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Francis Carsac: Los robinsones del Cosmos

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Francis Carsac Los robinsones del Cosmos

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Un planeta perteneciente a otra dimensión interacciona con el nuestro y le arrebata algunos fragmentos que luego se lleva consigo. En uno de ellos está incluído un pueblo de los Alpes franceses. Todas estas gentes se ven enfrentadas de pronto con un mundo virgen y salvaje poblado por extrañas bestias, algunas peligrosas, y también por una raza inteligente, aunque primitiva, semejante fisícamente a los legendarios centauros.

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— Toma lo que llevo en la cartera.

La abrí y saqué una pistola de reglamento, calibre 45.

— Es mi arma de oficial de artillería. Tómala. Quién sabe qué vais a encontrar. En la bolsa del coche hay cargadores.

— Es una buena idea — dijo Luis—. ¿No tiene usted otra arma?

— No, pero me parece que debe haber escopetas de caza en el pueblo.

— Cierto. Nos detendremos en casa de Boru. Es un ayudante retirado de la «Colonial» y un cazador empedernido.

Despertamos al viejo, y, a pesar de sus protestas, nos hicimos con buena parte de su arsenal: un «Winchester» y dos escopetas de caza, con sus municiones. Con el alba, partimos hacia el Este. Mientras fue posible seguimos la carretera, que de vez en cuando aparecía ligeramente seccionada, aunque siempre conseguimos seguir adelante. Un hundimiento nos detuvo durante una hora. Tres después de nuestra partida, caímos en una zona caótica: no se veían más que montañas derruidas, amontonamientos de tierra, de piedras, árboles y, por desgracia, escombros de casas.

— Debemos estar cerca del límite — dijo Miguel—. Vayamos a pie.

Abandonando el coche sin vigilancia, quizá un poco imprudentemente, tomamos nuestras armas, algunas provisiones y alcanzamos la zona devastada. Estuvimos avanzando durante más de una hora penosamente. Para un geólogo el espectáculo era fantástico: un espeso caldo de rocas sedimentarias, un magma de las eras primaria, secundaria y terciaria en tal estado de agitación que yo recogí en pocos metros un trilobite, un amonite cenomaniano y numulites.

Luis y Vandal, que marchaban en cabeza, tropezaron con una pendiente mientras yo me retrasaba espigando fósiles. Llegaron a la cima y pudimos escuchar sus exclamaciones. En pocos instantes, Miguel y yo nos juntamos a ellos. Tan lejos como alcanzaba nuestra vista, se extendía una marisma de aguas oleosas, pobladas de una vegetación de hierbas rígidas, grisáceas, como cubiertas de polvo. El paisaje era siniestro y grandioso. Vandal tomó sus prismáticos y echó una ojeada sobre el horizonte.

— Montañas — dijo.

Me prestó los gemelos, Lejos, al Sudoeste, una línea azulada se destacaba en el cielo.

Alrededor del promontorio que formaba la zona terrestre, el limo se había deslizado, amontonándose en collera, sepultando y destruyendo la vegetación. Con precaución, descendimos hasta el borde de las aguas. De cerca era casi transparente; el pantano parecía profundo y era salobre.

— Esto es un desierto — observó Vandal—. Ni peces ni pájaros.

— Mirad allí —dijo Miguel.

Nos indicaba en una bancada de barrizal un ser verdoso, de poco más de un metro. En una extremidad tenía la boca rodeada de una corona de seis tentáculos blandos; en la base de cada tentáculo se fijaba un ojo glauco. En el otro extremo del cuerpo una potente cola se aplastaba en forma de aleta. No pudimos examinarlo de más cerca por su situación inaccesible. Mientras montábamos de nuevo la pendiente, un animal idéntico corrió por la orilla a gran velocidad, con los tentáculos a lo largo del cuerpo. Apenas entrevisto, se lanzó a las aguas.

Antes de regresar al coche, verificamos una última observación. Fue entonces cuando por primera vez desde nuestra llegada a este mundo divisamos una nube. Era de un tono verdoso y flotaba muy alta. Días después conoceríamos su terrible significado.

Encontramos el coche con los faros encendidos.

— Y no obstante — dije—, estoy absolutamente seguro de haberlos apagado. Alguien ha debido venir a curiosear el coche.

