Cassandra Clare - Ciudad de las almas perdidas

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Jace es ahora un sirviente del mal, vinculado a Sebastian por toda la eternidad. Sólo un pequeño grupo de Cazadores de Sombras cree posible su salvación. Para lograrla, deben desafiar al Cónclave, y deben actuar sin Clary. Porque Clary está jugando a un juego muy peligroso por su propia cuenta y riesgo. Si pierde, el precio que deberá pagar no consiste tan solo en entregar su vida, sino también el alma de Jace.
Clary está dispuesta a hacer lo que sea por Jace, pero ¿puede seguir confiando en él? ¿O lo ha perdido para siempre? ¿Es el precio a pagar demasiado alto, incluso para el amor?

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Era la cajita de su madre, la que tenía las iniciales J. C. en la tapa. La que Jocelyn solía sacar una vez al año, todos los años, y llorar sobre ella en silencio, con lágrimas que le caían por el rostro y le salpicaban las manos. Clary sabía lo que había en la caja: un mechón de cabello, tan fino y blanco como un diente de león; trozos de una camisa de niño; un zapatito de bebé tan pequeño como para caberle en la palma de la mano. Cosas de su hermano, un collage del niño que su madre habría querido tener, que había soñado con tener, antes de que Valentine hiciera lo que había hecho para convertir a su propio hijo en un monstruo.

J. C.

Jonathan Christopher.

Se le retorció el estómago, y retrocedió rápidamente para salir de la habitación, y chocó contra una pared de carne viva. Unos brazos la rodearon con fuerza, y ella vio que eran delgados y musculosos, cubiertos de un fino vello pálido, y por un momento pensó que era Jace quien la cogía. Comenzó a relajarse.

—¿Qué estás haciendo en mi habitación? —le preguntó Sebastian al oído.

Isabelle había sido entrenada para despertarse siempre temprano por la mañana, lloviera o hiciera sol, y una ligera resaca no fue suficiente para impedir que eso ocurriera de nuevo. Se incorporó lentamente y parpadeó al ver a Simon.

Nunca había pasado una noche entera en la cama con alguien, a no ser que contara las veces que se había metido en la cama de sus padres a los cuatro años, asustada por alguna tormenta. No pudo evitar mirar a Simon como si perteneciera a alguna especie exótica de animal. Él estaba tumbado de espaldas, con los labios ligeramente entreabiertos y el cabello sobre los ojos. Un cabello castaño corriente y unos ojos marrones corrientes. La camiseta se le había subido un poco. No era musculoso como un cazador de sombras. Tenía un fino vientre plano, pero no abdominales marcados, y aún le quedaba un resto de suavidad en el rostro. ¿Qué tenía él que la fascinara? Era muy mono, pero ella había salido con caballeros hada y despampanantes y sexis cazadores de sombras…

—Isabelle —dijo Simon sin abrir los ojos—. Deja de mirarme.

Ella suspiró irritada y salió de la cama. Revolvió en su mochila buscando sus cosas, las cogió y se fue en busca de un cuarto de baño.

Se hallaba a mitad del pasillo, cuando se abrió una puerta. Alec surgió de una nube de vapor. Llevaba una toalla enrollada en la cintura y otras sobre el hombro, y se frotaba con energía el cabello mojado. Isabelle supuso que no debería sorprenderse de verlo; igual que a ella, también lo habían entrenado para despertarse temprano.

—Hueles a sándalo —dijo ella a modo de saludo. No le gustaba nada el olor a sándalo. Prefería lo olores dulces: vainilla, canela, gardenia.

Alec la miró.

—Nos gusta el sándalo.

Isabelle hizo una mueca.

—O bien es un «nos» mayestático o Magnus y tú os estáis volviendo una de esas parejas que creen ser una sola persona. «Nos gusta el sándalo.» «Nos encanta la sinfonía.» «Esperamos que te guste nuestro regalo de Navidad», lo que, si me preguntas, me parece una manera muy ruin de evitarse tener que comprar dos regalos.

Alex parpadeó con sus húmedas pestañas.

—Ya lo entenderás…

—Si me dices que ya lo entenderé cuando me enamore, te ahogaré con esa toalla.

—Y si sigues impidiéndome que vuelva a mi cuarto y me vista, haré que Magnus invoque a los duendecillos para que te aten nudos por toda la melena.

