Clary sintió frío en todo el cuerpo.
—Es por eso que intentaste hacerme escupir toda el agua.
Luke asintió.
—Y el motivo de que quisiera encontrar tu estela. Con una runa de curación podríamos conjurar los efectos del agua. Sin ella, necesitamos que llegues a Alacante lo más rápidamente posible. Hay medicinas, eso ayudará, y conozco a alguien que casi con seguridad las tendrá.
—¿Los Lightwood?
—No, los Lightwood no. —La voz de Luke era firme—. Otra persona. Alguien que conozco.
—¿Quién?
Él negó con la cabeza.
—Sólo recemos para que no se haya ido en los últimos quince años.
—Pero pensaba que dijiste que la Ley prohibía que los subterráneos entraran en Alacante sin permiso.
La sonrisa que le dedicó como respuesta le recordó al Luke que la había atrapado cuando cayó de la estructura de barras para juegos infantiles de pequeña, el Luke que siempre la había protegido.
—Algunas leyes están hechas para ser infringidas.
La casa de los Penhallow le recordó a Simon el Instituto; poseía el mismo aire de pertenecer en cierto modo a otra era. Los vestíbulos y escaleras eran angostos, construidos de piedra y madera oscura, y las ventanas eran altas y estrechas y ofrecían buenas vistas de la ciudad. Había un claro toque asiático en la decoración: un biombo shoji estaba colocado en el descansillo del primer piso, y había altos jarrones chinos esmaltados con flores en los alféizares. También había varias serigrafías en las paredes, mostrando lo que debían de ser escenas de la mitología de los cazadores de sombras, pero en un aire oriental en ellas; aparecían de modo prominente caudillos blandiendo refulgentes cuchillos serafín, junto con criaturas de vivos colores parecidas a dragones y demonios reptantes de ojos saltones.
—La señora Penhallow, Jia, estaba a cargo del Instituto de Beijing. Divide su tiempo entre aquí y la Ciudad Prohibida —dijo Isabelle cuando Simon se detuvo a examinar un grabado—. Y los Penhallow son una familia antigua. Adinerada.
—Me doy cuenta —murmuró Simon, alzando la vista hacia las arañas de luces que goteaban lágrimas de cristal tallado.
Jace, en el peldaño situado detrás de ellos, refunfuñó:
—Moveos. No estamos haciendo una visita de interés turístico.
Simon sopesó efectuar una réplica grosera y decidió que no valía la pena molestarse. Descendió el resto de la escalera a paso rápido; una vez abajo, ésta se abría a una gran habitación que era una curiosa mezcla de lo viejo y lo nuevo: un ventanal de vidrio daba al canal, y surgía música de un equipo de música que Simon no pudo ver. Pero no había televisión, ni columna de DVD o CD, la clase de detritus que Simon asociaba con las salas de estar modernas. En su lugar había una serie de sofás rehenchidos agrupados alrededor de una chimenea enorme, en la que crepitaban llamas.
Alec estaba de pie junto a la chimenea, vestido con el oscuro equipo de cazador de sombras, colocándose un par de guantes. Alzó los ojos cuando Simon entró en la habitación y mostró su habitual expresión de desagrado, pero no dijo nada.
Sentados en los sofás había dos adolescentes que Simon no había visto nunca, un chico y una chica. La chica tenía rasgos asiáticos, con delicados ojos almendrados, brillante cabello oscuro echado hacia atrás y una expresión traviesa. La fina barbilla se estrechaba hasta acabar en punta como la de un gato. No era exactamente bonita, pero resultaba exótica.
El muchacho de cabello negro que tenía al lado era aún más atractivo. Probablemente era de la altura de Jace, pero parecía más alto, incluso sentado; era esbelto y fornido, con un rostro pálido, elegante e inquieto, todo pómulos y ojos oscuros. Había algo extrañamente familiar en él, como si Simon le hubiese conocido antes.
La chica fue la primera en hablar.
