Cassandra Clare - Ciudad de las almas perdidas

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Jace es ahora un sirviente del mal, vinculado a Sebastian por toda la eternidad. Sólo un pequeño grupo de Cazadores de Sombras cree posible su salvación. Para lograrla, deben desafiar al Cónclave, y deben actuar sin Clary. Porque Clary está jugando a un juego muy peligroso por su propia cuenta y riesgo. Si pierde, el precio que deberá pagar no consiste tan solo en entregar su vida, sino también el alma de Jace.
Clary está dispuesta a hacer lo que sea por Jace, pero ¿puede seguir confiando en él? ¿O lo ha perdido para siempre? ¿Es el precio a pagar demasiado alto, incluso para el amor?

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—Shhh. —Ella le puso un dedo sobre los labios mientras cerraba la mampara de la ducha con la otra mano. Luego se acercó más a él, lo rodeó con los brazos y dejó que el agua les limpiara a los dos la oscuridad—. No hables. Sólo bésame.

Y él lo hizo.

—En el nombre del Ángel, ¿qué quieres decir con que Clary no está? —exigió saber Jocelyn, pálida—. ¿Cómo lo sabes, si te acabas de despertar? ¿Adónde ha ido?

Simon tragó saliva. Había crecido con Jocelyn siendo como una segunda madre para él. Estaba acostumbrado a que fuera muy protectora con su hija, pero la mujer siempre lo había visto como un aliado en aquello, alguien que se interpondría entre Clary y los peligros del mundo. Sin embargo, en ese momento lo miraba como a un enemigo.

—Me envió un mensaje anoche… —comenzó Simon, pero calló al ver que Magnus le hacía un gesto para que se acercara a la mesa.

—Más vale que te sientes —le dijo. Isabelle y Alec lo miraban asombrados, uno a cada lado del brujo, pero éste no parecía especialmente sorprendido—. Explícanos qué está pasando. Tengo la sensación de que nos va a llevar un rato.

Y así fue, aunque no tanto como Simon habría deseado. Cuando acabó de explicarse, encorvado en la silla y mirando la rascada mesa de Magnus, alzó la cabeza y vio a Jocelyn clavándole una mirada verde más fría que el agua ártica.

—¿Has dejado que mi hija se fuera… con Jace… a algún lugar inidentificable e ilocalizable adonde ninguno de nosotros puede acceder?

Simon se miró las manos.

—Yo puedo contactar con ella —contestó, y alzó la mano derecha con el anillo de oro en el dedo—. Ya te lo he dicho. He hablado con ella esta mañana. Me ha dicho que estaba bien.

—Para empezar, ¡nunca deberías haberla dejado marchar!

—No la dejé. Pero iba a ir de todas maneras. Pensé que sería mejor que tuviera algún tipo de contacto, ya que tampoco podía detenerla.

—Para ser justos —intervino Magnus—, dudo que nadie hubiera podido. Clary hace lo que quiere. —Miró a Jocelyn—. No puedes tenerla en una jaula.

—Confiaba en ti —le replicó Jocelyn—. ¿Y cómo salió de aquí?

—Abrió un Portal.

—Pero me dijiste que había palabras…

—Para impedir que entren las amenazas, no para mantener dentro a los invitados. Jocelyn, tu hija no es estúpida, y hace lo que cree correcto. No puedes detenerla. Nadie puede detenerla. Se parece muchísimo a su madre.

La mujer miró a Magnus durante un momento, con la boca ligeramente entreabierta, y Simon se dio cuenta de que el mago debía de haber conocido a la madre de Clary cuando ésta era joven, cuando había traicionado a Valentine y al Círculo, y casi había muerto en el Levantamiento.

—Sólo es una niña —replicó ella, y se volvió hacia Simon—. ¿Has hablado con ella? ¿Con esos anillos? ¿Desde que se fue?

—Esta mañana —contestó el vampiro—. Ha dicho que estaba bien. Que todo iba bien.

En vez de tranquilizarse, Jocelyn sólo pareció más enfadada.

—Estoy segura de que eso es lo que ella dijo. Simon, no puedo creer que le hayas permitido hacerlo. Deberías haberla retenido…

—¿Cómo, atándola? —replicó el chico sin poder creérselo—. ¿Esposándola a la mesa?

—Si eso era lo que hacía falta. Eres más fuerte que ella. Me has decepcionado…

Isabelle se levantó.

