Cassandra Clare - Ciudad de las almas perdidas

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Ciudad de las almas perdidas: краткое содержание, описание и аннотация

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Jace es ahora un sirviente del mal, vinculado a Sebastian por toda la eternidad. Sólo un pequeño grupo de Cazadores de Sombras cree posible su salvación. Para lograrla, deben desafiar al Cónclave, y deben actuar sin Clary. Porque Clary está jugando a un juego muy peligroso por su propia cuenta y riesgo. Si pierde, el precio que deberá pagar no consiste tan solo en entregar su vida, sino también el alma de Jace.
Clary está dispuesta a hacer lo que sea por Jace, pero ¿puede seguir confiando en él? ¿O lo ha perdido para siempre? ¿Es el precio a pagar demasiado alto, incluso para el amor?

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La llama saltó en los ojos naranja de Dolores.

—Tuve una familia —dijo—. Un esposo e hijos, todos asesinados por los demonios. No me quedó nada. Siempre había sido hábil formando cosas con las manos, así que me convertí en una Hermana de Hierro. La paz que eso me ha proporcionado es una paz que no creo que hubiera hallado en ningún otro lugar. Por esa razón elegí el nombre de Dolores. Así que no quieras decirnos lo que sabemos o no sabemos sobre el dolor, o sobre la humanidad.

—No sabéis nada —soltó Isabelle—. Sois tan duras como la piedra demoníaca. No me sorprende que os rodeéis de ella.

—El fuego templa el oro, Isabelle Lightwood —dijo Cleophas.

—Oh, cierra el pico —replicó Isabelle—. Ambas habéis sido una pésima ayuda.

Se volvió sobre los talones y volvió a cruzar el puente, casi sin fijarse en los cuchillos que convertían el camino en una trampa mortal, dejándose guiar por su entrenamiento. Llegó al otro lado y cruzó la puerta; sólo cuando estuvo fuera se dejó vencer por el pesar. Cayó de rodillas sobre el musgo y las rocas volcánicas, bajo el enorme cielo gris, y tembló en silencio, aunque ninguna lágrima acudió.

Le pareció que pasaban siglos hasta que oyó un suave paso a su lado y Jocelyn se arrodilló junto a ella, rodeándola con los brazos. Curiosamente, Isabelle descubrió que no le importaba. Aunque nunca le había caído muy bien Jocelyn, había algo tan universalmente maternal en ella que Isabelle se dejó llevar, casi contra su voluntad.

—¿Quieres saber qué han dicho después de que te fueras? —le preguntó Jocelyn, cuando Isabelle dejó de temblar.

—Estoy segura de que algo sobre que soy una deshonra para los cazadores de sombras de todas partes, etcétera.

—Lo cierto es que Cleophas ha dicho que serías una excelente Hermana de Hierro, y que si alguna vez estás interesada, se lo hagas saber. —Jocelyn le acarició el cabello.

A pesar de todo, Isabelle contuvo una carcajada. Miró a Jocelyn.

—Dímelo.

La mano de la mujer se detuvo.

—¿Que te diga qué?

—Quién fue. Con quién tuvo mi padre una aventura. No lo entiendes. Siempre que veo a una mujer de la edad de mi madre, me pregunto si fue con ella. La hermana de Luke. La Cónsul. Tú…

Jocelyn suspiró.

—Fue con Annamarie Highsmith. Murió durante el ataque de Valentine a Alacante. Dudo que la hayas conocido.

Isabelle abrió la boca, luego la cerró de nuevo.

—Ni siquiera había oído su nombre nunca.

—Bien. —Jocelyn le sujetó un mechón suelto—. ¿Te sientes mejor, ahora que lo sabes?

—Claro —mintió Izzy, mirando al suelo—. Me siento mucho mejor.

Después de la comida, Clary había vuelto al dormitorio de abajo con la excusa de que estaba muy cansada. Con la puerta bien cerrada, había tratado de conectar con Simon de nuevo, aunque se dio cuenta de que, dada la diferencia horaria entre donde se hallaba, Venecia, y Nueva York, era muy posible que estuviera durmiendo. Al menos, rogó por que estuviera dormido. Era mucho más preferible esperar eso que considerar la posibilidad de que los anillos no funcionaran.

Sólo llevaba una media hora en el dormitorio cuando llamaron a la puerta. Dijo: «Entra», mientras se apoyaba sobre las manos, con los dedos doblados como si así pudiera esconder el anillo.

La puerta se abrió despacio, y Jace la miró desde el umbral. Clary recordó otra noche, el calor de verano y una llamada en la puerta.

