—Antes estabas muy enfadada. —Le cubrió la mejilla con la mano. Jace tenía una áspera cicatriz en la palma; Clary la notaba contra la piel.
—Y si no hubiera estado aquí, ¿qué habrías hecho?
Él la acercó hacia sí. También estaba temblando, y el viento le alborotaba el cabello, brillante y revuelto.
—¿Cómo está Luke?
Al oír el nombre, Clary se estremeció de nuevo. Jace, pensando que era de frío, la abrazó con más fuerza.
—Se pondrá bien —contestó ella, cautelosa.
«Es tu culpa, tu culpa, tu culpa», pensaba.
—No quería que resultara herido. —Jace la rodeaba con los brazos; los dedos en su espalda le recorrían un lento camino de arriba abajo—. ¿Me crees?
—Jace… —preguntó Clary—. ¿Por qué estás aquí?
—Para pedírtelo de nuevo. Que vengas conmigo.
Ella cerró los ojos.
—¿Y no me dirás adónde?
—Fe —respondió él a media voz—. Debes tener fe. Pero también debes saber algo: si vienes conmigo, no hay vuelta atrás. No durante mucho tiempo.
Ella pensó en el momento en que había entrado en el Java Jones y lo había visto esperándola allí. Su vida había cambiado en ese instante de una manera que jamás podría borrarse.
—Nunca ha habido vuelta atrás —repuso ella—. Contigo no. —Abrió los ojos—. Debemos irnos.
Él sonrió con una sonrisa tan brillante como el sol que se alzaba tras las nubes, y ella notó que se relajaba.
—¿Estás segura?
—Estoy segura.
Jace la besó. Mientras ella lo rodeaba con los brazos, notó algo amargo en sus labios; luego la oscuridad cayó como una cortina al final de un acto durante una obra de teatro.
SEGUNDA PARTE
Ciertas cosas oscuras
Te amo como se aman ciertas cosas oscuras.
PABLO NERUDA, «Soneto XVII»
Maia nunca había estado mucho rato en Long Island, pero cuando lo pensaba, siempre lo recordaba como muy parecido a Nueva Jersey; sobre todo las urbanizaciones donde vivía la gente que trabajaba en Nueva York o Filadelfia.
Había dejado su bolsa en la parte trasera de la camioneta de Jordan, tan distinta al viejo Toyota rojo que él tenía cuando salían juntos, que siempre había estado lleno de vasos de café usados y bolsas de comida rápida, con el cenicero lleno de cigarrillos consumidos hasta el filtro. En cambio, la cabina de su camioneta estaba comparativamente limpia, la única basura era un montón de papeles en el asiento del pasajero. Él los apartó sin decir nada cuando ella subió.
No habían hablado mientras salían de Manhattan y cruzaban la autovía de Long Island, y finalmente Maia se había dormido, con la mejilla contra el frío vidrio de la ventanilla. Se había despertado al encontrar un bache, que la lanzó hacia delante. Parpadeó, frotándose los ojos.
—Perdón —se disculpó Jordan—. Iba a dejarte dormir hasta que llegáramos allí.
Ella se incorporó en el asiento y miró alrededor. Iban por una carretera de dos carriles, y el cielo comenzaba a iluminarse. Había campos a ambos lados de la carretera, con alguna que otra granja o silo, y casas de madera al fondo, rodeadas de vallas.
—Es bonito —exclamó ella sorprendida.
—Sí. —Jordan cambió de marcha, y carraspeó—. Ya que estás despierta… Antes de llegar a la Casa Praetor, ¿puedo enseñarte algo?
Ella dudó sólo un instante antes de asentir. Y ahí estaban, traqueteando por una carretera sin asfaltar, con árboles a ambos lados. La mayoría carecía de hojas; la carretera estaba embarrada, y Maia bajó la ventanilla para oler el aire. Árbol, agua de mar, hojas medio podridas y animalillos correteando por la hierba alta. Respiró hondo de nuevo justo cuando salían de aquella carreta a un pequeño espacio circular donde podían dar media vuelta. Frente a ellos estaba la playa, que se extendía hasta el agua, de un oscuro color azul acerado. El cielo era casi lila.
Maia miró a Jordan. Él tenía la mirada clavada al frente.