Sin embargo, a su alrededor, en el polvo de la carretera, no había más huellas que las nuestras. Apagué los faros, lanzando una exclamación: la manecilla estaba bañada de una substancia viscosa y fría, como la baba de los caracoles.

Volvimos hasta un ramal que se dirigía hasta el Norte y, muy pronto, fuimos detenidos por las montañas desmoronadas.

— Lo más práctico — dijo Luis— será regresar al pueblo y tomar el camino de la carretera. Aquí estamos muy cerca de la zona muerta.

Encontramos a mi tío sentado en un sillón, con el pie vendado, charlando con el cura y el maestro. Les anunciamos que no debían aguardarnos hasta el día siguiente y nos largamos hacia el Norte. La carretera subía primero un pequeño desnivel y luego descendía hacia un valle paralelo. Hallamos algunas granjas que no habían sufrido demasiado; los campesinos cuidaban de sus animales y sus labores, como si nada hubiese ocurrido. Algunos kilómetros más lejos nos vimos obligados de nuevo a detenernos. Pero aquí la zona destruida era más estrecha y en su mitad se levantaba intacto un montículo. Subimos a él, y pudimos darnos cuenta del aspecto general de aquellos lugares. Allí, también, un aguazal bordeaba la «tierra». Estaba llegando la noche roja y nos acostamos en una finca, agotados por nuestras escaladas. Después de seis horas de sueño marchamos hacia el Oeste. En esta ocasión no fue una marisma que nos detuvo, sino un mar desolado.

Fuimos después hacia el Sur. La «tierra» alcanzaba unos doce kilómetros antes de la zona muerta. Por un milagro, la carretera se conservaba casi intacta en medio de la destrucción, lo que facilitó enormemente nuestra exploración. Con todo, nos vimos obligados a rodar a poca velocidad porque de vez en cuando los peñascos obstruían nuestro camino. De súbito, después de una curva, desembocamos en un rincón resguardado. Estaba rodeado de bosques y pastos, en un valle menor, en el que se había formado un lago, a causa de los desprendimientos que habían detenido el torrente. A media subida se alzaba un pequeño castillo. Una avenida de árboles conducía a la entrada. Penetré con el coche, aunque observé un cartel: «Entrada prohibida, propiedad privada».

— Creo — dijo Miguel— que dadas las circunstancias…

Apenas llegados ante el castillo, en la entrada comparecieron un joven y dos muchachas. Los rasgos del primero expresaban una sorpresa encolerizada. Era bastante alto y bien parecido, moreno y robusto. Una de las jóvenes, de aspecto agradable, era evidentemente su hermana. La otra, de más edad, presentaba un cabello excesivamente rubio para ser natural. El joven bajó con rapidez las escaleras.

—¿No sabéis leer?

— Pensé —comenzó Vandal— que en estas circunstancias…

—¡Aquí no hay circunstancias que valgan! Esto es una propiedad privada y no quiero ver a nadie que no haya sido invitado.

En aquellos tiempos yo era joven, vivaz y no muy cortés.

— Vamos a ver, joven fiero; nosotros veníamos a ver si por azar este glorioso castillo, que no es probablemente de tus antepasados, no se habría desplomado sobre esto que te sirve de cabeza. ¿Te parece bien recibirnos de esta forma?

—¡Salid de mi casa! — vociferó— o mando que os echen a ti y a tu comparsa.

Iba a saltar a tierra, cuando Vandal intervino:

— Es inútil que disputemos. Nos vamos de todos modos. Pero permite que te advirtamos que nos encontramos en otro planeta y que vuestro dinero corre el peligro de quedar sin curso legal.

—¿Qué ocurre?

Un hombre en la plenitud de la edad, de notable envergadura, acababa de aparecer, seguido de una docena de individuos de aspecto poco tranquilizador.

— Ocurre, padre, que esta gente ha entrado sin permiso de nadie y que…

—¡Cállate, Carlos!

Se dirigió a Vandal:

— Usted hablaba de otro mundo, ¿qué hay de todo esto?

Vandal le informó.

—¿Así, no estamos ya en la Tierra? Esto es muy interesante. ¿En un país virgen?

— De momento, a este respecto, no hemos visto más que una marisma que cierra por las dos direcciones y un mar por otra. Nos falta por explorar el último lado, el de ustedes, siempre y cuando su hijo nos lo autorice.

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