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Lois Bujold: Hermanos de armas

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Lois Bujold Hermanos de armas

Hermanos de armas: краткое содержание, описание и аннотация

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El inefable Miles Vorkosigan se encuentra en esta ocasión en la Tierra, sin dinero y con los dolores de cabeza que le da el interpretar a dos personajes a la vez con sus respectivos enemigos. La situación se complica cuando algunos de sus hombres organizan un escándalo en una tienda de licores cuando la máquina no les acepta la tarjeta de crédito. Por culpa de una periodista perspicaz Miles se ve obligado a dar una nueva vuelta de tuerca en su farsa: decide que su otra identidad es en realidad un clon suyo, y engaña a la periodista. Sin embargo, lo que no se podía esperar es que realmente un clon suyo estuviera dispuesto a reemplazarle.

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—¿Qué tipo de…? —empezó a decir Ivan, pero Miles salió de la sala y se encaminó hacia los tubos ascensores del fondo. Tuvo que hacer un esfuerzo para no echar a correr.

Cuando la puerta de la habitación que compartía con Ivan se cerró tras él, se quitó el uniforme verde y las botas y se lanzó hacia el armario. Cogió la camiseta negra y los pantalones grises de su uniforme dendarii. Las botas barrayaresas eran una tradición de caballería; las de los dendarii de infantería. Para ir a caballo las barrayaresas eran más prácticas, aunque Miles nunca había podido explicárselo a Elli. Habría hecho falta una cabalgada de dos horas a campo traviesa y que sus pantorrillas sangraran llenas de ampollas para convencerla de que el diseño tenía otro propósito que el aspecto. Allí no había caballos.

Selló las botas de combate dendarii y se ajustó la chaquetilla blanca y gris en el aire, mientras bajaba por el tubo a máxima velocidad. Se detuvo abajo para alisarse la chaqueta, alzar la barbilla y tomar aire. Uno llamaba forzosamente la atención si jadeaba. Cogió por un pasillo alternativo y rodeó el patio principal hasta la entrada. Seguía sin haber ningún cetagandano, gracias a Dios.

Los ojos de Ivan se abrieron de par en par cuando vio acercarse a Miles. Le dirigió una sonrisa a la rubia, excusándose, y siguió a Miles hasta una de las plantas como para ocultarlo de la vista.

—¿Qué demonios…? —susurró.

—Tienes que sacarme de aquí. Hay guardias.

—¡Oh, no, no puedo! Galeni convertirá tu pellejo en alfombra si te ve con ese atuendo.

—Ivan, no tengo tiempo para discutir ni para dar explicaciones, y por eso precisamente estoy esquivando a Galeni. Quinn no me habría llamado si no me necesitara. Tengo que salir ahora.

—¡Estarás abandonando tu puesto sin permiso!

—No, si no me echan en falta. Diles… diles que me retiré a nuestra habitación debido a un terrible dolor en los huesos.

—¿Te vuelve a molestar esa osteo-como-se-llame tuya? Apuesto a que el médico de la embajada podría conseguirte ese fármaco antiinflamatorio para…

—No, no… no más que de costumbre… pero al menos es algo real. Es posible que se lo crean. Vamos. Tráela —Miles señaló con la barbilla a Sylveth, que esperaba un poco apartada mirando a Ivan con expresión intrigada en su rostro de pétalo.

—¿Para qué?

—Camuflaje.

Sonriendo entre dientes. Miles empujó a Ivan con el codo hacia la puerta.

—¿Cómo está usted? —saludó Miles a Sylveth, mientras capturaba su mano y se la colgaba del brazo—. Encantado de conocerla. ¿Está disfrutando de la fiesta? Maravillosa ciudad, Londres…

Miles decidió que Sylveth y él hacían también una bonita pareja. Miró a los guardias por el rabillo del ojo mientras pasaban. Se fijaron en ella. Con suerte, él sería un borrón gris bajito en sus recuerdos.

Sylveth miró asombrada a Ivan, pero ya se encontraban en el exterior.

—No tienes guardaespaldas —objetó Ivan.

—Me reuniré con Quinn dentro de poco.

—¿Cómo vas a volver a la embajada?

Miles se detuvo.

—Tendrás que esperar a que se me ocurra cómo hacerlo.

—¡Buf! ¿Y cuándo será?

—No lo sé.

La atención de los guardias exteriores se centró en un vehículo de tierra que se detenía en la entrada de la embajada. Miles abandonó a Ivan y cruzó corriendo la calle y se zambulló en la entrada del sistema de tubotransporte.

