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Francis Carsac: Los robinsones del Cosmos

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Francis Carsac Los robinsones del Cosmos

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Un planeta perteneciente a otra dimensión interacciona con el nuestro y le arrebata algunos fragmentos que luego se lleva consigo. En uno de ellos está incluído un pueblo de los Alpes franceses. Todas estas gentes se ven enfrentadas de pronto con un mundo virgen y salvaje poblado por extrañas bestias, algunas peligrosas, y también por una raza inteligente, aunque primitiva, semejante fisícamente a los legendarios centauros.

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—¡No voy a durar mucho tiempo! Y tú, ¿de qué te haces cargo?

— Un momento. María Presle se ocupará de la Sanidad Pública, asistida por el doctor Massacre y el doctor Julio. Para mí, si os parece bien, el Ejército.

—¿El Ejército? ¿y por qué no la Flota?

—¿Quién sabe lo que este planeta nos reserva? ¡Y me sorprendería mucho si nuestro habitante del castillo no hace muy pronto alguna de las suyas!

Luis no creía ser tan exacto. Al día siguiente, numerosos ejemplares de un cartel «impreso» apareció por nuestras calles. Su texto era:

Ciudadanos y campesinos: un pretendido comité de Salud Pública ha empuñado el poder bajo una apariencia de democracia. ¿Quiénes componen este Consejo? ¡Cinco extranjeros sobre nueve miembros! Un obrero, tres intelectuales, un ingeniero y un maestro. Total seis votos contra tres votos campesinos y el del señor cura, arrastrado, a pesar suyo, en esta aventura. ¿Qué puede saber esta Junta de vuestras legítimas aspiraciones? ¿Quién, en cambio, mejor que yo, gran propietario rural, podría compartirlas? ¡Venid conmigo y pondremos en la calle a toda esta pandilla! Podéis encontrarme en el Vallan.

Firmado: JOAQUÍN HONNEGER

Luis cantó victoria.

— Os lo había dicho, hay que tomar medidas.

La primera de ellas fue la de requisar todas las armas y distribuirlas a una guardia seleccionada entre los elementos de confianza. Se organizó con cincuenta hombres, bajo el mando de Simón Beuvin, teniente de la reserva. Este embrión de ejército era, a pesar de todo, una fuerza apreciable.

Por aquel tiempo, tuvimos la confirmación de nuestra soledad. Los ingenieros, ayudados por Miguel y mi tío, lograron montar un aparato emisor de bastante potencia, Radio Telus. Habíamos designado a nuestro nuevo mundo Telus, en recuerdo de la Tierra, de la cual era el nombre latino. La luna mayor fue Febo, la segunda Selenio y la tercera Artemis. El sol azul fue Helios, y el rojo, Sol; bajo estos nombres, vosotros los conocéis.

Con emoción, Simón Beuvin lanzó las ondas al espacio. Quince días seguidos repetimos la experiencia en una gama muy variada de longitudes de onda. No llegó ninguna respuesta. Dado que escaseaba el carbón, fuimos espaciando nuestras llamadas hasta una sola por semana. Hubo que resignarse: alrededor nuestro no había más que soledad. Quizá algunos pequeños grupos sin radio.

III — LAS HIDRAS

Aparte de otros pasquines del mismo estilo, rápidamente destruidos, Honneger no volvió a manifestarse. No pudimos apresar con las manos en la masa a los que pegaban los carteles, pero el dueño del castillo debía muy pronto recordarnos su existencia de una manera trágica. ¿Os acordáis de Rosa Ferrier, la muchacha que salvamos el primer día de las ruinas de su casa? Aunque muy joven — tenía entonces dieciséis años—, era la más bonita del pueblo. El maestro nos había advertido que antes del cataclismo Carlos Honneger le hacía la corte a menudo. Una noche roja fuimos despertados por unos disparos. Miguel y yo saltamos de la cama, precedidos, a pesar de todo, por Luis. Al salir de la casa nos topamos con gentes excitadas, corriendo en la púrpura seminocturna. Pistola en mano, marchamos a toda prisa en la dirección de los disparos. El piquete de guardia ya estaba allí, y pudimos oír a los fusiles de caza, mezclados al chasquido del «Winchester» del viejo Boru, enrolado en la guardia como sargento. Se produjo un resplandor, que fue en aumento: una casa estaba ardiendo. La batalla parecía confusa. Cuando llegamos a la plaza del pozo, las balas silbaban a nuestro alrededor, seguidas por el tecleo de una arma automática: los asaltantes tenían ametralladoras. Trepando, nos juntamos a Boru.

