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Cassandra Clare: Ciudad de cristal

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Cassandra Clare Ciudad de cristal

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Para salvar la vida de su madre, Clary debe viajar hasta la Ciudad de Cristal, el hogar ancestral de los cazadores de sombras. Por si fuera poco, Jace no quiere que vaya y Simon ha sido encarcelado por los propios Cazadores de Sombras, que no se fían de un vampiro resistente al sol. Mientras, Clary traba amistad con Sebastián, un misterioso cazador de sombras que se alía con ella. Valentine está dispuesto a acabar con todos los cazadores de sombras: la única opción que les queda a éstos es aliarse con sus mortales enemigos pero ¿podrán hombres lobo, vampiros y otras criaturas del submundo dejar a un lado sus diferencias con los cazadores de sombras?

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Sus pies la llevaron hasta la pared de la catedral, y su mano se introdujo en el bolsillo en busca de la estela. Poniendo toda su voluntad en impedir que la mano le temblara colocó la punta de la estela sobre la piedra.

Cerró los ojos con fuerza y, en la oscuridad que había tras ellos, empezó a dibujar con la mente líneas curvas de luz. Líneas que le hablaban de entradas, de ser transportada en aire arremolinado, de viajes y de lugares lejanos. No sabía si era una runa que había existido antes o una que ella acababa de inventar, pero existía ahora como si siempre lo hubiese hecho.

«Portal.»

Empezó a dibujar, las marcas saltando de la punta de la estela en negras líneas de carboncillo. La piedra chisporroteó, inundándole la nariz con el olor ácido de algo que se quema. Una ardiente luz azul fue apareciendo sobre los párpados cerrados. Sintió calor en el rostro, como si estuviese parada ante una hoguera. Con un jadeo bajó la mano y abrió los ojos.

La runa que había dibujado era una flor oscura floreciendo sobre la pared de piedra. Mientras la contemplaba, sus líneas parecieron fundirse y cambiar, discurriendo hacia abajo con suavidad, desplegándose, tomando una forma nueva. En unos momentos la forma de la runa había cambiado. Ahora era el contorno de una entrada refulgente, varios centímetros más alta que la misma Clary.

No podía apartar los ojos de la entrada. Brillaba como la misma luz sombría que el Portal situado tras la cortina de la casa de madame Dorothea. Alargó la mano hacia ella…

Y retrocedió. Para usar un Portal, recordó con desaliento, uno tenía que imaginar a dónde quería ir, adónde quería que el Portal lo llevase. Pero ella no había estado nunca en Idris. Se lo habían descrito, desde luego. Un lugar de valles verdes, de bosques oscuros y aguas brillantes, de lagos y montañas, y Alacante, la ciudad de las torres de cristal. Podía imaginar el aspecto que podría tener, pero la imaginación no era suficiente, no con aquella magia. Si al menos…

Inspiró bruscamente. Pero sí había visto Idris. Lo había visto en un sueño, y sabía, sin saber cómo, que había sido un sueño verídico. Después de todo, ¿qué le había dicho Jace en el sueño sobre Simon? ¿Que él no podía quedarse porque «este lugar es para los vivos»? Y no mucho después de eso, Simon había muerto…

Hizo retroceder la memoria al sueño. Había estado bailando en el salón de baile de Alacante. Las paredes eran doradas y blancas, con un techo transparente y brillante como un diamante en lo alto. Había una fuente —una bandeja de plata con la estatua de una sirena en el centro—y luces colgadas de los árboles fuera de las ventanas, y ella vestía de terciopelo verde, tal y como iba en aquel momento.

Como si estuviera aún en el sueño, alargó la mano hacia el Portal. Una luz brillante se desperdigó al contacto con los dedos, una puerta se abrió a un lugar iluminado situado al otro lado. Se encontró contemplando con fijeza una arremolinada vorágine dorada que poco a poco empezó a fusionarse en formas discernibles: le pareció que podía ver el contorno de montañas, un trozo de cielo…

—¡Clary!

Era Luke, corriendo por el sendero, con una máscara de enojo y consternación en el rostro. Detrás de él, Magnus avanzaba a grandes zancadas, los ojos de felino brillando como metal a la ardiente luz del Portal que bañaba el jardín.

—¡Clary, detente! ¡Las salvaguardas son poderosas! ¡Conseguirás que te maten!