—Oh, sal de mi camino —dijo Isabelle dándole una patada en el tobillo a Alec, que éste ignoró siguiendo, sin prisa, por el pasillo. Tuvo la sensación de que si se volvía y lo miraba, él le estaría sacando la lengua, así que no miró. En vez de eso, se encerró en el baño y abrió la ducha al máximo. Luego miró el estante de los productos de ducha y soltó una palabra muy poco femenina.

Champú, suavizante y jabón, todo de sándalo. Agg.

Cuando finalmente salió, vestida de uniforme y con el cabello recogido en lo alto, se encontró a Alec, a Magnus y a Jocelyn esperándola en el salón. Había donuts, que ella no quería, y café, que sí quería. Se puso bastante leche en el café y se sentó, mirando a Jocelyn, que iba vestida, para su sorpresa, con el traje de los cazadores de sombras.

Eso era raro, pensó. La gente a menudo le decía que se parecía a su madre, aunque ella no lo veía, pero en ese momento se preguntó si ella se parecería a su madre de la misma manera que Clary se parecía a Jocelyn. El mismo color de pelo, sí, pero también la misma clase de rasgos, la misma inclinación de cabeza, el mismo mentón obstinado. La misma sensación de que esa persona podía parecer una muñeca de porcelana, pero con acero por debajo. Sin embargo, a Isabelle le habría gustado que, de la misma manera que Clary había sacado los ojos verdes de su madre, ella hubiera heredado los ojos azules de la suya. El azul era mucho más interesante que el negro.

—Al igual que con la Ciudad Silenciosa, sólo hay una Ciudadela Infracta, pero hay muchas puertas que se pueden encontrar —explicó Magnus—. La más cercana está en el viejo Monasterio Agustino de Grymes Hill, en Staten Island. Alec y yo iremos a través del Portal con vosotras hasta allí y esperaremos vuestro regreso, pero no podemos acompañaros a la Ciudadela.

—Lo sé —repuso Isabelle—. Porque sois chicos. Piojos.

Alec apuntó a su hermana con el dedo.

—Tómatelo en serio, Izzy. Las Hermanas de Hierro no son como los Hermanos Silenciosos. Son mucho menos amables y no les gusta que se les moleste.

—Prometo que me comportaré —contestó Isabelle, y dejó la taza vacía sobre la mesa—. Vamos.

Magnus la miró receloso durante un instante, luego se encogió de hombros. Llevaba el pelo engominado en un millón de puntas, y los ojos rodeados de negro, lo que les daba un aspecto más gatuno que nunca. Pasó ante ella yendo hacia la pared, ya murmurando en latín; entonces comenzó a materializarse la conocida silueta de un Portal, con su forma de puerta arcana rodeada de símbolos destellantes. Se alzó un viento, frío y cortante que echó hacia atrás los zarcillos sueltos del cabello de Isabelle.

Jocelyn se adelantó y cruzó el Portal. Era como ver a alguien desaparecer por el costado de una ola de mar: una neblina plateada pareció tragársela; el intenso color rojo de su cabello apagándose mientras se desvanecía tras un tenue resplandor.

Isabelle fue la siguiente. Estaba acostumbrada a la sensación de vértigo que producía viajar por un Portal. Oyó un silencioso rugido y notó la falta de aire en los pulmones. Cerró los ojos, y luego los volvió a abrir cuando el torbellino la soltó y cayó sobre unos matojos secos. Se puso en pie, sacudiéndose los pantalones, y vio a Jocelyn mirándola. La madre de Clary abrió la boca, y la volvió a cerrar al aparecer Alec, que cayó en los arbustos al lado de Isabelle, y por último, Magnus. El tenue brillo del Portal se cerró tras él.

Ni siquiera el viaje a través del Portal había estropeado el punzante peinado de Magnus. Se tiró con orgullo de unos afilados mechones.

—Compruébalo —le dijo a Isabelle.

—¿Magia?

—Gomina. Tres con noventa y nueve en Ricky’s.

Isabelle puso los ojos en blanco y se volvió para ver dónde estaban. Se hallaban en lo alto de una colina, con la cumbre cubierta de matojos secos y hierba marchita. Más abajo se veían árboles ennegrecidos por el otoño, y en la distancia, la chica vio el cielo despejado y el extremo del Puente Verrazano-Narrows, que conectaba Staten Island con Brooklyn. Al volverse, vio el monasterio que se alzaba entre la triste vegetación. Era un edificio grande de ladrillo rojo, con la mayoría de las ventanas rotas o tapiadas. Aquí y allí se veían grafitis. Buitres cabecirrojos, molestos por la llegada de los viajeros, volaban en círculos alrededor del ruinoso campanario.

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