Cassandra Clare - Ciudad de las almas perdidas

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Jace es ahora un sirviente del mal, vinculado a Sebastian por toda la eternidad. Sólo un pequeño grupo de Cazadores de Sombras cree posible su salvación. Para lograrla, deben desafiar al Cónclave, y deben actuar sin Clary. Porque Clary está jugando a un juego muy peligroso por su propia cuenta y riesgo. Si pierde, el precio que deberá pagar no consiste tan solo en entregar su vida, sino también el alma de Jace.
Clary está dispuesta a hacer lo que sea por Jace, pero ¿puede seguir confiando en él? ¿O lo ha perdido para siempre? ¿Es el precio a pagar demasiado alto, incluso para el amor?

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—Algunas cosas —dijo Jocelyn, apareciendo a su lado— no son tan sencillas como parecen.

Isabelle pegó un brinco, y luego la miró enfadada.

—¡Vaya sitio para pegarle un susto a alguien!

Jocelyn sólo se cruzó de brazos y arqueó las cejas.

—Sin duda Hodge te enseñó el método adecuado para acercarte a la Ciudadela Infracta —replicó ella—. Después de todo, está abierta a todas las cazadoras de sombras que estén bien consideradas por la Clave.

—Claro que lo hizo —repuso Isabelle en tono altivo, mientras trataba de recordarlo. «Sólo aquellas con sangre de nefilim…» Se llevó la mano a la cabeza y cogió uno de los palillos metálicos que llevaba en el pelo. Cuando giró la base, se abrió, chasqueó y se desdoblo formando una daga con una runa de coraje en la hoja.

La chica alzó las manos sobre el abismo.

Ignis aurum probat —recitó, y con la daga se hizo un corte en la palma; sintió un dolor penetrante y rápido, y la sangre manó del corte, un torrente de rubí que cayó al abismo que se abría ante ella. Se vio un destello de luz azul y se oyó un fuerte crujido. El puente comenzó a bajar lentamente.

Isabelle sonrió y se limpió la hoja de la daga en los pantalones. Con otro giro, la daga volvió a ser un palillo de metal. Se lo metió de nuevo entre el cabello.

—¿Sabes lo que significa eso? —preguntó Jocelyn sin apartar los ojos del puente.

—¿El qué?

—Lo que acabas de decir. El lema de las Hermanas de Hierro.

El puente casi había bajado del todo.

—Significa: «El fuego prueba al oro».

—Correcto —dijo Jocelyn—. No se refiere sólo a las forjas y la metalurgia. Se refiere a que la adversidad prueba la fuerza del carácter. En momentos difíciles, en tiempos oscuros, alguna gente reluce.

—Oh, ¿sí? —replicó Izzy—. Bueno, estoy harta de tiempos difíciles y oscuros. Quizá yo no quiera brillar.

El puente cayó a sus pies.

—Si te pareces en algo a tu madre —advirtió Jocelyn—, no podrás evitarlo.

9

Las hermanas de hierro

Alec alzó la mano con la piedra de la luz mágica y unos rayos brillantes manaron entre sus dedos, iluminando un rincón de la estación de City Hall y luego otro. Pegó un bote cuando un ratón chilló mientras corría por el polvoriento andén. Alec era un cazador de sombras; había estado en muchos lugares oscuros, pero el aire abandonado de aquella estación tenía algo que lo hacía estremecer.

Quizá fuera la desazón de la deslealtad que había sentido al abandonar su puesto de guardia en Staten Island y dirigirse hacia el ferry en cuanto Magnus se había marchado. No había pensado lo que estaba haciendo; simplemente lo había hecho, como si estuviera en piloto automático. Si se daba prisa, seguro que podría estar de vuelta allí antes de que Jocelyn e Isabelle regresaran, antes de que nadie se diera cuenta de que se había marchado.

Alec alzó la voz.

—¡Camille! —llamó—. ¡Camille Belcourt!

Oyó una suave risa, que reverberó en las paredes de la estación. Y luego ella estaba allí, en lo alto de la escalera, mientras el brillo de la luz mágica perfilaba su silueta.

—Alexander Lightwood —dijo ella—. Sube.

Desapareció. Alec siguió su luz mágica escaleras arriba y encontró a Camille donde la vez anterior, en el vestíbulo de la estación. Ella iba vestida a la moda de una época pasada: un largo vestido de terciopelo pinzado en la cintura, el cabello crepado con rizos de rubio pálido, los labios de un rojo oscuro. Alec supuso que era hermosa, aunque él no era el mejor juez del atractivo femenino, y tampoco ayudaba que la odiase.

