—¿Tienes frío? —Jace apartó las sábanas; ella se metió en la cama, y él dejó el libro en la mesilla. Se removieron los dos bajo las sábanas hasta quedar cara a cara. Habían estado en la barca por lo que les habían parecido horas, besándose, pero en la cama era diferente. Aquello había sido en público, bajo la mirada de la ciudad y las estrellas. Eso era una intimidad repentina, sólo los dos bajo las sábanas, su aliento y el calor de sus cuerpos mezclándose. Nadie los vigilaba, nadie los pararía, no había razón para detenerse. Cuando él le puso la mano sobre la mejilla, Clary pensó que el rugido de su propia sangre en los oídos hasta podría ensordecerlo a él.
Sus ojos estaban tan cerca que Clary podía ver el entramado de oro y oro más oscuro en los irises de Jace, como un mosaico de ópalo. Había sentido frío durante tanto tiempo, que en ese momento se sentía arder y derretirse a la vez, disolviéndose en él, y eso que casi ni se tocaban. Notó que la mirada se le iba hacia los puntos donde él era más vulnerable: las sienes, los ojos y el pulso en la vena del cuello, y quiso besarlo ahí, sentir sus latidos contra los labios.
La mano derecha de Jace, marcada de cicatrices, le acarició la mejilla, el hombro y el costado, en un único movimiento que acabó en la cadera, con el que Clary se dio cuenta de por qué a los hombres les gustaban tanto los camisones de seda.
—Dime qué quieres —dijo él en un susurro que no disimulaba el deseo en su voz.
—Sólo quiero que me abraces —contestó ella—. Mientras duermo. Eso es todo lo que quiero ahora.
Los dedos de Jace, que le habían estado dibujando círculos en la cadera, se detuvieron.
—¿Eso es todo?
No, no era lo que Clary quería. Lo que quería era besarlo hasta perder la noción del espacio y el tiempo, como le había pasado en la barca; besarle hasta olvidar quién era ella y por qué estaba allí. Quería emplearlo como una droga.
Pero eso era muy mala idea.
Él la observó, inquieto, y Clary recordó la primera vez que lo había visto y cómo había pensado que parecía letal y hermoso, como un león.
«Es una prueba», pensó. Y tal vez una muy peligrosa.
—Eso es todo —contestó.
El pecho de Jace subía y bajaba. La Marca de Lilith parecía palpitarle contra la piel, justo sobre el corazón. Tensó la mano sobre la cadera de Clary. Ésta podía oír su propia respiración, tan superficial como la marea baja.
Él la atrajo hacia sí y la hizo volverse hasta que quedaron encajados como dos cucharillas, ella de espaldas a él. Ella tragó un grito ahogado. Notó el calor de la piel de Jace, como si tuviera una ligera fiebre. Pero la sensación de los brazos de él al rodearla le resultaba familiar. Los dos encajaban perfectamente, como siempre: la cabeza de ella bajo la barbilla de él, la columna de ella contra los duros músculos del estómago y el pecho de él, y las piernas de ella sobre las de él.
—Muy bien —susurró Jace, y su aliento en la nuca hizo que a Clary se le pusiera la piel de gallina—. Pues vamos a dormir.
Y eso fue todo. Lentamente, Clary se fue relajando, y el golpeteo de su corazón disminuyó. La sensación de los brazos de Jace rodeándola era la de siempre. Cómoda. Puso las manos sobre las de él y cerró los ojos, flotando en el espacio o en la superficie del mar, los dos solos.
Así durmió, con la cabeza bajo la barbilla de Jace, encajada contra él y con las piernas entrelazadas. Y durmió como no había dormido en semanas.
Simon estaba sentado en el borde de la cama en la habitación de invitados de Magnus, mirando una bolsa de lona que tenía en el regazo.
Oía voces provenientes del salón. Magnus estaba explicando a Maia y a Jordan lo que había pasado aquella noche, e Izzy añadía de vez en cuando algún detalle. Jordan decía algo sobre pedir comida china para no morirse de hambre; Maia rió y dijo que mientras no fuera de Jade Wolf, estaba bien.
