—El diurno es peligroso —dijo Raphael, con ojos brillantes—. Eso es lo que llevo diciendo desde siempre.
—No es peligroso —replicó Maia ferozmente—. Tiene buen corazón. —Vio que Jordan la miraba de reojo, pero fue tan rápido que se preguntó si lo habría imaginado.
—Bla, bla, bla —soltó Raphael, desdeñoso—. Vosotros, los licántropos, no podéis centraros en el asunto que nos ocupa. Confiaba en ti, Praetor , porque los subterráneos nuevos son tu departamento. Pero permitir que Maureen corra por ahí hace quedar mal a mi clan. Si no la encontráis pronto, llamaré a todos los vampiros de que pueda disponer. A fin de cuentas —sonrió y sus delicados incisivos refulgieron—, nos corresponde a nosotros matarla.
Una vez acabada la cena, Clary y Jace regresaron andando hacia el apartamento a través de una noche cubierta de niebla. Las calles estaban desiertas y el agua del canal brillaba como el cristal. Al torcer una esquina, se encontraron junto a un silencioso canal, flanqueado por casas cerradas. Las barcas cabeceaban suavemente sobre las ondas del agua, una media luna negra cada una.
Jace rió en silencio y avanzó, soltando la mano de la de Clary. Sus ojos se veían grandes y dorados bajo la luz de las farolas. Se arrodilló junto al canal, y ella vio un destello de plata blanca, una estela; una de las barcas se soltó de sus amarras y comenzó a ir hacia el centro del canal. Jace se volvió a guardar la estela en el cinturón, saltó y aterrizó suavemente sobre el asiento de madera en la proa de la barca. Le tendió la mano a Clary.
—Ven.
Ella le miró a él y luego a la barca, y negó con la cabeza. Sólo era un poco mayor que una canoa, pintada de negro, aunque la pintura estaba húmeda y levantada. Parecía tan ligera y frágil como un juguete. Se imaginó volcándola y acabando ambos en el canal.
—No puedo. La volcaré.
Jace meneó la cabeza con impaciencia.
—Sí que puedes —insistió—. Yo te he entrenado. —Para demostrarlo dio un paso atrás. Y se quedó de pie sobre el fino borde de la barca, al lado del soporte del remo. Miró a Clary con una sonrisa de medio lado. Según todas las leyes de la física, pensó ella, la barca, desequilibrada, debería estar volcándose de lado hacia el agua. Pero Jace se equilibraba allí, con la espalda recta, como si estuviera hecho de humo. Tras él estaba el fondo de agua y piedra, canales y puentes, ni un solo edificio moderno a la vista. Con su brillante cabello y su pose, podría haber sido algún príncipe del Renacimiento.
Le volvió a tender la mano.
—Recuerda. Eres tan ligera como quieras serlo.
Ella recordó. Horas de entrenamiento en cómo caer, cómo mantener el equilibrio, cómo aterrizar como había hecho Jace, igual que si fueras un poco de ceniza descendiendo suavemente. Clary tragó aire y saltó; el agua verdosa volaba bajo ella. Cayó sobre la proa de la barca, y se bamboleó un poco sobre el asiento de madera, pero se mantuvo firme.
Soltó el aire con un soplido de alivio y oyó a Jace reír mientras saltaba al fondo plano de la barca. Hacía agua. Una fina capa de agua cubría la madera. Él era como un palmo más alto que ella, y al estar ella sobre el asiento de la proa, sus cabezas estaban al mismo nivel.
Él le puso las manos en la cintura.
—¿Y adónde quieres ir? —le preguntó Jace.
Ella miró alrededor. Se habían alejado del margen del canal.
—¿Estamos robando una barca?
—Robar es una palabra muy fea —repuso él.
—¿Y cómo quieres llamarlo?
Él la alzó y le dio una vuelta antes de bajarla de nuevo.
—Un caso extremo de ir de tiendas.
Él la acercó más, y ella se tensó. Resbaló, y ambos acabaron sobre el fondo de la barca, que era plano y mojado, y olía a agua y madera mojada.
Clary se encontró sobre Jace, con una rodilla a cada lado de sus caderas. El agua empapaba la camisa del chico, pero a él no parecía importarle. Le rodeó el cuello con los brazos, y la camisa se le subió.
—Literalmente me has tumbado con la fuerza de tu pasión —observó él—. Buen trabajo, Fray.
