Isabelle lo miró con los ojos entrecerrados, preguntándose si habría algún glamour. De haberlo, era uno muy potente. Por mucho que lo intentara, no veía nada diferente del edificio en ruinas que tenía delante.
—No hay ningún glamour —dijo Jocelyn, e Isabelle se sobresaltó—. Lo que ves es lo que hay.
Jocelyn comenzó a ir hacia el convento, haciendo que sus botas aplastasen la vegetación seca. Al cabo de un instante, Magnus se encogió de hombros y la siguió. Isabelle y Alec fueron tras él. No había camino; las ramas crecían enmarañadas, oscuras contra el aire claro, y la seca vegetación crujía bajo sus pies. Al acercarse al edificio, Isabelle vio secciones de hierba quemada donde alguien había pintado con espráis pentagramas y círculos rúnicos.
—Mundanos —informó Magnus, mientras apartaba una rama del camino de Isabelle—. Jugando tontamente con la magia, sin entenderla de verdad. A menudo les atraen los sitios así, los centros de poder, sin saber realmente por qué. Se reúnen aquí, beben y pintan las paredes con espráis, como si se pudiera dejar una marca humana en la magia. No se puede. —Habían llegado a la puerta, cerrada con tablas—. Ya estamos aquí.
Isabelle miró fijamente a la puerta. De nuevo no tuvo ninguna sensación de que la cubriera un glamour, aunque si se concentraba mucho, conseguía ver un leve resplandor, como el del sol bailando en el agua. Jocelyn y Magnus se miraron, y luego Jocelyn se volvió hacia la chica.
—¿Estás lista?
Isabelle asintió, y sin más preámbulos, Jocelyn avanzó y desapareció entre las tablas que cubrían la puerta. Magnus miró a Isabelle, expectante.
Alec se acercó a ella, e Isabelle notó el roce de su mano en el hombro.
—No te preocupes —le dijo—. Lo harás muy bien, Izzy.
Ella alzó la barbilla, desafiante.
—Lo sé —replicó, y siguió a Jocelyn a través de la puerta.
Clary tragó aire, pero antes de poder contestar, se oyó un paso en la escalera y Jace apareció al final del pasillo. Al instante, Sebastian la soltó y le hizo dar la vuelta. Con la sonrisa de un lobo, le alborotó el cabello.
—Me alegro de verte, hermanita.
Clary se quedó sin habla. Sin embargo, Jace no; fue hacia ellos sin hacer ruido. Llevaba una chaqueta negra de cuero, una camiseta y vaqueros, e iba descalzo.
—¿Estabas abrazando a Clary? —Miró a Sebastian sorprendido.
El otro se encogió de hombros.
—Es mi hermana. Me alegro de verla.
—Tú no abrazas a la gente —dijo Jace.
—No he tenido tiempo de prepararle un pastel.
—No ha sido nada —repuso Clary, restándole importancia con un gesto—. Me he tropezado. Él sólo me ha cogido para que no me cayera.
Si a Sebastian le sorprendió oír cómo ella lo defendía, no lo demostró. Su expresión era totalmente neutra mientras Clary iba por el pasillo hacia Jace, que la besó en la mejilla, con los dedos fríos sobre la piel de ella.
—¿Qué estabas haciendo aquí? —preguntó Jace.
—Buscándote. —Clary se encogió de hombros—. Me he despertado y no te encontraba. Pensé que tal vez estuvieras durmiendo.
—Ya veo que has descubierto el alijo de ropa. —Sebastian indicó la camisa con un gesto—. ¿Te gusta?
Jace le lanzó una mirada.
—Hemos salido a buscar comida —explicó a la chica—. Nada especial. Pan y queso. ¿Quieres comer?
Y unos minutos después, Clary se encontró instalada delante de la gran mesa de acero y vidrio. Por los comestibles que había sobre la mesa, entendió que su segunda suposición había sido la correcta. Estaban en Venecia. Había pan, quesos italianos, salami y jamón, uvas, mermelada de higos y botellas de vino italiano. Jace estaba sentado frente a ella y Sebastian en la cabecera de la mesa. A Clary todo aquello le trajo el inquietante recuerdo de la noche que había conocido a Valentine, en Renwick’s de Nueva York, en cómo se había puesto entre Jace y ella a la cabecera de la mesa, cómo les había ofrecido vino y les había dicho que eran hermanos.
