Claro que Clary y él habían compartido cama a menudo, desde los cinco hasta los doce años. Eso podría tener algo que ver, supuso, mientras abría la puerta de su habitación. La mayoría de aquellas noches las habían pasado ocupados en intensas actividades, como ver quién podía tardar más en comerse un magdalena rellena. O el día que se habían llevado disimuladamente el reproductor portátil de DVD y…
Se quedó parado. Su habitación era la de siempre: paredes desnudas, estantes de plástico apilados donde tenía la ropa, su guitarra colgando de la pared y el colchón en el suelo. Pero sobre la cama había una hoja de papel: un cuadrado blanco contra la gastada manta negra. Conocía la letra. Era de Isabelle.
Cogió la nota y la leyó:
Simon, he tratado de llamarte, pero parece que tienes el móvil apagado. No sé dónde estás en este momento. No sé si Clary ya te ha dicho lo que ha pasado esta noche. Pero yo tengo que ir a casa de Magnus y me gustaría mucho verte allí.
Nunca me asusto, pero tengo miedo por Jace. Tengo miedo por mi hermano. Nunca te he pedido nada, Simon, pero te lo pido ahora. Ven, por favor. Isabelle
Simon dejó caer la nota. Antes de que ésta llegara al suelo él ya estaba bajando la escalera.
Cuando Simon llegó al apartamento de Magnus, reinaba el silencio. Había un fuego parpadeando en la chimenea, y el brujo estaba sentado ante él en un sofá, con los pies sobre la mesita de centro. Alec dormía, con la cabeza sobre el regazo de su novio, y éste jugueteaba con lo mechones de su cabello. La mirada del brujo, dirigida a las llamas, estaba perdida y distante, como si estuviera mirando hacia el pasado. Simon no pudo evitar recordar lo que Magnus le había dicho una vez sobre vivir para siempre.
«Algún día quedaremos sólo nosotros dos.»
Simon se estremeció, y Magnus alzó la mirada.
—Isabelle te ha llamado, ya lo sé —dijo éste en un tono muy bajo para no despertar a Alec—. Está por el pasillo de allí, la primera puerta a la izquierda.
Simon asintió con la cabeza, saludó a Magnus y fue hacia el pasillo. Se sentía extrañamente nervioso, como si estuviera dirigiéndose a una primera cita. Que recordara, Isabelle nunca le había pedido ni ayuda ni su presencia antes; nunca había reconocido que lo necesitara de ninguna manera.
Abrió la puerta del primer dormitorio a la izquierda y entró. Estaba oscuro, con las luces apagadas: si Simon no hubiera tenido vista de vampiro, seguramente sólo habría visto negrura. Pero sí que podía ver el contorno del armario, las sillas con ropa encima y la cama, con las sábanas apartadas. Isabelle dormía de lado, con el oscuro cabello desparramado sobre la almohada.
Simon la contempló. Nunca había visto dormir a Isabelle. Parecía más joven que despierta, con el rostro relajado y las largas pestañas rozándole el borde de los pómulos. Tenía la boca un poco entreabierta y las piernas encogidas. Sólo llevaba una camiseta, su camiseta, una prenda gastada donde ponía: EL MONSTRUO DEL LAGO NESS. CLUB DE AVENTURA: BUSCANDO RESPUESTAS SIN IMPORTAR LOS HECHOS.
Simon cerró la puerta a su espalda con una sensación de decepción mayor de la que se esperaba. No se le había ocurrido pensar que estaría dormida. Había esperado hablar con ella, oír su voz. Se sacó los zapatos y se tumbó a su lado. Sin duda ocupaba más parte de la cama que Clary. Isabelle era alta, casi de su altura, aunque cuando le puso la mano en el hombro, notó los huesos delicados. Le pasó la mano por el brazo.
—¿Izzy? —llamó—. ¿Isabelle?
Ella murmuró algo y hundió el rostro en la almohada. Él se acercó más; olía a alcohol y a perfume de rosas. Bueno, eso explicaba el olor de su casa. Había estado pensando en rodearla con los brazos y besarla suavemente, pero «Simon Lewis, Acosador de Mujeres Inconscientes» no era un epitafio que deseara en su tumba.
