—Sirena —explicó Jace—. Hay varias viejas familias que viven en Venecia desde hace mucho, mucho tiempo. Son un poco raras. Por lo general, viven mejor en el agua limpia, mar adentro, alimentándose de peces en vez de basura. —Miró hacia el sol poniente—. Toda la ciudad apesta —comentó—. Estará bajo el agua en cien años. Imagínate nadar y tocar la punta de la basílica de San Marcos. —Señaló sobre el agua.
Clary sintió un destello de tristeza al pensar en la pérdida de tanta belleza.
—¿No pueden hacer nada?
—¿Para alzar toda la ciudad? ¿O para detener el mar? No mucho —contestó Jace. Habían llegado a unos escalones que subían. El viento soplaba desde el mar y le alzaba el cabello dorado oscuro de la frente y la nuca—. Todo tiende hacia la entropía. El propio universo se expande, las estrellas se separan unas de otras, y sólo Dios sabe lo que cae por las grietas que se abren entre ellas. —Calló un momento—. De acuerdo, eso ha sonado un poco raro.
—Quizá sea todo el vino del almuerzo.
—Aguanto bien el alcohol. —Torcieron una esquina, y un paisaje encantado de luces destelló ante ellos. Clary parpadeó, ajustando la visión. Era un pequeño restaurante con mesas fuera y dentro, con focos de calor rodeados de luces de Navidad como un bosque de árboles mágicos entre las mesas. Jace se soltó de ella el tiempo justo para conseguir una mesa, y en seguida estuvieron sentados junto al canal, oyendo al agua salpicar contra la piedra y el ruido de las barcas cabeceando con la marea.
Clary comenzaba a sentir oleadas de cansancio, semejantes a las del agua rompiendo contra los costados del canal. Le dijo a Jace lo que quería y dejó que él lo pidiera en italiano; se sintió aliviada cuando el camarero se marchó y ella pudo apoyar los codos en la mesa y la cabeza en las manos.
—Creo que tengo jet lag —comentó—. Jet lag interdimensional.
—¿Sabes?, el tiempo es una dimensión —repuso Jace.
—Pedante. —Le lanzó una miga de pan de la cestita que tenía delante.
Él sonrió.
—El otro día estaba tratando de recordar todos los pecados capitales —dijo él—. Avaricia, envidia, gula, ironía, pedantería…
—Estoy segura de que la ironía no es un pecado capital.
—Estoy seguro de que sí.
—Lujuria —dijo ella—. La lujuria es un pecado capital.
—Y azotar.
—Creo que eso forma parte de la lujuria.
—Creo que debería tener su propia categoría —repuso Jace—. Avaricia, envidia, gula, ironía, pedantería, lujuria y azotes. —Las luces navideñas blancas se le reflejaban en los ojos. Estaba más guapo que nunca, pensó Clary, y por lo tanto más distante, más difícil de tocar. Pensó en lo que había dicho sobre que la ciudad se hundía y sobre los espacios entre las estrellas, y recordó la letra de una canción de Leonard Cohen de la que el grupo de Simon solía hacer una versión no demasiado buena. «Hay una grieta en todo / Así es como entra la luz.» Tenía que haber una grieta en la calma de Jace, alguna manera en que ella pudiera acceder al Jace real que creía que aún estaba ahí dentro.
Los ojos ambarinos la observaron. Le tocó la mano, y sólo un momento después, Clary se dio cuenta de que él tenía los dedos sobre el anillo de oro.
—¿Qué es esto? —preguntó—. No recuerdo que tuvieras un anillo hecho por las hadas.
Lo dijo en un tono neutro, pero a Clary el corazón le dio un vuelco. Mentirle a Jace a la cara era algo en lo que no tenía demasiada práctica.
—Era de Isabelle —contestó encogiéndose de hombros—. Estaba tirando todo lo que le había regalado su ex novio hada, Meliorn, y me gustó, así que me dijo que podía quedármelo.
—¿Y el anillo Morgenstern?
Ahí parecía adecuado decir la verdad.
—Se lo di a Magnus para que tratara de localizarte por medio de él.