«Jace. Limpio, en vaqueros y una camisa gris; el cabello recién lavado, un halo de oro húmedo. Los hematomas de su rostro ya pasando del morado a un tenue gris, y las manos a la espalda.»

—Hola —saludó él. En esta ocasión tenía las manos a la vista y llevaba un jersey suave del color del bronce que resaltaba el dorado de sus ojos. No tenía morados en el rostro, y las ojeras que casi se había acostumbrado a verle bajo los ojos habían desaparecido.

«¿Él es feliz así? ¿Realmente feliz? Y si lo es, ¿de qué lo estás salvando?»

Clary apartó la vocecita de su cabeza y se obligó a sonreír.

—¿Qué pasa?

Él sonrió. Era una sonrisa pícara, de las que hacían que la sangre se le acelerara a Clary.

—¿Quieres que tengamos una cita?

—¿Una qu… qué? —tartamudeó ella, pillada desprevenida.

—Una cita —repitió Jace—. A menudo «una cosa aburrida que tienes que memorizar en una clase de literatura», pero, en este caso, «una oferta de una noche de romance al rojo vivo con un servidor».

—¿De verdad? —Clary no estaba muy segura de cómo tomárselo—. ¿Al rojo vivo?

—Soy yo —repuso Jace—. Verme jugar al Scrabble es suficiente para que algunas mujeres se desmayen. Así que imagínate si hago un pequeño esfuerzo.

Clary se incorporó y se miró. Vaqueros, blusa de seda verde. Pensó en los cosméticos que había en la especie de santuario que era el dormitorio de arriba. No podía evitarlo; estaba deseando ponerse un poco de pintalabios.

Jace le tendió la mano.

—Estás fabulosa —le dijo—. Vámonos.

Ella le cogió la mano y le dejó que la pusiera en pie.

—No sé…

—Vamos. —La voz de Jace tenía ese tono seductor y como burlándose de sí mismo que ella recordaba de cuando empezaban a conocerse, cuando él la había llevado al invernadero para enseñarle la flor que florecía a medianoche—. Estamos en Italia. Venecia. Una de las ciudades más hermosas del mundo. Sería una vergüenza no verla, ¿no te parece?

Jace tiró de ella, que chocó contra su pecho. La tela de su camisa era suave, y él olía a su jabón y champú de siempre. El corazón de Clary latía fuerte.

—O podríamos quedarnos —propuso él, en un tono ligeramente entrecortado.

—¿Para que me desmaye viéndote hacer una palabra que puntúe triple? —Con un esfuerzo, se apartó de él—. Y evítame los chistes sobre marcarte tantos.

—Maldita sea, me lees el pensamiento —replicó él—. ¿Es que no hay ningún juego de palabras guarro que no puedas prever?

—Es mi magia especial. Cuando tienes malos pensamientos, te los puedo leer.

—O sea, el noventa y cinco por ciento del tiempo.

Ella alzó la cabeza para mirarlo a los ojos.

—¿Noventa y cinco por ciento? ¿Y qué pasa con el otro cinco por ciento?

—Oh, ya sabes, lo normal: demonios que tengo que matar, runas que debo aprender, gente que me ha cabreado recientemente, gente que me ha cabreado no tan recientemente, patos.

—¿Patos?

Él le quitó importancia con un gesto.

—Muy bien. Ahora mira eso.

La cogió por los hombros y la hizo volverse para que ambos miraran hacia el mismo lado. Un momento después, y sin que Clary supiera cómo, las paredes de la habitación parecieron deshacerse alrededor de ellos, y se encontró encima de unos adoquines. Soltó un grito ahogado de sorpresa mientras se volvía para mirar hacia atrás, y sólo vio una pared vacía con ventanas en lo alto, de un viejo edificio de grandes carreos. Filas de casas similares se alineaban por el canal junto al que se hallaban. Si inclinaba la cabeza hacia la izquierda, conseguía ver a lo lejos que el canal se abría hacia otro más grande, flanqueado por grandiosos edificios. Por todas partes olía a agua y piedra.

—Guay, ¿eh? —dijo Jace con orgullo.

Ella lo miró.

—¿Patos? —repitió.

Una sonrisa tironeó de los labios de Jace.

—Odio los patos. No sé por qué; siempre los he odiado.

Por la mañana temprano, Maia y Jordan llegaron a la Mansión Praetor, el cuartel general del Praetor Lupus . La camioneta traqueteó y botó sobre el largo camino blanco entre jardines recortados hasta dar a una enorme casa que se alzaba en la distancia como la proa de un barco. Tras ella, Maia veía filas de árboles, y más atrás aún, el agua azul del Sound en la distancia.

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