Cassandra Clare - Ciudad de las almas perdidas

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Ciudad de las almas perdidas: краткое содержание, описание и аннотация

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Jace es ahora un sirviente del mal, vinculado a Sebastian por toda la eternidad. Sólo un pequeño grupo de Cazadores de Sombras cree posible su salvación. Para lograrla, deben desafiar al Cónclave, y deben actuar sin Clary. Porque Clary está jugando a un juego muy peligroso por su propia cuenta y riesgo. Si pierde, el precio que deberá pagar no consiste tan solo en entregar su vida, sino también el alma de Jace.
Clary está dispuesta a hacer lo que sea por Jace, pero ¿puede seguir confiando en él? ¿O lo ha perdido para siempre? ¿Es el precio a pagar demasiado alto, incluso para el amor?

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Cuando finalmente se apartaron, él tenía los ojos vidriosos.

—Llevo años esperando esto.

Ella le pasó el dedo por la clavícula. Notaba el latido de su propio corazón. Por unos momentos no habían sido dos licántropos con la misión de hablar con una organización secreta y peligrosa; habían sido sólo dos adolescentes besándose en un coche en la playa.

—¿Ha sido como te esperabas?

—Mucho mejor. —Esbozó una medio sonrisa—. ¿Significa esto que…?

—Bueno —contestó ella—. Esto no es exactamente lo que haces con tus amigos, ¿verdad?

—¿No? Se lo tendré que decir a Simon. Se va a quedar muy decepcionado.

—¡Jordan! —Le dio un golpecito en el hombro, pero sonreía. Y él también. Era una sonrisa poco habitual, amplia y tontorrona, que le cubría todo el rosto. Ella se acercó más a él y le puso la cara contra el cuello, aspirando su aroma junto al de la mañana.

Batallaban sobre el lago congelado, con la ciudad helada brillando como una lámpara en la distancia. El ángel de las alas doradas y el ángel con las alas como fuego negro. Clary se hallaba sobre el hielo mientras a su alrededor caían sangre y plumas. Las plumas doradas le quemaban como fuego donde le tocaban la piel, pero las plumas negras eran frías como el hielo .

Clary se despertó con el corazón desbocado, liada entre las mantas. Se sentó y se destapó hasta la cintura. Estaba en una habitación desconocida. Las paredes eran de yeso blanco, y se hallaba en una cama hecha de madera negra, aún vestida con la ropa que llevaba la noche anterior. Bajó de la cama. Sus pies descalzos tocaron el frío suelo de piedra, y ella miró alrededor buscando su mochila.

La encontró en seguida, apoyada contra una silla de cuero negro. La habitación no tenía ventanas; la única luz procedía de una lámpara de cristal colgada en lo alto, hecha de vidrio negro tallado. Pasó la mano por dentro de la mochila y se dio cuenta, molesta pero sin sorprenderse, de que alguien ya había revisado su contenido. Su caja de pinturas había desaparecido, junto con su estela. Lo único que quedaba era el cepillo de pelo, unos vaqueros de recambio y la ropa interior. Al menos, el anillo de oro seguía en su dedo.

Lo tocó con suavidad y pensó «hacia» Simon.

«Estoy dentro.»

Nada.

«¿Simon?»

No obtuvo respuesta. Se tragó su inquietud. No tenía ni idea de dónde se hallaba, la hora que era o cuánto tiempo había estado inconsciente. Simon podría estar durmiendo. No podía dejarse llevar por el pánico y suponer que los anillos no funcionaban. Tendría que ponerse el piloto automático. Averiguar dónde se encontraba, enterarse de todo lo que pudiera. Probaría de nuevo a comunicarse con Simon más tarde.

Respiró hondo y trató de concentrarse en lo que la rodeaba. Había dos puertas en el dormitorio. Probó la primera y descubrió que daba a un pequeño cuarto de baño de vidrio y cromo, con una bañera de cobre con patas en forma de garras. Tampoco ahí había ventana. Se duchó rápidamente y se secó con una esponjosa toalla blanca; luego se puso los vaqueros limpios y un jersey, antes de volver al dormitorio, coger los zapatos y probar la segunda puerta.

Bingo. Ahí estaba el resto de… ¿la casa?, ¿el apartamento? Estaba en una sala grande, la mitad de la cual la ocupaba una larga mesa de vidrio. Más lámparas de cristal negro tallado colgaban del techo, y enviaban sombras bailarinas contra las paredes. Todo era muy moderno, desde las sillas de cuero negro hasta la gran chimenea, enmarcada de cromo. En ella ardía un hogar. Así que debía de haber alguien más en casa, o al menos lo habría habido hasta hacía muy poco.