—Solía venir aquí cuando me estaba formando en la Casa Praetor —explicó él—. A veces sólo para mirar el mar y aclararme la cabeza. El amanecer aquí… Cada uno es diferente, pero todos son hermosos.
—Jordan.
Él no la miró.
—¿Sí?
—Lamento lo de antes. Lo de salir corriendo, en el astillero.
—No pasa nada. —Él soltó aire lentamente, pero Maia pudo notar por la rigidez en los hombros y la forma en que agarraba el cambio de marchas que eso no era cierto. Trató de no mirar la forma en que la tensión le acentuaban los músculos del brazo, marcando la curva del bíceps—. Era demasiado para ti; lo entiendo. Sólo que…
—Creo que debemos tomárnoslo con calma. Tratar de ser amigos.
—No quiero que seamos amigos —replicó él.
Ella no pudo ocultar su sorpresa.
—¿No quieres?
Jordan pasó la mano de la palanca de cambios al volante. La calefacción del coche sacaba aire caliente, que se mezclaba con el aire frío que entraba por la ventanilla de Maia.
—No deberíamos hablar de eso ahora.
—Pero quiero hacerlo —insistió ella—. Quiero hablarlo ahora. No quiero estar nerviosa por nosotros mientras estemos en la Casa Praetor.
Jordan se recostó en el asiento y se mordisqueó el labio. Su enredado cabello castaño le cayó sobre la frente.
—Maia…
—Si no quieres que seamos amigos, entonces ¿qué somos? ¿Otra vez enemigos?
Él volvió la cabeza y apoyó la mejilla en el respaldo de su asiento. Sus ojos… eran exactamente como Maia los recordaba, de color avellana con puntitos verdes, azules y dorados.
—No quiero que seamos amigos —explicó él—, porque sigo queriéndote. Maia, ¿sabes que ni siquiera he besado a nadie desde que rompimos?
—Isabelle…
—Quería emborracharse y hablar de Simon. —Apartó las manos del volante y estuvo a punto de cogerla, pero las dejó caer en el regazo, con una mirada de derrota—. Sólo te he amado a ti. Pensaba en ti durante toda mi formación. En la idea de que alguna vez pudiera compensarte por lo que te hice. Y lo haré, de cualquier forma que pueda excepto una.
—No serás mi amigo.
—No seré sólo tu amigo. Te amo, Maia. Estoy enamorado de ti. Siempre lo he estado, y siempre lo estaré. Ser sólo tu amigo me mataría.
Ella miró hacia el océano. El borde del sol comenzaba a surgir de entre las aguas, e iluminaba el mar con colores púrpura, dorado y azul.
—Este lugar es muy bonito.
—Por eso venía aquí. No podía dormir, y venía a ver salir el sol.
—¿Ahora puedes dormir? —preguntó ella, mirándolo.
Él cerró los ojos.
—Maia… si vas a decirme que no, que sólo quieres ser mi amiga… dilo de una vez. Arranca la tirita de golpe, ¿vale?
Él parecía como preparado para recibir el puñetazo. Las pestañas le proyectaban sombras sobre los pómulos. Tenía pálidas cicatrices en la piel olivácea del cuello, cicatrices que ella le había hecho. Maia soltó su cinturón de seguridad y se inclinó hacia él. Lo oyó tragar aire, pero Jordan no se movió cuando ella le besó en la mejilla. Maia aspiró su aroma. El mismo jabón, el mismo champú, pero ningún resto de olor a cigarrillos. El mismo chico. Lo fue besando por la mejilla, hasta la comisura del labio, y finalmente, acercándose aún más, puso la boca sobre la de él.
Jordan abrió los labios y emitió un gruñido grave. Los licántropos no eran tiernos unos con otros, pero él la cogió con suavidad para colocarla en su regazo, y la rodeó con los brazos mientras se besaban con más pasión. La sensación de él, el calor de sus brazos cubiertos de pana a su alrededor, el latido de su corazón, el sabor de su boca, la presión de sus labios, diente y lengua, la dejaron sin aliento. Le puso las manos en la nuca, y se fundió con él mientras notaba los espesos y suaves rizos de su cabello, iguales que siempre.
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