Cassandra Clare - Ciudad de las almas perdidas

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Jace es ahora un sirviente del mal, vinculado a Sebastian por toda la eternidad. Sólo un pequeño grupo de Cazadores de Sombras cree posible su salvación. Para lograrla, deben desafiar al Cónclave, y deben actuar sin Clary. Porque Clary está jugando a un juego muy peligroso por su propia cuenta y riesgo. Si pierde, el precio que deberá pagar no consiste tan solo en entregar su vida, sino también el alma de Jace.
Clary está dispuesta a hacer lo que sea por Jace, pero ¿puede seguir confiando en él? ¿O lo ha perdido para siempre? ¿Es el precio a pagar demasiado alto, incluso para el amor?

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—No es Jace —protestó Isabelle.

—Puede que no sea él —replicó Magnus—, pero si muere, tu Jace muere con él.

—Como sabes, las Hermanas de Hierro sólo hablan con mujeres —dijo Alec—. Y Jocelyn no puede ir sola porque ya no es una cazadora de sombras.

—¿Y Clary?

—Aún está entrenándose. No sabrá qué preguntas concretas formularles, ni la forma adecuada de dirigirse a ellas. Pero Jocelyn y tú sí. Y Jocelyn dice que ya ha estado allí antes; puede guiarte cuando crucéis por el Portal hasta donde se hallan las salvaguardas de la Ciudadela Infracta. Ambas partiréis por la mañana.

Isabelle se lo pensó. La idea de tener, por fin, algo que hacer, algo definido, activo e importante, era un alivio. Habría preferido que su tarea tuviera que ver con matar demonios o cortarle las piernas a Sebastian, pero eso era mejor que nada. Las leyendas que rodeaban la Ciudadela Infracta la hacían parecer un lugar distante y sobrecogedor, y a las Hermanas de Hierro aún se las veía menos que a los Hermanos Silenciosos. Isabelle no había visto nunca a ninguna.

—¿Cuándo nos vamos? —preguntó.

Alec sonrió por primera vez desde que ella había llegado, y le alborotó el cabello.

—Ésta es mi Isabelle.

—Para. —Ella se apartó de su alcance y vio a Magnus sonriendo divertido desde el sofá, mientras se incorporaba pasándose la mano por el negro cabello de punta, ya de por sí explosivo.

—Tengo tres habitaciones de más —dijo—. Clary está en una, y su madre en la otra. Te enseñaré la tercera.

Todas las habitaciones daban a un pasillo estrecho y sin ventanas que partía del salón. Dos de las puertas estaban cerradas; Magnus llevó a Isabelle a la tercera, que daba al interior de un dormitorio con las paredes pintadas de rojo intenso. Unas cortinas negras colgaban de barras de plata sobre las ventanas, sujetas con esposas. La colcha tenía un dibujo de corazones rojo oscuro.

Isabelle echó un vistazo alrededor. Se sentía inquieta y nerviosa, y sin ningunas ganas de dormir.

—Bonitas esposas. Ya veo por qué no metiste aquí a Jocelyn.

—Necesitaba algo para sujetar las cortinas. —Magnus se encogió de hombros—. ¿Tienes algo que ponerte para dormir?

Isabelle asintió, sin querer admitir que llevaba con ella la camiseta de Simon que había cogido en su apartamento. Los vampiros no olían a nada, pero la camiseta aún conservaba un leve y consolador aroma a su jabón de ropa.

—Se me hace raro —comentó—. Tú pidiéndome que venga aquí de inmediato, sólo para meterme en la cama y decirme que empezamos mañana.

Magnus se apoyó en la pared junto a la puerta, con los brazos cruzados, y la miró con sus ojos de gato. A Isabelle le recordó, por un momento, a Iglesia , pero menos propenso a morder.

—Amo a tu hermano —repuso él—. Lo sabes, ¿no?

—Si quieres mi permiso para casarte con él, adelante —dijo ella—. Y el otoño es un buen momento. Podrías ponerte un esmoquin naranja.

—Alec no es feliz —continuó Magnus, como si ella no hubiera hablado.

—Claro que no —replicó Isabelle—. Jace…

—Jace —repitió el brujo, y apretó los puños a los costados. Isabelle lo miró. Siempre había pensado que a Magnus no le importaba Jace; que incluso le caía bien, una vez que el asunto del afecto de Alec se había arreglado.

—Pensaba que Jace y tú erais amigos —dijo.

—No es eso —repuso Magnus—. Hay algunas personas a las que el universo parece haber escogido para un destino especial. Favores especiales y tormentos especiales. Dios sabe que a todos nos atrae lo que es hermoso y está roto; a mí me ha pasado. Pero hay gente que no se puede arreglar. O si se puede, sólo es por medio de un amor y un sacrificio tan grandes que destruyen al que se lo da.