—¿Éste es el vampiro? —Miró a Simon de pies a cabeza como si le estuviera tomando las medidas—. En realidad jamás he estado tan cerca de un vampiro; no de uno al que no estuviese planeando matar, al menos. —Ladeó la cabeza—. Es mono, para ser un subterráneo.
—Tendrás que perdonarla; tiene el rostro de un ángel y los modales de un demonio Moloch —dijo el muchacho con una sonrisa, poniéndose en pie. Le tendió la mano a Simon—. Soy Sebastian. Sebastian Verlac. Y esta es mi prima, Aline Penhallow. Aline…
—Yo no les estrecho la mano a los subterráneos —repuso Aline, echándose hacia atrás sobre los cojines del sofá—. No tienen alma, ya sabes. Vampiros.
La sonrisa de Sebastian desapareció.
—Aline…
—Es cierto. Es por eso que no pueden verse en los espejos, o ponerse al sol.
Con toda deliberación, Simon retrocedió para exponerse a la zona iluminada por el sol, frente a la ventana. Sintió el sol caliente en la espalda y los cabellos. Su sombra se proyectó, larga y oscura sobre el suelo, alzando casi los pies de Jace.
Aline respiró con violencia pero no dijo nada. Fue Sebastian quien habló, mirando a Simon con sus curiosos ojos negros.
—Así que es cierto. Los Lightwood nos lo dijeron, pero no pensé…
—¿Qué dijésemos la verdad? —preguntó Jace, hablando por primera vez desde que habían bajado—. No mentiríamos sobre algo así. Simon es… único.
—Yo le besé en una ocasión —dijo Isabelle, sin dirigirse a nadie en particular.
Las cejas de Aline se enarcaron veloces.
—Realmente te dejan hacer lo que deseas en Nueva York, ¿no es cierto? —comentó, entre horrorizada y envidiosa—. La última vez que te vi, Izzy, ni siquiera te habrías planteado…
—La última vez que nos vimos, Izzy tenía ocho años —dijo Alec—. Las cosas cambian. Bien, mamá tuvo que irse a toda prisa, así que alguien tiene que subirle sus notas e informes al Gard. Soy el único que tiene dieciocho años, así que soy el único que puede ir allí mientras la Clave está en sesión.
—Lo sabemos —replicó Isabelle, dejándose caer sobre un sofá—. Ya nos has dicho eso unas cinco veces.
Alec, dándose aires de importancia, hizo caso omiso.
—Jace, tú trajiste al vampiro aquí, así que tú eres responsable de él. No dejes que salga.
«El vampiro», pensó Simon. Como si Alec no supiese su nombre. Le había salvado la vida a Alec en una ocasión. Ahora era «el vampiro». Incluso tratándose de Alec, que era propenso a algún que otro ataque de malhumor, aquello resultaba odioso. Tal vez tenía algo que ver con estar en Idris. Tal vez Alec sentía una necesidad mayor de reafirmar su condición de cazador de sombras allí.
—¿Me has hecho bajar para decirme eso, que no deje que el vampiro salga al exterior? No lo habría hecho de todos modos. —Jace se instaló en el sofá junto a Aline, que pareció complacida—. Será mejor que te des prisa en ir al Gard y regresar. Dios sabe a qué depravación podríamos dedicarnos aquí sin tu guía.
Alec contempló a Jace con tranquila superioridad.
—Intenta comportarte. Regresaré en media hora. —Desapareció a través de una arcada que conducía a un pasillo largo; en algún lugar lejano se escuchó el chasquido de una puerta al cerrarse.
—No deberías provocarle —dijo Isabelle, lanzando a Jace una mirada severa—. En realidad le dejaron a él al cargo.
Aline, Simon no pudo evitar advertirlo, estaba sentada muy pegada a Jace, los hombros de ambos tocándose, incluso a pesar de que había mucho espacio alrededor de ellos en el sofá.
—¿No has pensando alguna vez que en una vida anterior Alec era una anciana con noventa gatos que no hacía más que chillar a los niños del vecindario para que salieran de su césped? Porque yo si lo pienso —dijo él, y Aline lanzó una risita tonta—. Sólo porque él sea el único que pueda ir a Gard…
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