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Lois Bujold: Hermanos de armas

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Lois Bujold Hermanos de armas

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El inefable Miles Vorkosigan se encuentra en esta ocasión en la Tierra, sin dinero y con los dolores de cabeza que le da el interpretar a dos personajes a la vez con sus respectivos enemigos. La situación se complica cuando algunos de sus hombres organizan un escándalo en una tienda de licores cuando la máquina no les acepta la tarjeta de crédito. Por culpa de una periodista perspicaz Miles se ve obligado a dar una nueva vuelta de tuerca en su farsa: decide que su otra identidad es en realidad un clon suyo, y engaña a la periodista. Sin embargo, lo que no se podía esperar es que realmente un clon suyo estuviera dispuesto a reemplazarle.

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—Principalmente, permanecer en posición de descanso en los acontecimientos sociales de la embajada y hacer de Vor para los nativos. Hay un sorprendente número de gente que encuentra a los aristócratas, incluso a los de fuera del planeta, particularmente fascinantes.

El tono de Galeni dejaba claro que encontraba esa fascinación verdaderamente peculiar.

—Comerá usted, beberá, bailará quizá… —su tono se volvió dubitativo durante un segundo—, y en líneas generales será exquisitamente amable con todo aquel a quien el embajador quiera, ah, impresionar. A veces, se le pedirá que recuerde conversaciones e informe de ellas. Vorpatril lo hace bastante bien, para mi sorpresa. Podrá explicarle los detalles.

«No necesito que Ivan me dicte notas sociales —pensó Miles—. Y los Vor son una casta militar, no la aristocracia.» ¿En qué demonios estaba pensando el cuartel general? Parecía algo extraordinariamente obtuso incluso para ellos.

Sin embargo, si no tenían ningún nuevo proyecto preparado para los dendarii, ¿por qué no aprovechar la oportunidad para que el hijo del conde Vorkosigan adquiriera un poco más de lustre diplomático? Nadie dudaba de que estaba destinado a los niveles más complicados del servicio, difícilmente podía quedar expuesto a experiencias menos variadas que Ivan. No era el contenido de las órdenes, era sólo la falta de separación de su otra personalidad lo que era tan… insospechado.

Sin embargo… informe de conversaciones. ¿Podía ser el inicio de algún tipo de trabajo especial de espionaje? Quizá venían de camino nuevos detalles clarificadores.

Ni siquiera quiso plantearse la posibilidad de que el cuartel general hubiera decidido que era por fin el momento de acabar por completo con las operaciones encubiertas de los dendarii.

—Bueno… —dijo Miles a regañadientes—, muy bien…

—Me alegro de que encuentre las órdenes de su gusto, teniente —murmuró Galeni.

Miles se ruborizó y apretó la mandíbula. Si podía encargarse de los dendarii, todo lo demás no importaba.

—¿Y mis dieciocho millones de marcos, señor? —preguntó, cuidando esta vez de expresarse en un tono humilde.

Galeni tamborileó con los dedos sobre la mesa.

—No ha llegado ninguna orden de crédito con este correo, teniente. Ni mención alguna.

—¡Qué! —exclamó Miles—. ¡Tiene que haberla!

Casi se abalanzó sobre la mesa de Galeni para examinar el vid en persona, pero se contuvo justo a tiempo.

—Calculé diez días para todo el…

Su cerebro desechó los datos no deseados, repasando mentalmente: combustible, tarifas de atraque orbital, reavituallamiento, atenciones quirúrgicas-dentales-médicas, el agotado inventario de suministros, pagas, nóminas, liquidez, margen…

—¡Maldición, derramamos nuestra sangre por Barrayar! No pueden… ¡tiene que haber algún error!

Galeni abrió las manos, indefenso.

—Sin duda. Pero no está en mi poder repararlo.

—¡Solicítelo otra vez…, señor!

—Oh, lo haré.

—Aún mejor… déjeme ir como correo. Si hablara con el cuartel general en persona…

—Mm —Galeni se frotó los labios—. Una idea tentadora… no, mejor que no. Sus órdenes, al menos, fueron claras. Sus dendarii tendrán simplemente que esperar el siguiente correo. Estoy seguro de que todo se arreglará si las cosas son como usted dice.

A Miles no le pasó por alto el retintín.

Esperó un momento interminable, pero Galeni no añadió nada.