—¿A qué viene el disfraz? —preguntó él.

Camille sonrió. Su piel era muy fina y blanca, sin líneas oscuras; se había alimentado hacía poco.

—Un baile de disfraces en el centro. He comido muy bien. ¿Por qué estás aquí, Alexander? ¿Hambriento de buena conversación?

Alec pensó que si él fuera Jace, tendría la respuesta perfecta, alguna ironía o comentario sarcástico astutamente camuflado. Alec sólo se mordió el labio.

—Te dije que volvería si me interesaba lo que me ofrecías.

Camille pasó una mano por el respaldo del diván, el único mueble de la estancia.

—Y has decidido que te interesa.

Alec asintió con la cabeza.

Camille soltó una risita.

—¿Entiendes lo que me estás pidiendo?

A Alec el corazón le golpeaba el pecho con fuerza. Se preguntó si Camille podría oírlo.

—Me dijiste que podía hacer a Magnus mortal. Como yo.

Los carnosos labios de Camille se afinaron.

—Así fue —repuso—. Debo admitir que dudaba que te interesara. Te marchaste con bastante precipitación.

—No juegues conmigo —replicó él—. No tengo tanto interés en lo que me ofreces.

—Mentiroso —dijo ella como si nada—. O no estarías aquí. —Rodeó el diván y se acercó a él, recorriéndole el rostro con la mirada—. Así de cerca, no te pareces tanto a Will como pensaba. Tienes su tono de piel, pero la forma del rostro es distinta… Quizá, una ligera debilidad en el mentón…

—Cierra el pico —dijo él. De acuerdo, no era una ironía al nivel de Jace, pero era algo—. No quiero oírte hablar de Will.

—Muy bien. —Camille se estiró perezosamente, como un gato—. Hace muchos años de eso, cuando Magnus y yo éramos amantes. Estábamos juntos en la cama, después de una noche bastante apasionada. —Vio que Alec se tensaba y sonrió—. Ya sabe de qué se habla en la cama. Se confiesan las debilidades. Magnus me habló de la existencia de un hechizo, uno que se podía emplear para arrebatarle la inmortalidad a un brujo.

—¿Y por qué no busco yo qué hechizo es y lo hago? —La voz de Alec se alzó y se quebró—. ¿Para qué te necesito?

—Primero, porque eres un cazador de sombras; no tienes ni idea de cómo realizar un hechizo —contestó ella, muy tranquila—. Segundo, porque si tú lo haces, él sabrá que has sido tú. Si lo hago yo, supondrá que se trata de una venganza. Por despecho. A mí no me importa lo que piense Magnus, pero a ti sí.

Alec la miró fijamente.

—¿Y lo vas a hacer como un favor personal hacia mí?

Ella se rió, haciendo un sonido como de campanillas.

—Claro que no —contestó—. Tú me haces un favor, y yo te hago otro. Así es como se hacen estas cosas.

Alec apretó la mano alrededor de la piedra de luz mágica hasta que los bordes se le clavaron.

—¿Y qué favor quieres que te haga?

—Es muy sencillo —respondió ella—. Quiero que mates a Raphael Santiago.

El puente que cruzaba el abismo hasta la Ciudadela Infracta estaba cubierto de cuchillos. Estaban hundidos, con la punta hacia arriba, a intervalos irregulares a lo largo del puente, por lo que sólo se podía cruzar muy despacio, eligiendo diestramente el camino. A Isabelle le costó poco, pero sorprendía ver la agilidad con la que Jocelyn, que llevaba quince años sin ser una cazadora de sombras en activo, avanzaba.

Para cuando Isabelle había llegado al otro lado del puente, su runa dexterita ya se le había borrado de la piel y sólo quedaba una tenue marca blanca. Jocelyn sólo iba un paso por detrás de ella, y por muy irritante que Isabelle encontrase a la madre de Clary, se alegró al momento cuando Jocelyn alzó la mano y una piedra de luz mágica resplandeció, iluminando el espacio en el que se hallaban.

Las paredes estaban talladas en adamas , por lo que una tenue luz parecía brillar desde ellas. El suelo también era de piedra demoníaca, y en el centro había un círculo negro. Dentro del círculo estaba grabado el símbolo de las Hermanas de Hierro: un corazón atravesado por un cuchillo.

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