—Sólo te has caído porque has querido. Te conozco —repuso ella. La luna brillaba sobre ellos como un foco, como si fueran las únicas personas bajo su luz—. No resbalas nunca.
Él le acarició el rostro.
—Quizá no resbale, pero caigo.
A Clary, el corazón le saltaba dentro del pecho, y tuvo que tragar antes de poder contestar, como si estuviera bromeando.
—Ésa puede ser tu peor chorrada de todos los tiempos.
—¿Y quién dice que sea una chorrada?
La barca cabeceó, y Clary se inclinó hacia delante, apoyando las manos en el pecho de Jace. Su cadera presionaba contra la de él, y le miró a los ojos, que perdieron su pícaro brillo dorado y se oscurecieron, al tiempo que la pupila se tragaba el iris. Podía verse a sí misma y el cielo nocturno en ellos.
Él se alzó apoyándose en un codo y le puso la otra mano en la nuca. Clary lo notó arquearse contra ella, rozándole los labios con los suyos, pero ella se apartó, sin aceptar el beso. Lo deseaba, lo deseaba tanto que sentía un agujero en su interior, como si el deseo la hubiera consumido por dentro. Por mucho que su cabeza dijera que ése no era Jace, no era su Jace, su cuerpo lo recordaba, su forma y su tacto, el olor de su piel y su cabello, y lo quería recuperar.
Ella sonrió contra la boca de él, como si lo estuviera tentando, y se movió de lado, acurrucándose junto a él sobre el fondo mojado de la barca. Él no protestó. La rodeó con un brazo. El balanceo de la barca bajo ellos era suave y arrullador. Clary tuvo ganas de apoyarle la cabeza en el hombro, pero no lo hizo.
—Vamos a la deriva —dijo.
—Lo sé. Quiero que veas una cosa.
Jace estaba mirando al cielo. La luna era una gran nube blanca, como una vela. El pecho de Jace subía y bajaba acompasadamente; enredó los dedos en el cabello de Clary. Ella estaba a su lado, esperando y observando mientras las estrellas se movían como un reloj astrológico, y se preguntó a qué estarían esperando. Al final lo oyó: un largo y lento ruido fluido, como el agua manando de un dique roto. El cielo se oscureció y se arremolinó mientras unas siluetas lo cruzaban a gran velocidad. Clary casi no podía distinguirlas a través de las nubes y la distancia, pero parecían hombres, con largos cabellos como cirros, montando caballos cuyos cascos relucían con el color de la sangre. El sonido de un cuerno de caza resonó en la noche, las estrellas temblaron y el cielo se plegó sobre sí mismo mientras los hombres se desvanecían tras la luna.
Clary dejó escapar el aliento lentamente.
—¿Qué ha sido eso?
—La Cacería Salvaje —contestó Jace. Su voz parecía distante y soñadora—. Los Sabuesos de Gabriel. La Multitud Furiosa. Tiene muchos nombres. Son hadas que desdeñan las cortes terrenales. Cabalgan por el cielo, en una cacería eterna. Una noche al año, un mortal puede unirse a ellos, pero una vez te has unido a la Cacería, no puedes dejarla.
—¿Y por qué querría alguien hacer eso?
Jace rodó sobre sí y de repente estuvo sobre Clary, presionándola contra el fondo de la barca. Ella casi ni se fijó en la humedad; notaba el calor manando de él en oleadas y vio que le ardían los ojos. Tenía una manera de apoyarse sobre ella que no la aplastaba, pero que al mismo tiempo le permitía notar todas las partes de él contra sí: la forma de las caderas, las costuras de los vaqueros y la marca de las cicatrices.
—Hay algo muy atractivo en esa idea —respondió él—. En perder totalmente el control, ¿no te parece?
Ella abrió la boca para responder, pero él ya la estaba besando. Clary lo había besado muchas veces, con besos suaves, intensos y desesperados, leves roces de labios que decían adiós, y besos que parecían durar horas, y ése no era diferente. De la misma manera que el recuerdo de alguien que ha vivido en una casa puede permanecer después de que esa persona se haya ido, como una especie de huella psíquica, su cuerpo «recordaba» a Jace. Recordaba su sabor, el ángulo de su boca sobre la de ella, las cicatrices de él bajo sus dedos y la forma del cuerpo bajo sus manos. Ella se olvidó de sus dudas y lo cogió para apretarlo contra sí.
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