—¡Alexander! —exclamó Magnus.
—Supongo que es demasiado pronto para hacer bromas sobre eso del recuerdo feliz —respondió Alec.
—¿Te parece? —Su novio alzó la voz.
Pero antes de que pudiera decir nada más, la puerta se abrió, y Maia y Jordan entraron. Tenían las mejillas enrojecidas por el frío, y ella llevaba la chaqueta de cuero de él, lo que sorprendió a Simon.
—Venimos directamente de la comisaría —explicó ella excitada—. Luke aún no ha despertado, pero parece que se va a poner bien… —Calló de golpe al ver el pentagrama, aún brillante, las nubes de humo negro y los trozos requemados del suelo—. Vale, ¿qué habéis estado haciendo vosotros?
Con un pequeño glamour y la habilidad de Jace para subirse a un viejo puente curvo con sólo un brazo, Clary y él escaparon corriendo de la policía italiana sin ser arrestados. Cuando se detuvieron, se dejaron caer contra una pared, riendo, hombro con hombro, con las manos entrelazadas. Clary sintió un momento de felicidad pura y simple, y tuvo que ocultar el rostro en el hombro de Jace, recordándose, con su dura vocecilla interna, que «ése no era él», antes de que su risa se trasformara en silencio.
Jace pareció interpretar su súbito mutismo como señal de que estaba cansada. Le cogió la mano con suavidad mientras regresaban a la calle desde donde habían comenzado su paseo, con el estrecho canal con puentes a ambos extremos. Entre ellos, Clary reconoció la casa sin ningún rasgo destacable de la que habían salido. Sintió un escalofrío por todo el cuerpo.
—¿Frío? —Jace la acercó a él y la besó; era mucho más alto que ella, y o bien tenía que inclinarse o bien alzarla; en ese caso hizo esto último, y ella contuvo un grito ahogado cuando él la alzó y la pasó a través de la pared de la casa.
La dejó en el suelo y de una patada cerró la puerta, que había aparecido de repente detrás de ellos, y estaba a punto de sacarse la chaqueta cuando se oyó una risita apagada.
Clary se apartó de Jace mientras se encendían luces alrededor. Sebastian estaba sentado en el sofá, con los pies sobre la mesita de centro. Tenía el cabello revuelto y los ojos de un negro vidrioso. Tampoco estaba solo. Había dos chicas, una a cada lado de él. Una era rubia e iba ligera de ropa, con sólo una falda muy corta y reluciente, y un top cogido al cuello. Tenía la mano abierta sobre el pecho de Sebastian. La otra era más joven, con un aspecto más dulce; el cabello corto y negro, una cinta de terciopelo negro en la cabeza y un vestido negro de encaje.
Clary se puso tensa.
«Vampira», pensó.
No sabía cómo lo sabía, pero lo sabía; si era por el brillo ceroso de la blanca piel de la chica morena o la infinita profundidad de sus ojos, o quizá Clary estuviera aprendiendo a notar esas cosas, como se suponía que las notaban los cazadores de sombras. La chica supo que ella lo sabía; Clary lo notó. La chica sonrió, mostrando sus dientecitos puntiagudos, y luego se inclinó para pasárselos a Sebastian por la clavícula. Él parpadeó, con las pestañas claras cubriendo los ojos oscuros. Miró a Clary, sin prestar atención a Jace.
—¿Has disfrutado de tu cita?
Ella deseó poderle replicar con algo grosero, pero sólo asintió con la cabeza.
—Bueno, entonces ¿te gustaría unirte a nosotros? —preguntó, abarcando a las chicas y a él con un gesto—. ¿Para una copa?
La chica morena rió y le preguntó algo a Sebastian en italiano.
—No —contestó éste—. Lei è mia sorella .
La chica se recostó en el asiento, decepcionada. Clary tenía la boca seca. De repente, notó la mano de Jace contra la suya, sus callosos dedos.
—Creo que no —contestó él—. Nos vamos arriba. Nos vemos por la mañana.
Sebastian agitó los dedos, y el anillo Morgenstern que llevaba en la mano destelló como una señal de fuego.