— Pesqué a uno — nos dijo, satisfecho—. Al vuelo. Como en otro tiempo a las gamuzas.

—¿A quién? — inquirió Miguel.

— No lo sé. Uno de estos puercos que nos atacan.

Sonaron todavía algunos disparos, seguidos por un grito de mujer:

—¡A mí! ¡socorro!

— Rosa Ferrier — dijo Luis—. ¡Este canalla de Honneguer se la lleva!

Una ráfaga de fusil ametrallador nos obligó a esconder la cabeza. Los gritos decrecieron en la lejanía. Un coche se puso en marcha.

— Aguarda un poco, cochino — gritó Miguel.

Una mofa le respondió. Cerca del incendio vimos algunos muertos y a un herido que se arrastraba. Ante nuestra estupefacción, reconocimos al sastre. Había sido alcanzado en los muslos, y encontramos en su bolsillo un cargador de ametralladora. Se llevó a cabo un rápido interrogatorio. Pensando salvar la piel, descubrió los planes de Honneguer, o al menos, lo que él sabía. Al amparo de las armas automáticas y apoyado por una banda de unos cincuenta gángsters, tenía la intención de apoderarse del pueblo y dictar su ley a este mundo. Afortunadamente para nosotros, su hijo, que de hacía tiempo deseaba a Rosa, no había tenido la paciencia de aguardar y había venido a raptarla con un cortejo de doce bandidos. El sastre era su espía, y debía marchar con ellos. Ayudado por el dueño del Bar Principal, Julio Maudru, pegaba los carteles.

Fue colgado aquella misma noche, al igual que su cómplice, en la rama de un roble. Este asunto nos costó tres muertos y seis heridos. Tres muchachas, Rosa, Miguelina Audry y Paquita Presle, sobrina de María, habían desaparecido. En compensación, este ataque alineó detrás nuestro a todo el pueblo y a los campesinos. Los bandidos tuvieron dos muertos, además de los cómplices ajusticiados. En el lugar de la agresión recuperamos dos ametralladoras, una pistola y una buena cantidad de munición. Antes del alba azul, el Consejo, por unanimidad, decretó la proscripción fuera de la ley de Carlos y Joaquín Honneguer, sus cómplices, y la movilización de un pequeño ejército. Pero graves acontecimientos iban a retrasar el ataque al castillo.

Por la mañana, mientras el ejército se reunía, apareció, enloquecido, un hombre en moto. Tres días antes, el mismo campesino que habitaba con su mujer y sus dos hijos en una granja aislada, a unos cincuenta kilómetros del pueblo, nos había comunicado que una de sus vacas había muerto en circunstancias extrañas. Por la mañana estaba perfectamente y por la noche apareció muerta sobre el pastizal, vacía de sangre y casi de carne. Sobre su piel se apreciaban unos agujeros diseminados.

El hombre descendió de la moto con tanta precipitación que rodó por el polvo. Estaba lívido.

—¡Animales que matan! ¡Son pulpos volantes y matan de un golpe!

Después de haberle reconfortado con un vaso de aguardiente, pudimos obtener datos más precisos.

— Esta mañana, al alba, hice salir las vacas. Quería limpiar el establo. Mi hijo Pedro las llevó a pacer. ¡Diantre! yo había visto perfectamente una nube verde, muy alta, pero no le di importancia. Señor mío, en un mundo que tiene dos soles y tres lunas, bien pueden ser verdes las nubes, pensé. ¡Pero sí! ¡Qué asco! Pedro volvía, cuando de repente el nubarrón verde cayó sobre; nosotros. ¡Cayó! y vi como un centenar de pulpos verdes, con tentáculos que se agitaban. Se echaron sobre las vacas, y los pobres animales rodaron por los suelos, muertas. Yo grité en seguida a Pedro para que se escondiera. ¡Pero el desgraciado no tuvo tiempo! Uno de los pulpos nadó por el aire, y a tres metros de distancia lanzó una especie de lengua que alcanzó a mi hijo por la espalda y le mató. Entonces encerré con llave a mi mujer y al pequeño, les mandé no moverse y cogí la moto. Aquellos asquerosos me han perseguido, pero he podido escapar. ¡Por piedad, venid conmigo! ¡Tengo miedo de que puedan entrar en casa!

Por la descripción del agricultor reconocimos al instante al animal de la marisma. Lo que nos sorprendió fue que volase. De todas formas, era un peligro terrible. Con Miguel montamos un vehículo, llevándonos las dos ametralladoras, y Vandal se instaló de vigía en el asiento trasero. Beuvin formó un destacamento de la guardia con un camión cubierto, y partimos.

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