«Morirse de hambre», pensó Simon. Estaba comenzando a tener hambre, tanta hambre como para notarla como un tirón en las venas. Era una hambre diferente del hambre humana. Se sentía como si le rascaran un hueco vacío en el interior. Pensó que si alguien lo golpeaba, sonaría como una campana.
—Simon. —Se abrió la puerta y entró Isabelle. Llevaba el cabello suelto, casi hasta la cintura—. ¿Estás bien?
—Sí.
La chica vio la bolsa de viaje en su regazo, y se le tensaron los hombros.
—¿Te marchas?
—Bueno, no planeaba quedarme para toda la eternidad —respondió Simon—. Quiero decir, anoche fue… diferente. Me pediste…
—Bien —le cortó ella en un tono inusualmente animado—. Bueno, al menos puede llevarte Jordan. Por cierto, ¿te has fijado en Maia y él?
—¿Fijarme en qué?
Isabelle bajó la voz.
—Sin duda, entre ellos ha pasado algo durante su viajecito. Ahora parecen una pareja.
—Bueno, eso está bien.
—¿Tienes celos?
—¿Celos? —repitió Simon, confuso.
—Bueno, Maia y tú… —Agitó una mano, mirándolo con los ojos entornados—. Erais…
—Oh, no, no, en absoluto. Me alegro por Jordan. Eso le hará muy feliz. —Y lo decía de corazón.
—Bien. —Entonces, Isabelle alzó el rostro, y él vio que tenía las mejillas arreboladas, y no sólo por el frío—. ¿Te quedarás aquí esta noche, Simon?
—¿Contigo?
Ella asintió, sin mirarlo.
—Alec va a ir al Instituto a buscar más ropa. Me ha preguntado si quería ir con él, pero prefiero… prefiero quedarme aquí contigo. —Alzó la barbilla y lo miró directamente—. No quiero dormir sola. Si me quedo aquí, ¿te quedarás conmigo?
Simon notó lo mucho que le molestaba pedirlo.
—Claro —contestó él, dándole toda la poca importancia que pudo, y al mismo tiempo, se sacó la idea del hambre de la cabeza, o al menos lo intentó. La última vez que había tratado de olvidar beber, había acabado con Jordan apartándolo de una Maureen semiinconsciente.
Pero aquello había sido cuando llevaba días sin comer. Esa vez era diferente. Conocía sus límites. Estaba seguro.
—Claro —repitió—. Me encantará.
Camille sonrió sarcástica mirando a Alec desde el diván.
—¿Y dónde cree Magnus que estás ahora?
Alec, que había colocado una tabla de madera sobre dos ladrillos para hacer una especie de banco, estiró las largas piernas y se miró las botas.
—En el Instituto, cogiendo ropa. Iba a ir por Spanish Harlem, pero al final he venido por aquí.
Ella entrecerró los ojos.
—¿Y por qué?
—Porque no puedo hacerlo. No puedo matar a Raphael.
Camille echó las manos al cielo.
—¿Y por qué no puedes? ¿Acaso tienes algún tipo de lazo personal con él?
—Casi ni lo conozco —contestó Alec—. Pero matarlo es violar deliberadamente la Ley de los Acuerdos. No es que no haya roto Leyes antes, pero hay una diferencia entre romperlas por una buena razón o romperlas por una razón egoísta.
—Oh, Dios santo. —Camille comenzó a ir de un lado a otro—. ¡Líbrame de los nefilim con conciencia!
—Lo siento.
Ella entrecerró los ojos.
—¿Lo sientes? Ya te daré yo… —Se interrumpió—. Alexander —continuó en una voz más calmada—, ¿y qué hay de Magnus? Si continúas como hasta ahora, lo perderás.
Alec la observó mientras paseaba inquieta, felina y compuesta, con el rostro carente de cualquier expresión excepto de una curiosa compasión.
—¿Dónde nació Magnus?
Camille se echó a reír.
—¿Ni siquiera sabes eso? Dios. En Batavia, si quieres saberlo. —Ella soltó un bufido burlón al ver la cara de incomprensión de Alec—. Indonesia. Claro que entonces eran la Indias Orientales Neerlandesas. Su madre fue una nativa, me parece, y su padre, algún aburrido colono. Bueno, no su auténtico padre. —Los labios se le curvaron en una sonrisa.
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