— Ci vediamo .
Jace condujo a Clary fuera de la sala y por la escalera de vidrio; sólo cuando se hallaron en el pasillo, ella notó que había recuperado el aliento. Ese Jace diferente era una cosa. Sebastian, otra totalmente distinta. La sensación de amenaza que emanaba era como el humo de un fuego.
—¿Qué ha dicho? —preguntó—. ¿En italiano?
—Ha dicho: «No, es mi hermana» —contestó Jace. No dijo lo que la chica le había preguntado a Sebastian.
—¿Hace eso a menudo? —quiso saber ella. Se habían detenido frente a la habitación del chico—. ¿Traer chicas a casa?
Jace le acarició el rostro.
—Hace lo que quiere, y yo no pregunto —explicó—. Podría traer un conejo rosa de dos metros en biquini, si quisiera. No es asunto mío. Pero si me estás preguntando si he traído chicas a casa, la respuesta es que no. No quiero a nadie excepto a ti.
No había sido eso lo que le preguntaba, pero de todas maneras asintió, como si se sintiera tranquilizada.
—No quiero volver abajo.
—Puedes dormir conmigo en mi habitación esta noche. —Sus ojos dorados relucían en la oscuridad—. O puedes dormir en la habitación principal. Ya sabes que nunca te pediría…
—Quiero estar contigo —respondió ella, y se sorprendió a sí misma con su vehemencia. Tal vez fuera que la idea de dormir en aquel dormitorio, donde Valentine había dormido, donde había esperado volver a vivir con su madre, le resultaba demasiado. O quizá fuera que estaba cansada, y que sólo había pasado una noche en la misma cama que Jace, y que habían dormido tocándose sólo las manos, como si una espada desenvainada se interpusiera entre ellos.
—Dame un segundo para arreglar la habitación. Está hecha un lío.
—Sí, cuando entré antes creo que tal vez viera una mota de polvo en el alféizar de la ventana. Tendrías que hacértelo mirar.
Ella le tiró de un rizo y lo dejó escapar entre los dedos.
—No quiero ir en contra de mis intereses, pero ¿quieres ponerte algo para dormir?
Clary pensó en el armario lleno de ropa del dormitorio principal. Tendría que ir acostumbrándose a la idea. Más le valdría comenzar ya.
—Iré a coger un camisón.
Un momento después, ante un cajón abierto, pensó que, claro, la clase de camisón que los hombres compraban porque querían que se los pusieran las mujeres de su vida, no eran necesariamente la clase de prenda que se comprarían ellas. Clary solía dormir con un top y unos pantalones cortos de pijama, pero allí todo era seda, o encaje, o casi no era, o todo eso a la vez. Al final se decidió por uno de seda verde claro que le llegaba a medio muslo. Pensó en la uñas rojas de la chica de abajo, la que tenía la mano sobre el pecho de Sebastian. Sus propias uñas estaban mordidas, y en las de los pies nunca se ponía más que esmalte incoloro. Se preguntó cómo sería ser más como Isabelle, tan consciente de tu poder femenino que lo pudieras emplear como una arma en vez de quedártelo mirando fascinada, como alguien a quien le ofrecen un regalo para la casa y no tiene ni idea de dónde colocarlo.
Se tocó el anillo de oro para que le diera suerte antes de dirigirse al dormitorio de Jace. Él estaba sentado en la cama, con el pecho descubierto y unos pantalones de pijama negros, leyendo un libro bajo el círculo de luz amarilla que formaba la lamparita de la mesilla de noche. Ella se quedó observándolo durante un momento. Pudo ver el delicado juego de los músculos bajo la piel cuando pasó la página, y pudo ver la Marca de Lilith sobre su corazón. No era como el encaje negro del resto de sus Marcas, sino de un rojo plateado, como sangre tintada con mercurio. No parecía pertenecerle.
La puerta se cerró tras ella con un clic, y Jace alzó los ojos. Clary vio cómo le cambiaba la cara. Quizá ella no fuera una gran admiradora del camisón, pero él seguro que lo era. La expresión del rostro de Jace le produjo un escalofrío.
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