Se tumbó de espaldas y miró el techo. Yeso resquebrajado con manchas de humedad. Magnus tendría que hacer que alguien le reparara aquello. Como si notara su presencia, Isabelle se volvió hacia él y apoyó su tierna mejilla sobre el hombro del chico.
—¿Simon? —preguntó medio dormida.
—Sí. —Él le rozó el rostro.
—Has venido. —Le pasó el brazo por el pecho y se acurrucó contra él, apoyando la cabeza en su hombro—. No creía que lo hicieras.
Él le acarició el brazo.
—Claro que he venido.
Las siguientes palabras de Isabelle sonaron amortiguadas contra el cuello de Simon.
—Perdona que esté dormida.
Él sonrió para sí, un poco, en la oscuridad.
—No pasa nada. Incluso si lo único que querías era que viniera y te abrazara mientras duermes, lo habría hecho igual.
Notó que ella se tensaba un momento, y luego volvía a relajarse.
—¿Simon?
—¿Sí?
—¿Puedes contarme un cuento?
Él parpadeó sorprendido.
—¿Qué clase de cuento?
—Uno donde los buenos ganan y los malos pierden y además se mueren.
—Ah, ¿un cuento de hadas? —repuso él. Le dio vueltas a la cabeza. Sólo sabía las versiones Disney de los cuentos de hadas, y la primera imagen que se le ocurrió fue la de Ariel con su sujetador de conchas marinas. A los ocho años se había prendado de ella. Aunque no parecía ser el momento de mencionar eso.
—No. —Isabelle exhaló la palabra con el aliento—. Estudiamos los cuentos de hadas en la escuela. Un montón de esa magia es real, pero bueno. No, quiero algo que no haya oído nunca.
—Muy bien. Tengo uno bueno. —Simon le acarició el cabello; notó las pestañas de ella en el hombro cuando Isabelle cerró los ojos—. Hace mucho tiempo, en una galaxia muy lejana…
Clary no sabía cuánto tiempo llevaba sentada en los escalones de entrada de la casa de Luke cuando el sol comenzó a alzarse. Se levantaba por detrás de la casa; el cielo se volvía de un rosa oscuro, y el río era como una plancha de azul acerado. Estaba temblando, llevaba temblando tanto rato que el cuerpo parecía habérsele contraído en un único temblor seco. Había usado dos runas de calor, pero no le habían servido de nada; tenía la sensación de que el temblor era psicológico más que nada.
¿Aparecería Jace? Si por dentro todavía le quedaba tanto de Jace como ella creía, lo haría; cuando él había dicho sin voz que volvería a por ella, Clary había sabido que lo haría lo antes posible. Jace no era paciente. Y no le gustaban los juegos.
Pero ella no podía esperar indefinidamente. Al final, el sol se alzaría. El día comenzaría, y su madre volvería a vigilarla. Tendría que renunciar a Jace, al menos durante otro día, como mínimo.
Cerró los ojos para protegérselos del resplandor del amanecer, y apoyó los codos en el escalón que tenía detrás. Por un momento, se dejó llevar por la fantasía de que todo era como había sido, que nada había cambiado, que se encontraría esa tarde con Jace para practicar, o esa noche para cenar, y él la abrazaría y la haría reír igual que siempre.
Cálidos rayos de sol le acariciaron el rostro. Abrió los ojos a regañadientes.
Y ahí estaba él, subiendo los escalones, tan silencioso como un gato, igual que siempre. Llevaba un jersey azul oscuro que hacía que su cabello pareciera el propio sol. Clary se irguió, con el corazón golpeándole dentro del pecho. Jace parecía recortado por el brillante sol. Clary pensó en aquella noche en Idris, en la forma en que los fuegos artificiales habían cortado el cielo y ella había pensado en ángeles, cayendo envueltos en llamas.
Él llegó hasta ella y le tendió las manos; ella las cogió y se puso en pie. Él le escrutó el rostro con sus pálidos ojos dorados.
—No estaba seguro de que fueras a venir.
—¿Desde cuándo no has estado seguro de mí?
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