Pero ya no había forma de detenerse. Más allá del Portal, la luz dorada crecía. Pensó en las paredes doradas del salón de su sueño, la luz dorada refractándose en el cristal tallado por todas partes. Luke se equivocaba; no comprendía el don de Clary, el modo en que funcionaba… ¿qué importaban las salvaguardas cuando uno podía crear su propia realidad simplemente dibujándola?

—Tengo que ir —chilló, avanzando, las yemas de los dedos estiradas—. Luke, lo siento…

Dio un paso adelante… Gracias a un ágil salto, se situó a su lado, sujetándola de la muñeca, justo mientras el Portal parecía estallar alrededor de ellos. Igual que un tornado arrancando un árbol de raíz, la fuerza los arrancó del suelo. Clary captó una última visión fugaz de los vehículos de Manhattan alejándose de ella a veloces círculos, para desaparecer cuando una ráfaga de viento fuerte como un trallazo la atrapó, haciéndola volar por los aires, la muñeca todavía atrapada en la férrea mano de Luke, en un remolino de dorado caos.

Simon despertó con el sonido del rítmico chapoteo del agua. Se incorporó, con un repentino terror helándole el pecho; la última vez que había despertado con el sonido de olas, era prisionero en el barco de Valentine, y el suave sonido líquido le trajo a la memoria aquella terrible ocasión con una inmediatez que fue como una rociada de agua helada en la cara.

Pero no…, un vistazo a su alrededor le indicó que estaba en otro lugar totalmente distinto. Para empezar, yacía bajo mantas suaves sobre una cómoda cama en una pequeña habitación limpia que tenía las paredes pintadas de azul pálido. Había cortinas oscuras corridas en la ventana, pero la tenue luz alrededor de los bordes era suficiente para que sus ojos de vampiro vieran con claridad. Había una alfombra pequeña de colores vivos en el suelo y un armario con puerta de espejo en una pared.

También había un sillón junto a la cama. Simon se sentó muy tieso desprendiéndose de las mantas y reparó en dos cosas: una, que todavía llevaba puestos los mismo vaqueros y la camieseta que había llevado al ir hacia el Instituto para reunirse con Jace; y dos, que la persona del sillón dormitaba, la cabeza apoyada en la mano, la larga melena negra derramándose hacia abajo como un chal de flecos.

—¿Isabelle? —dijo Simon.

La cabeza de la muchacha se alzó de golpe como un sobresaltado muñeco de resorte, y sus ojos se abrieron al instante.

—¡Aaah! ¡Estás despierto! —Se sentó muy recta, echándose atrás los cabellos—. ¡Jace se sentirá tan aliviado! Estábamos casi seguros de que ibas a morir.

—¿Morir? —repitió Simon, sintiéndose mareado y con náuseas—. ¿De qué? —Paseó la mirada por la habitación, parpadeando—. ¿Estoy en el Instituto? —preguntó, aunque comprendió en cuanto las palabras salieron de su boca que, por supuesto, eso era imposible—. Quiero decir… ¿dónde estamos?

Una leve inquietud recorrió el rostro de Isabelle.

—Vaya… ¿quieres decir que no recuerdas lo que sucedió en el jardín? —Tiró nerviosamente del ribete de ganchillo que bordeaba el tapizado del sillón—. Los repudiados nos atacaron. Eran muchísimos, y la neblina infernal hacia que fuese difícil luchar contra ellos. Magnus abrió el Portal, y todos corríamos a su interior cuando te vi viniendo hacia nosotros. Tropezaste… con Madeleine. Y había un repudiado justo detrás de ti; tú seguramente no le viste, pero Jace sí. Intentó llegar hasta ti, pero era demasiado tarde. El repudiado te clavó el cuchillo. Sangraste… una barbaridad. Y Jace mató al repudiado, te levantó y te arrastró a través del Portal con él —finalizó, hablando a tal velocidad que las palabras perdieron claridad al mezclarse, por lo que Simon tuvo que esforzarse para captarlas—. Nosotros estábamos ya al otro lado, y déjame decirte que todo el mundo se sorprendió de lo lindo cuando Jace cruzó contigo desangrándote sobre él. El Cónsul no se mostró nada complacido.

Simon tenía la boca seca.

—¿El repudiado me clavó el cuchillo?

Parecía imposible. Pero lo cierto era que ya había sanado así antes, después de que Valentine le degollara. Con todo, al menos debería recordarlo. Sacudiendo la cabeza, bajó la mirada para contemplarse.

—¿Dónde?

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