.

—¿Dónde está tu estela? —exigió él, y cuando ella vaciló, su voz se tornó más imperiosa—. Clary. Tu estela. Encuéntrala.

Ella se desasió de sus manos y rebuscó desesperadamente en los húmedos bolsillos, sin encontrar otra cosa que la tela empapada. Abatida, alzó su rostro hacia Luke.

—Se me debe haber caído en el lago. —Sorbió las lágrimas—. La… estela de mi madre…

—Jesus, Clary.

Luke se puso en pie, entrelazando las manos, angustiado, tras la cabeza. Estaba empapado también; de sus vaqueros y del grueso abrigo de franela manaba el agua a borbotones. Las gafas que acostumbraba a llevar medio caídas sobre la nariz habían desaparecido. Bajó la mirada hacia ella con expresión sombría.

—Estás bien —dijo, y no era en realidad una pregunta—. Quiero decir, justo ahora. ¿Te sientes bien?

Ella asintió.

—Luke, ¿qué sucede? ¿Por qué necesitas mi estela?

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