—Sí, señor —saludó y se marchó. Diez días… diez días más… diez días más como mínimo… Podrían esperar otros diez días. Pero confiaba en que, para entonces, en el cuartel general hubieran recuperado la razón de su cerebro colectivo.

La invitada femenina de más alto rango de la recepción de la tarde era la embajadora de Tau Ceti. Era una mujer esbelta de edad indeterminada, fascinante estructura ósea facial y ojos penetrantes. Miles sospechaba que su conversación sería educativa en sí misma, política, sutil y chispeante. Lástima, ya que el embajador barrayarés la había monopolizado. Miles dudaba que fuera a tener oportunidad de averiguarlo.

La matrona a cuya escolta le habían asignado mantenía su rango gracias a su marido, el lord alcalde de Londres, y ahora se entretenía con la esposa del embajador. La señora alcaldesa parecía capaz de charlar interminablemente, sobre todo de la ropa que llevaban los otros invitados. Un criado ataviado de militar (todos los criados humanos de la embajada eran miembros del departamento de Galeni) ofreció de pasada a Miles un vaso de vino lleno de un líquido pajizo que Miles aceptó con voracidad. Sí, dos o tres copas, con su baja tolerancia al alcohol, y estaría lo suficientemente aturdido para soportar incluso aquello. ¿No era exactamente el constreñido escenario social del que había escapado, a pesar de sus defectos físicos, para abrirse paso en el servicio imperial? Naturalmente, más de tres vasos y se quedaría tumbado dormido en el suelo con una sonrisita tonta en la cara, y estaría metido en graves problemas cuando despertara.

Miles tomó un buen trago y casi se atragantó. Zumo de manzana… Maldito Galeni, era concienzudo. Una rápida mirada alrededor le confirmó que no era la misma bebida que se servía a los invitados. Miles se pasó el pulgar por el alto cuello de la chaquetilla de su uniforme y sonrió tenso.

—¿Sucede algo con su vino, lord Vorkosigan? —inquirió la matrona con preocupación.

—La cosecha es un poco, ah… joven —murmuró Miles—. Quizá deba sugerir al embajador que la conserve en la bodega un poco más de tiempo.

«Hasta que yo me marche de este planeta, por ejemplo…»

El salón principal de recepciones era una cámara alta y elegante con claraboyas que debería haber resonado cavernosamente, pero estaba extrañamente silenciosa para la gran multitud que sus niveles y recovecos podían albergar. Absorbedores de sonido ocultos en alguna parte, supuso Miles… y, apostó, si sabías dónde situarte, conos de seguridad para impedir la escucha ya fuese humana o electrónica.

Tomó nota de dónde se encontraban los embajadores barrayarés y taucetano para referencias futuras; sí, incluso el movimiento de sus labios parecía algo oscurecido y difuso. Ciertos tratados de derecho de paso por el espacio local de Tau Ceti tendrían que ser renegociados pronto.

Miles y su matrona se dirigieron hacia el centro arquitectónico de la sala: la fuente y su estanque. Era una escultura graciosa y borboteante, con helechos y musgo de colores a juego. Formas doradas se movían misteriosamente en las aguas oscuras.

Miles se envaró, luego se obligó a relajarse. Un joven con el negro uniforme de gala cetagandano y las marcas de pintura amarilla y roja en la cara de un ghem-teniente se acercaba, sonriente y alerta. Intercambiaron un saludo cauteloso.

—Bienvenido a la Tierra, lord Vorkosigan —murmuró el cetagandano—. ¿Es una visita oficial, o está haciendo turismo?

Miles se encogió de hombros.

—Un poco de cada. Me han destinado a la embajada para complementar mi, ah, educación. Pero creo que tiene usted ventaja sobre mí, señor.

No era así, por supuesto. Los dos cetagandanos de uniforme y los dos que iban de paisano, más tres individuos sospechosos de ser chacales encubiertos, eran los primeros sobre quienes le habían puesto en guardia.

—Ghem-teniente Tabor, agregado militar, embajada cetagandana —recitó Tabor amablemente. Volvieron a intercambiar saludos—. ¿Estará aquí mucho tiempo, milord?

—Espero que no. ¿Y usted?

—Mi hobby es el arte del bonsái. Se dice que los antiguos japoneses trabajaban en un solo árbol hasta cien años. Aunque tal vez sólo lo parecía.

Miles desconfió del humor de Tabor, pero el teniente mantuvo el rostro tan impasible que era difícil de saber. Quizá temiera estropear la pintura de su cara.

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