Diez minutos y dos conexiones más tarde, emergió para encontrarse en una sección mucho más antigua de la ciudad: arquitectura restaurada del siglo XXII. No tuvo que comprobar los números de la calle para localizar su destino. La multitud, las barricadas, las luces destellantes, los hovercoches de la policía, los bomberos, las ambulancias…

—Maldición —murmuró Miles, y echó a andar calle abajo. Paladeó las palabras en la boca, cambiando de registro, para conseguir el plano acento betano del almirante Naismith. «Oh, mierda…»

Miles supuso que el policía al mando era el que sostenía el altavoz, y no alguno de la media docena con armaduras y rifles de plasma. Se abrió paso entre la multitud y saltó la barricada.

—¿Es usted el oficial al mando?

El comisario volvió la cabeza, desconcertado, y luego la bajó. Al principio se quedó mirando, luego frunció el ceño al observar el uniforme de Miles.

—¿Es usted uno de esos psicópatas? —exigió saber.

Miles se meció sobre los talones, preguntándose cómo responder a eso. Reprimió las tres primeras respuestas que se le ocurrieron y escogió en cambio:

—Soy el almirante Miles Naismith, comandante en jefe de la Flota de Mercenarios Libres Dendarii. ¿Qué ha pasado aquí?

Se interrumpió para extender lenta y deliberadamente un dedo índice y empujar hacia el cielo la boca del rifle de plasma con el que le apuntaba una mujer acorazada.

—Por favor, querida, estoy de su parte.

Los ojos de ella destellaron desconfiados a través del visor, pero el comandante de la policía sacudió la cabeza y la mujer retrocedió unos pasos.

—Intento de robo —dijo el comisario—. Cuando la empleada trató de impedirlo, la atacaron.

—¿Robo? —inquirió Miles—. Discúlpeme, pero eso no tiene sentido. Creía que aquí todas las transacciones se hacen por créditos de ordenador. No hay dinero en metálico que robar. Debe de tratarse de algún error.

—Dinero no —dijo el comisario—. Mercancía.

La tienda, advirtió Miles por el rabillo del ojo, era una licorería. Un escaparate estaba resquebrajado. Reprimió un inoportuno temblor y continuó con voz despreocupada.

—En ese caso, no comprendo esta vigilancia con armas letales por un simple caso de hurto. ¿No se están sobrepasando un poco? ¿Dónde están sus aturdidores?

—Tienen a la mujer como rehén —dijo el comisario, sombrío.

—¿Y qué? Atúrdalos a todos, Dios reconocerá a los suyos.

El comisario le dirigió una mirada peculiar. Miles supuso que no leía su propia historia; la fuente de la cita estaba justo al otro lado del charco, por el amor de Dios.

—Dicen que han preparado un dispositivo. Dicen que toda la manzana volará por los aires. —El comisario hizo una pausa—. ¿Es posible?

Miles hizo una pausa también.

—¿Han identificado ya a alguno de esos tipos?

—No.

—¿Cómo se comunican con ellos?

—A través de la comuconsola. Al menos, hasta hace poco… parece que la han destruido hace unos minutos.

—Naturalmente, pagaremos los daños —se atragantó Miles.

—Eso no es todo lo que pagarán —gruñó el comisario.

—Bueno…

Por el rabillo del ojo, Miles vio un hovercoche con el cartel EURONEWS NETWORK que aparcaba sobre la acera.

—Creo que es hora de acabar con esto.

Se dirigió hacia la licorería.

—¿Qué va a hacer? —preguntó el comisario.

—Arrestarlos. Se enfrentarán a cargos dendarii por sacar material de la nave.

—¿Usted solo? Le dispararán. Están locos y borrachos.

—No lo creo. Si fueran a matarme mis propios soldados, tendrían oportunidades mucho mejores que ésta.

El comisario frunció el ceño, pero no lo detuvo.

Las autopuertas no funcionaban. Miles se detuvo ante el cristal un instante, indeciso, luego las aporreó. Hubo un tenue movimiento tras el vidrio iridiscente. Una pausa muy larga y las puertas se abrieron unos treinta centímetros. Miles entró de lado. Desde dentro, un hombre volvió a cerrar las puertas a mano y las atrancó con una barra de metal.

El interior de la licorería era un desastre. Miles jadeó debido a los vapores del aire, surgidos de las botellas rotas. «Podrías emborracharte sólo con respirar…» Chapoteaba al pisar la alfombra.

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