Entonces lanzó una mirada disimulada a su verdadero hermano. Pensó en cómo se había puesto su madre al verlo. «Valentine.» Pero Sebastian no era una copia idéntica de su padre. Clary había visto fotos de Valentine a esa edad. El rostro de Sebastian suavizaba los duros rasgos de su padre con la hermosura de su madre; él era alto pero no tan ancho, y su aspecto resultaba un poco más ágil y felino. Tenía los pómulos y la boca de Jocelyn, los ojos oscuros de Valentine y su cabello rubio casi blanco.
Entonces, él alzó los ojos y la pilló mirándolo.
—¿Vino? —le ofreció.
Ella asintió, aunque nunca le había gustado demasiado el vino, y desde Renwick’s, lo odiaba. Carraspeó mientras Sebastian le llenaba la copa.
—¿Y bien? —comenzó—. ¿Este sitio es tuyo?
—Era de nuestro padre —contestó Sebastian, mientras volvía a dejar la botella sobre la mesa—. De Valentine. Se traslada, entra y sale de los mundos, del nuestro y de otros. Lo solíamos emplear como un lugar de retiro además de como un medio de transporte. Me trajo aquí unas cuantas veces y me enseñó a entrar y a salir y a hacer que vaya de un sitio a otro.
—No tiene puerta al exterior.
—La hay, si sabes cómo encontrarla —explicó Sebastian—. Papá fue muy listo creando este sitio.
Clary miró a Jace, que negó con la cabeza.
—A mí nunca me lo enseñó. Ni siquiera habría supuesto que existiera.
—Es muy… pisito de soltero —dijo Clary—. Nunca habría pensado en Valentine como alguien con…
—¿Un televisor de pantalla plana? —Jace le sonrió—. Aunque no es que pille los canales, pero puedes ver DVD. En la mansión habíamos tenido una vieja heladera que funcionaba con luz mágica. Aquí se puso una nevera de las más modernas.
—Eso fue por Jocelyn —indicó Sebastian.
—¿Qué? —preguntó Clary, mirándolo.
—Todos los trastos modernos. Los electrodomésticos. Y la ropa. Como la camisa que llevas. Eran para nuestra madre. Por si se decidía a volver. —Los oscuros ojos de Sebastian se encontraron con los suyos. Clary se sintió mareada.
«Éste es mi hermano, y estamos hablando de nuestros padres.»
La cabeza le daba vueltas; estaban pasando demasiadas cosas en muy poco tiempo para poder asimilarlas, procesarlas. Nunca había tenido tiempo de pensar en Sebastian como su hermano vivo. Para cuando había descubierto quién era él realmente, Sebastian ya estaba muerto.
—Perdona que todo esto te resulte raro —dijo Jace disculpándose, mientras señalaba la camisa—. Te podemos comprar otra ropa.
Clary tocó la manga. La tela era sedosa, elegante y cara. Bueno, eso lo explicaba todo: la ropa de su talla, los colores que le sentaban bien. Porque ella se parecía mucho a su madre.
Respiró hondo.
—Ya está bien —contestó—. Sólo que… ¿Qué hacéis exactamente? Viajáis por ahí dentro de este apartamento y…
—¿Vemos mundo? —aportó Jace animado—. Hay cosas peores.
—Pero no podéis hacer eso eternamente.
Sebastian no había comido mucho, pero se había bebido dos copas de vino. Estaba en la tercera, y le brillaban los ojos.
—¿Por qué no?
—Bueno, porque… porque la Clave os está buscando, y no podéis estar huyendo y ocultándoos eternamente… —La voz de Clary se fue apagando mientras miraba al uno y luego al otro. Compartían una mirada… la mirada de dos personas que saben algo que nadie más sabe. No era una mirada que Jace hubiera compartido con nadie más delante de ella desde hacía mucho tiempo.
—¿Estás formulando una pregunta o haciendo una observación? —preguntó Sebastian en un tono lento y bajo.
—Tiene derecho a conocer nuestros planes —repuso Jace—. Ha venido conmigo sabiendo que no podría volver.
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