La otra mitad de la habitación contenía una gran pantalla de televisión, una pulida mesa de centro sobre la que había esparcidos varios juegos y mandos, y unos sofás bajos de cuero. Una escalera de vidrio subía en espiral. Después de echar una mirada a la sala, Clary comenzó a subir. El vidrio era perfectamente transparente, y le dio la impresión de estar ascendiendo por una escalera invisible hacia el cielo.

El primer piso era muy parecido al anterior: paredes claras, suelo negro y un largo pasillo con puertas. La primera daba a lo que era sin duda el dormitorio principal. Una enorme cama de palisandro, con un dosel de cortinas de gasa blanca, ocupaba la mayor parte del espacio. Ahí sí había ventanas, tintadas de azul oscuro. Clary cruzó el dormitorio para mirar por ellas.

Por un momento, se preguntó si estaría de vuelta en Alacante. Estaba viendo otro edificio al otro lado de un canal, con las ventanas cerradas con persianas verdes. El cielo era gris; el canal, de un oscuro verde azulado, y se veía un puente a la derecha que lo cruzaba. Dos personas se hallaban sobre el puente. Una de ellas sujetaba una cámara ante el rostro y estaba ocupada en tomar fotos. Entonces, no era Alacante. ¿Ámsterdam? ¿Venecia? Miró por todas partes la forma de abrir la ventana, pero no parecía haber ninguna; golpeó el vidrio y gritó, pero los del puente no le prestaron atención. Pasados unos momentos, siguieron caminando.

Clary se volvió hacia el dormitorio, fue a uno de los armarios y lo abrió. Estaba lleno de ropa, ropa de mujer. Bonitos vestidos de encaje y satén, cuentas y flores. En los cajones había camisolas y ropa interior, blusas de algodón y seda, también faldas, pero ningún pantalón. Incluso había, alineados, zapatos de salón y sandalias y también pares de medias dobladas. Por un momento, se lo quedó mirando, preguntándose si habría otra chica viviendo allí, o si a Sebastian le daba por vestirse de mujer. Pero todas las prendas tenían la etiqueta del precio, y todas eran más o menos de su talla. Y no sólo eso; mientras las examinaba se fue dando cuenta de que también eran del color y las formas que le sentarían bien: azules, verdes y amarillas, de una talla pequeña. Al final, cogió una de las blusas más sencillas, verde oscuro, con mangas casquillo y encaje de seda en el frente. Después de dejar su gastado jersey en el suelo, se puso la otra y se miró en el espejo de la puerta del armario.

Le sentaba a la perfección. Sacaba lo mejor de su pequeña complexión, ajustándosele a la cintura y oscureciendo el verde de sus ojos. Arrancó la etiqueta del precio, sin querer ver cuánto había costado, y se apresuró a salir del dormitorio mientras la recorría un escalofrío.

La siguiente habitación era sin duda la de Jace. Lo supo en cuanto entró. Olía a él, a su colonia, su jabón y a su piel. La cama era de madera lacada de negro con sábanas y mantas blancas, hecha a la perfección. La habitación estaba tan ordenada como la que tenía en el Instituto. Junto a la cama había libros apilados, con títulos en italiano, francés y latín. La daga Herondale, con su grabado de pájaros, estaba clavada en la pared de yeso. Al mirar más de cerca, vio que estaba sujetando una fotografía. Una foto de Jace y ella que les había hecho Izzy. La recordaba; un claro día a principios de octubre, Jace sentado en los escalones delanteros del Instituto con un libro en el regazo. Ella estaba sentada un escalón por encima de él, con la mano en su hombro, inclinada hacia delante para ver qué estaba leyendo. La mano de Jace cubría la suya, casi distraídamente, y él sonreía. Aquel día no le había podido ver la cara, no había sabido que estaba sonriendo de ese modo, no hasta ese momento. Se le hizo un nudo en la garganta, y salió de la habitación, tratando de respirar.

No podía actuar así, se dijo con firmeza. Como si cada visión de Jace como era ahora fuera un puñetazo en el estómago. Tenía que fingir que no le importaba, como si no notara ninguna diferencia. Entró en la siguiente habitación, otro dormitorio muy parecido al anterior, pero éste, desordenado: en la cama, la colcha estaba hecha un revoltijo con las sábanas de seda negra, el escritorio de vidrio y acero estaba cubierto de libros y papeles, y había ropa de chico tirada por todas partes. Vaqueros, chaquetas, camisetas y complementos. Su mirada cayó sobre algo que brillaba como la plata, apoyado en la mesilla de noche junto a la cama. Fue hacia allí, mirando, incapaz de creer lo que veía.

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