—Bien, ya basta. —Miró enfadada a Jocelyn—. Es total y completamente injusto que le grites a Simon por algo que Clary ha decidido hacer por su cuenta. Y si él la hubiera atado, ¿qué? ¿La ibas a dejar atada eternamente? En algún momento la tendrías que soltar, y entonces, ¿qué? Ya nunca volvería a confiar en Simon, y no confía en ti porque le robaste los recuerdos. Y eso, si no me equivoco, fue porque estabas tratando de protegerla. Quizá si no la hubieras protegido tanto, sabría mejor lo que es peligroso y lo que no, ¡y tampoco se lo callaría todo, ni sería tan temeraria!

Todos se quedaron mirando a Isabelle, y Simon recordó algo que Clary le había dicho una vez: que Izzy soltaba discursos pocas veces, pero que cuando lo hacía, tenían peso. Jocelyn tenía los labios blancos de tan apretados.

—Me voy a la comisaría para estar con Luke —dijo finalmente—. Simon, espero que me informes cada veinticuatro horas de que mi hija está bien. Si no me dices algo todas las noches, acudiré a la Clave.

Salió furiosa del apartamento, dando un portazo tan fuerte que apareció una grieta en el yeso junto a la puerta.

Isabelle volvió a sentarse, esta vez junto a Simon. Él no dijo nada, pero le tendió la mano, y ella se la cogió, entrelazando los dedos.

—¿Y bien? —dijo Magnus finalmente, rompiendo el silencio—. ¿Quién se apunta a invocar a Azazel? Porque vamos a necesitar un montón de velas.

Jace y Clary se pasaron el día paseando por las estrechas calles laberínticas que corrían junto a los canales, cuyas aguas iban desde el verde oscuro hasta el azul sucio. Se metieron entre los turistas de la plaza de San Marcos, pasaron por el Puente de los Suspiros y bebieron tacitas de café fuerte en el Café Florian. El confuso laberinto de calles le recordó a Clary un poco a Alacante, aunque Alacante carecía de la sensación de elegante decadencia de Venecia. Ahí no había calzadas ni coches, sólo pequeños callejones retorcidos y puentes que se arqueaban sobre canales con agua tan verde como la malaquita. Mientras el cielo se oscurecía con el profundo azul del ocaso de finales de otoño, las luces comenzaron a encenderse en pequeñas boutiques, en bares y restaurantes que parecían salir de ninguna parte y volver a desaparecer después de que Jace y ella los sobrepasaran, dejando detrás luz y risas.

Cuando Jace preguntó a Clary si quería cenar, ella asintió con firmeza. Empezaba a sentirse culpable porque no había conseguido extraerle ninguna información y, además, lo cierto era que se estaba divirtiendo. Mientras cruzaban el puente hacia el Dorsoduro, una de las zonas más tranquilas de la ciudad, lejos de la multitud de turistas, Clary decidió que esa noche iba a sacarle algo que valiera la pena comunicar a Simon.

Jace le cogía la mano con firmeza mientras pasaban por el último puente y la calle se abría a una gran plaza junto a un enorme canal del tamaño de un río. La cúpula de una basílica se alzaba a la derecha. Al otro lado del canal, otra parte de la ciudad iluminaba la tarde, reflejando los destellos de luz en el agua. Las manos de Clary ansiaban el carboncillo y los lápices, para dibujar la luz mientras se apagaba en el cielo, el agua al oscurecerse, las quebradas siluetas de los edificios, y sus reflejos atenuados por el canal. Todo parecía lavado con un tono azul acerado. Las campanas de algunas iglesias tocaban.

Tensó la mano que cogía la de Jace. Allí se sentía muy lejos de todo lo que era su vida, distante de una manera que no se había sentido en Idris. Venecia compartía con Alacante la misma sensación de ser un lugar fuera del tiempo, arrancado del pasado, como si hubiera entrado en el dibujo de las páginas de un libro. Pero también era un lugar real, uno del que Clary había oído hablar toda su vida, que había deseado visitar. Miró de reojo a Jace, que estaba contemplando el canal. La luz azul acerada también estaba sobre él, oscureciéndole los ojos, las sombras bajo los pómulos y las líneas de la boca. Cuando él se dio cuenta de que lo miraba, le devolvió la mirada y le sonrió.

Él la guió alrededor de la iglesia y por una escalera de peldaños mohoso hasta un sendero junto al canal. Todo olía a piedra mojada, a agua, a humedad y a años. Mientras el cielo se oscurecía, algo cortó la superficie del agua a unos pasos de Clary. Oyó la salpicadura y miró a tiempo de ver a una mujer de pelo verde alzarse del agua y sonreírle; tenía un rostro hermoso, pero dientes de tiburón y ojos amarillos de pez. Llevaba el cabello entrelazado de perlas. Se volvió a hundir en el agua, sin hacer ninguna onda.

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