—Magnus —repitió Jace como si el nombre le resultara desconocido, y exhaló—. ¿Aún sigues creyendo que venir conmigo ha sido la decisión correcta?
—Sí. Me alegro de estar contigo. Y… bueno, siempre he querido visitar Italia. Nunca he viajado mucho. Nunca había salido del país…
—Estuviste en Alacante —le recordó él.
—Sí, vale, aparte de visitar tierras mágicas que nadie más puede ver, no he viajado mucho. Simon y yo teníamos planes. Íbamos a viajar de mochileros por Europa después de graduarnos en el Instituto… —Clary fue bajando la voz—. Ahora parece una tontería.
—No, no lo parece. —Le puso un mechón de pelo tras la oreja—. Quédate conmigo. Podemos ver el mundo entero.
—Estoy contigo. No me voy a ninguna parte.
—¿Hay algún lugar especial que quieras ver? ¿París? ¿Budapest? ¿La torre inclinada de Pisa?
«Sólo si se le cae a Sebastian a la cabeza», pensó Clary.
—¿Podemos ir a Idris? Quiero decir, supongo, ¿puede ir allí el apartamento?
—No puede traspasar las salvaguardas. —Le acarició la mejilla—. ¿Sabes?, te he echado mucho de menos.
—¿Quieres decir que no has salido en citas románticas con Sebastian mientras estabas lejos de mí?
—Lo intenté —contestó Jace—, pero por mucho que lo emborraches, no acaba de colaborar.
Clary cogió su copa de vino. Estaba comenzando a gustarle. Lo notaba ardiéndole por la garganta, calentándole las venas, añadiendo una calidad de sueño a la noche. Estaba en Italia con su guapo novio, en una hermosa noche, comiendo alimentos deliciosos que se le deshacían en la boca. Ésos eran la clase de momentos que se recordaban toda la vida. Pero se sentía como si sólo consiguiera rozar la felicidad; siempre que miraba a su amado, la felicidad se le volvía a escapar. ¿Cómo podía a la vez ser Jace y no ser Jace? ¿Cómo se podía tener el corazón roto y ser feliz al mismo tiempo?
Yacían en la estrecha cama que era sólo para una persona, abrazados bajo la sábana de franela de Jordan. Maia apoyaba la cabeza en el brazo de él; el sol que entraba por la ventana le calentaba el rostro y los hombros. Jordan estaba apoyado en el codo. Inclinado sobre ella, con la mano libre acariciándole el cabello, estirándole los rizos y dejándolos escapar de nuevo de entre los dedos.
—He echado de menos tu cabello —dijo él, y la besó en la frente.
La risa surgió de algún lugar dentro de Maia, esa clase de risa que da cuando uno se siente atontado por el amor.
—¿Sólo mi cabello?
—No. —Él sonreía, con sus ojos avellana iluminados de verde y su cabello castaño totalmente revuelto—. Tus ojos. —Los besó, uno después de otro—. Tu boca. —La besó también, y ella enganchó los dedos en la cadena que le caía sobre el pecho desnudo y sujetaba el colgante de Praetor Lupus —. Todo de ti.
Maia se enredó la cadena en el dedo.
—Jordan… Lamento lo de antes. Molestarme por lo del dinero, y Stanford. Fue todo demasiado para mí.
Los ojos del chico se oscurecieron y agachó la cabeza.
—No es que no me guste lo independiente que eres. Es que… quería hacer algo bueno por ti.
—Lo sé —susurró ella—. Sé que te preocupa que te necesite, pero no debería estar contigo porque te necesite. Debería estar contigo porque te amo.
A Jordan se le iluminaron los ojos, incrédulos y esperanzados.
—¿Quieres… quieres decir que crees que es posible que puedas sentir eso por mí de nuevo?
—Nunca he dejado de amarte, Jordan —contestó ella, y él la besó con tal intensidad que fue casi doloroso. Ella se acercó más a él, y seguramente las cosas habrían ido como en la ducha de no ser por una seca llamada a la puerta.
—¡ Praetor Kyle! —gritó una voz desde el otro lado de la puerta—. ¡Despierte! Praetor Scott desea verlo en su despacho.
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