Isabelle negó con la cabeza lentamente.

—Me he perdido. Jace es nuestro hermano, pero para Alec… Él también es el parabatai de Jace.

—Conozco a los parabatai —dijo el mago—. He conocido a parabatai tan unidos que eran casi la misma persona. ¿Sabes qué le ocurre, cuando uno de ellos muere, al que le sobrevive…?

—¡Para! —Isabelle se llevó las manos a las orejas, y luego las bajó lentamente—. ¿Cómo te atreves, Magnus Bane? ¿Cómo te atreves a empeorar esto aún más?

—Isabelle. —Magnus relajó las manos; parecía un poco sorprendido, como si sus propias palabras le hubieran asombrado—. Lo siento. Me olvido, a veces… que a pesar de todo tu autocontrol y fuerza, tienes la misma vulnerabilidad que Alec.

—No hay nada débil en mi hermano.

—No —reconoció Magnus—. Amar como elijas, eso requiere fuerza. Pero quería que estuvieras aquí por él. Hay cosas que yo no puedo hacer por Alec, que no le puedo dar. —Por un momento, él pareció extrañamente vulnerable—. Conoces a Jace desde hace tanto tiempo como él. Tú puedes ofrecerle una comprensión que yo no puedo darle. Y él te quiere.

—Claro que me quiere. Soy su hermana.

—La sangre no proporciona amor —sentenció Magnus, con tono amargo—. Si no pregúntaselo a Clary.

Clary se lanzó al Portal como disparada por un rifle y voló hasta el otro lado. Dio una voltereta hacia el suelo y cayó con ambos pies, clavándolos al principio. La pose sólo le duró un instante, antes de que, demasiado mareada por el Portal para concentrarse, perdiera el equilibrio y cayera el suelo con la mochila amortiguando el golpe. Suspiró —algún día tanto entrenamiento tendría que dar sus frutos—, se puso en pie y se sacudió el polvo de los vaqueros.

Se hallaba ante la casa de Luke. El río relucía a su espalda y la ciudad se alzaba detrás de él como un bosque de luces. La casa de Luke estaba igual que la habían dejado horas antes, cerrada y oscura. Clary, en el camino de tierra y gravilla que llevaba a la puerta, tragó saliva con fuerza.

Lentamente, tocó el anillo que llevaba en la mano derecha con los dedos de la izquierda.

«¿Simon?»

La respuesta le llegó al instante.

«¿Sí?»

«¿Dónde estás?»

«Voy hacia el metro. ¿El Portal te ha llevado a casa?»

«A la de Luke. Si Jace viene, como creo que hará, aquí es adonde vendrá.»

Un silencio. Luego…

«Bien, supongo que sabes cómo encontrarme si me necesitas.»

«Supongo que sí. —Clary respiró hondo—. ¿Simon?»

«¿Sí?»

«Te quiero.»

Una pausa.

«Yo también te quiero.»

Y eso fue todo. No hubo ningún clic, como cuando se cuelga un teléfono; Clary sólo notó como un corte en la conexión, como si se hubiera seccionado un cable en su cabeza. Se preguntó si eso era a lo que Alec se refería cuando hablaba de romper el lazo de parabatai .

Fue hacia casa de Luke y subió lentamente la escalera. Ésa era su casa. Si Jace iba a volver a por ella, como le había mascullado que haría, ahí sería adonde iría. Se sentó en el último escalón, se puso la mochila sobre las rodillas y esperó.

Simon se hallaba ante la nevera de su apartamento y bebía el último trago de sangre fría mientras el recuerdo de la silenciosa voz de Clary se desvanecía de su mente. Acababa de llegar a su casa, y el apartamento estaba oscuro, se oía mucho el zumbido de la nevera y curiosamente olía a… ¿tequila? Tal vez Jordan hubiera estado bebiendo. De todas maneras, la puerta de su cuarto estaba cerrada, y tampoco le podía parecer raro: eran más de las cuatro de la mañana.

Metió de nuevo la botella en la nevera y fue hacia su habitación. Sería la primera noche que dormiría en su casa en una semana. Se había acostumbrado a tener a alguien con quien compartir la cama, un cuerpo contra el que acurrucarse en mitad de la noche. Le gustaba cómo el de Clary encajaba con el suyo, dormida con la cabeza sobre la mano; y sí, tenía que admitírselo a sí mismo, le gustaba que ella no pudiera dormir si él no estaba. Le hacía sentirse indispensable y necesario; aunque que a Jocelyn no pareciera importarle si dormía o no en la cama de su hija indicaba que la madre de Clary lo consideraba tan sexualmente amenazador como un pececillo dorado.

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